martes

VIAJE AL FIN DEL MIEDO / CREER O REVENTAR (10) - HUGO GIOVANETTI VIOLA


1ª edición bilingüe: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020

Prólogo de MARYSE RENAUD

Traducción al francés: CARL D’ABLEIGES

para Bénédicte Froissart


SAINT-TROPEZ

UN HOMBRE semicalvo se despierta en la pieza de una pensión ubicada en el Impasse del Conquêtes, un callejón muy cercano al puerto de Saint-Tropez. En la pieza sigue durmiendo un adolescente mientras el hombre se incorpora de un salto que hace cimbrar su cama. Se viste y busca un peine entre la ropa sucia y se enfrenta al espejo del lavatorio. Cuando se está peinando ve sus ojos hinchados por el brillo del fuego del sótano del mundo: suelta el peine y se escapa de la habitación. Entra en el único water que hay en el corredor, pero al salir liberado del hedor de sus vísceras sigue espantosamente iluminado: entonces vuelve a la pieza y pone a calentar agua en una cacerola, mientras prepara el mate. Después agarra una máquina de escribir que está ubicada en el mismo rincón del lavatorio, evitando mirarse al espejo. Se sienta a tomar mate frente a un ventanal, bajo el dulce sol ocre. Acomoda una silla enfrente y destapa la máquina que tiene una hoja puesta: la da vuelta y escribe enceguecidamente. A medida que escribe le chorrean por la cara el sudor y las lágrimas. Chupa el mate leyendo lo que acaba de hacer, y lo corrige a máquina y salta a buscar más hojas. Un momento después el adolescente se incorpora en su cama, protegido del encandilamiento por su azabache melena charrúa. El hombre toma un mate y lo mira hondamente, con los ojos lavados por la resurrección.

DE MAÑANA mateamos con Colette, y después la invité a desayunar en el Sporting. Comió con ganas. Estuvimos hablando y riéndonos de muchas cosas, pero yo me di cuenta de que tardaría meses en recuperarse. Se iba para Niza, a pedir trabajo en el restaurant de unos auverneses conocidos. Le ofrecí plata y aceptó nada más que veinte francos. “Me vas a tener que dejar sola” dijo cuando llegamos a la calle flanqueada por los galpones del puerto donde ya se podía empezar a hacer auto-stop: “Así es mucho más fácil que alguien me lleve”. “Cierto” sonrió Abel, sin ganas: “¿Y si me escondo por aquí atrás?”. Entonces la muchacha lo abrazó con violencia y le frotó la nuca como si lo hubiera parido. “Quiero quedarme sola” jadeó, descomponiéndome con su perfume: “Me lo merezco por ser boluda. ¿Te das cuenta de que quería casarme y tener hijos, loco?”. Me estaba hablando casi completamente en español.

Hay que bancárselas y chau, hermanita -pensó Abel en la esquina, mientras levantaba el brazo para despedirse. Torcí la cabeza y caminé de vuelta hacia el Impasse des Conquêtes. La desesperación me hacía doler los dientes. La desesperación la soledad y el cansancio y la bronca, pensé después: Pero no el miedo, hermano Caín De Deus. El miedo se nos había pasado para siempre, acaso: había cosas peores de por medio, ahora. “Y mejores también” dijo Abel en voz alta: “Y mejores también. Carajo”. De golpe se sintió llamado por su nombre y se tanteó el gabán dándose cuenta de que no llevaba el cuchillo. Me llamaban desde un café perchento que estaba en la esquina de la pensión. Era Mozart.

“Pero si es mi viejo y querido Amadeus” protocolaricé acercándome sonrientemente al mostrador desde donde me hacía señas. Lo encontré muy borracho y pagándole copas a un marinero. “Qué va a tomar” me preguntó, haciendo remolinear las pestañas. “Tres medidas de whisky con dos de agua con gas” dije: “Sin hielo. Por favor”. Mozart pidió la bebida y me presentó al marinero, que era un muchachón italiano con olor a paella. “Me voy esta tarde” dijo después: “Esta ciudad da asco”. Abel tomó un gran trago y le dio la razón con la cabeza.

“Lo peor es que la culpa la tenemos todos” filosofó el marica, fabricando una trompita dramática para aguantar el llanto. “Algunos más que otros” retruqué sin pensar: “Pasa lo mismo que con la inocencia. Algunos somos más inocentes que otros, compañero”. Las Gárgolas rosáceas de los ojos de Mozart se pusieron al rojo como nunca las había visto. “La odio” ladró, con tono de caniche: “Mierda. Cómo la odio”. “A quién” le pregunté, empezando a emborracharme: “¿A Lilith? ¿O a tu mamá?”. El marica pidió otra cerveza y se tomó la mitad de un trago, casi mordiendo la botella. “A la injusticia” dijo: “Con mi madre no hay problema porque ya no sé ni quién es. Estoy solo, muchacho. A veces como hay que estar y a veces como no hay que estar. Y Lilith se odia sola: tampoco hay problema. Cualquier día la encuentran más muerta que un salami. Pero la vida es de una injusticia que enloquece”.

No me sentí capaz de retrucar, en ese momento. Ahora estaba terminando la copa y recordando que no había dormido. Había velado el sueño de Colette imaginándome un Ray altísimo y ya casi completamente canoso, que caminaba a las zancadas por el puerto de Saint-Tropez tratando de localizarme. Se me cerraban los ojos. Le di la mano a Mozart en silencio y tambaleé hasta la pensión. Oriné erizadamente, cerré la puerta con llave y dormí nueve horas.


CHAMBRE 9

UN HOMBRE pelirrojo entra caminando en cuatro patas a la pieza más grande de la chambre 9: debajo de un sobretodo azabache -que parece prestado- tiene puesto nada más que un slip. Tres muchachos disfrutan de la escena despatarrados en la misma cama, mientras se pasan un petardo. El mayor de los tres es el que va guionando las sucesivas entradas del hombre disfrazado de cucaracha. El pelirrojo utiliza sólo los dientes para arrancar pedazos de una media baguette colocada en el suelo, llevándoselos hacia la pieza más chica: a medida que reaparece va eliminando un apoyo del cuerpo, hasta que termina arrastrándose apenas ayudado por una mano. Los tres festejan la actuación con lacrimosas carcajadas, especialmente cuando el hombre del sobretodo los observa bizqueando con la mirada verde inyectada de hasch. Pero en la última escena se produce de golpe un silencioso lastimoso: el actor cae (o finge caer) de boca, y al subir la cabeza muestra el pedazo de baguette chorreando baba y sangre. Entonces el guionista se incorpora decretando el final de la función. El hombre del sobretodo lo contempla fosforecentemente y continúa arrastrándose en dirección a su piecita. Después que desaparece se produce otro silencio, hasta que el más joven de los muchachos le grita al pelirrojo que se deje de embromar y vuelva a pitar un poco. El más viejo de los muchachos se frota la cabeza con la mirada como hundida en una cloaca de recordación. Adentro de la piecita, el otro se ha sacado el sobretodo y tiembla casi desnudo frente a un espejo: el espejo le devuelve una mirada de gárgola enamorada y el hombre se sienta en su cama agarrándose la entrepierna mucho más deslumbrado que humillado, mucho menos furioso que feliz.

CUANDO VOLVIMOS de Épinay-sur-Orge Pedrito se encerró inmediatamente a ponerse al día con Colette, y nosotros rumbeamos para la chambre entre un hosco silencio. Abel estaba bostezando la primera arcada de la tarde cuando oyó sonar Síncopa desde el pasillo y se estaqueó, atronado por las palpitaciones. ¿Será la nena? pensó con ganas de pedirle a Ray que esperara un poco. Pero el otro siguió avanzando a las zancadas y cuando abrió la puerta Abel vio la expresión exageradamente vanidosa del Cordobés, que se daba vuelta en la cama para saludarlos. El Cordobés de golilla, oyendo Síncopa y poniendo esa cara: qué peligro -pensé, con miedo de que el alma podrida anduviera por abalanzársele a Bénédicte. Bueno, eso no tendría mucho sentido -razoné después: Lo que hicieron aquella vez fue caminar dos o tres cuadras juntos y chau. Y él no tiene ni el teléfono de ella, además de que siempre está la posibilidad de que la nena no se aparezca nunca más por el hotel. Mejor ni calentarse.

Entonces me tiré en una cama y escuché terminar Síncopa con los ojos cerrados para volver a ver a Bénédicte bailando en cámara lenta, igual que la última tarde. Dónde estarás, pensé: Dónde estarás ahora. (Era hermoso saber que en ese mismo momento ella vivía en algún lugar, nomás: respiraba reía comía corría cantaba orinaba lloraba.) Y con quién estarás, pensé al abrir los ojos. Entonces el Cordobés se empezó a peinar el bigotito y a dejar que la cara desamparada y flaca se le hinchara otra vez de vanidad. “Qué lo parió: ayer matamos en Massy, guaso” dijo sacándome un cigarrillo sin permiso: “Lucio y Hugo dicen que nunca habían levantado tanto a la gente. Entre paréntesis, parece que está confirmado lo del Evangelio en el Festival du Midem: el mes que viene, en Cannes. Y ahí participan todos los grandes, negro: donde te descuidés está hasta Paul McCartney. ¿Qué tal?”. “Fenómeno” murmuré, poniendo ojos de sueño para que se callara. “Pero ayer fue increíble” insistió el Cordobés, volviéndose a peinar los bigotitos repugnantemente: “Y vos sabés que yo estaba tocando y veía una pendeja que me miraba fijo, che. Me miró toda la actuación y yo decía pero quién es esta pendeja tan conocida y no había caso, no la podía sacar. Hasta que cuando estábamos en el camarín se aparece a saludarme: un besito, otro besito. Y se me queda agarrada de la mano, ahí frente a las amigas. ¿Sabés quién era? La mocosa esta que venía a verte a vos: Bénédicte”.

Abel se puso pálido. “Ah sí” dijo, tratando desesperadamente de no acusar el golpe. Llegó a recordar, incluso -como en un fogonazo- al boxeador de Hemingway que recibe una piña abajo del cinturón y tiene que cerrar los ojos para que no se le salgan. “Me va a venir a ver al hotel, cualquier día de estos” siguió el Cordobés, implacable. Abel se quedó callado. En ese momento golpearon a la puerta y esta vez tuve que apretar los dientes para que no se me desparramara otra cosa. “Mais entre” gritó el zorro, sentándose y arreglándose el pañuelito de cow-boy como si pudiera ser la nena. Pero yo pegué un salto y corrí a abrir: encontré un hombre flaco -cansado cuarentón morocho amable tímido- vestido con una gabardina detectivesca. “Buenas noches” me dijo: “Soy el Inspector Marc Bugeia. Usted es el guitarrista de Jamaica ¿verdad?”. Le contesté que sí, moviendo la cabeza. “Pase” agregué: “Perdone el-”. “Gracias, no es necesario” sonrió el hombre: “Se me hizo un poco tarde y me esperan en casa. Le venía a preguntar si no se anima a darnos clases de guitarra, a mi hijo y a mí. Adoramos la música latinoamericana. Tendría que ser los sábados de mañana, si usted pudiera. Yo lo vengo a buscar hasta la Porte d’Orléans en el coche, porque estamos un poco lejos de París”. Abel dijo que sí maquinalmente y arreglaron enseguida el precio y la hora. “Gracias” repitió el hombre mientras le alargaba la mano para irse: “Hago mi trabajo por esta zona. El otro día los escuché en Le Bateau Ivre, y como hacía tiempo que tenía ganas de meterme en alguna cosa que me distrajera un poco de la peste nuclear se me ocurrió probar con la guitarra. Nos vemos este sábado, entonces”. “Encantado” le dije.

“Qué lo tiró: ahora le toca el turno a la peste nuclear, también” murmuré sentándome en la cama con la cara entre las manos: “La peste nuclear la pollution psíquica las postales orgiásticas las revistas con culos parlantes en la tapa y las putitas que pululan en las grises praderas de la banlieue. ¿Vos te acordás del Granma que vichamos el otro día en la librería de enfrente, Cordobés? ¿Los cubanos están en otra cosa o no, eh?”. “Qué te parece” me apuntaló el zorro, con cara de susto. “Dale, loco. Ya es hora de tocar” dijo Abel: “La verdad que me viene fenómeno agarrar estas clases particulares. Entre las galas y esto puedo ir ahorrando para mandarme mudar de una vez. En el Uruguay sé muy bien lo que tengo que hacer, te juro”.

Abel quedó casi contento de haber podido sublimar sociológicamente -por lo menos de la boca para afuera- el desbarranque de la nena. Ojalá Ray me haya escuchado cuando la traté de putita -pensó después, mirando con bronca hacia la puerta interior cerrada: Capaz que se le mejora el humor y todo. Tuvimos que salir corriendo y ensordecer insultantemente a Pedrito para zafarlo de su puesta al día. Al cruzar por el Panthéon (jadeando una humedad helada) y ver a la pareja de clochards durmiendo contra el calor ventoso del respiradero del métro, Abel logró empezar a elaborar el flamante desastre. No importa, iba rumiando -retrasado a propósito: Primero te sacaron a Gabi y después a Colette y ahora pueden soplarte a Bénédicte. Pero algún día vas a dormir en paz al lado de tu mujer. Y eso es un problema tuyo, hermano. Vos no vas a pudrirte. Yo te lo prometo.

Al entrar al Bateau encontraron muy poca gente -a pesar de la hora- y se sentaron a esperar, tomando el primer rouge rasposo que les sirvió Muley. Pedrito se quedó en la puerta, campaneando reventadas. Entonces el Cordobés recuperó el coraje de golpe y comentó babosamente: “Qué lo parió: qué piel suave tiene esa mocosa, che. Te juro que me dejó-”. Abel lo interrumpió con la mirada. “Mirá: la próxima cosa que digas” advirtió tembloroso: “La próxima sílaba que digas sobre la nena te rompo todos los dientes que tenés. Hasta el último diente ¿me oíste?”. El otro no atinó más que a hacer un gesto espantamoscas y chuequear hasta la puerta, a empatotarse con Pedrito. “Hay que tener yeta, también. Pensar que los detectives reparten piñazos por todos lados, y una vez que uno se decide a tortearse de veras este maricón se las toma” le comenté a Muley en español. Él no me entendió nada, pero volvió a llenarme el vaso sonriendo compasivamente.
                                                                                
EN LA gala de Navidad anduvieron muy bien, y aquella madrugada Ray improvisó por primera vez el bautizado Show de la cucarachita que quedó en una pata por amor frente a Sinclair y el Cosmósfero: los visitantes ilustres que el riverense había pastoreado durante un yiro de Nochebuena que recaló obligatoriamente en Favela y en lo de Monsieur Amelot aplaudieron a rabiar, chupándose el moquerío lacrimoso como si nos estuvieran sacando la lengua a todos los cuerdos del mundo. El Cordobés y Pedrito no pudieron asistir al preestreno por cuestión de mujeres, obviamente. Abel tomó demasiado en el Club Mediterranée, y al terminar de guionar -a pedido de Ray- las diferentes fases (sobrenarradas por él mismo) de aquel “show tragicómico en un acto”, tuvo la percepción relampagueante de que la batalla que habían recomenzado con el riverense ya no podía ser catalogada de amistosa.

Y sin embargo es mi mejor amigo -pensó viéndolo arrastrarse por última vez bajo el sobretodo azabache, en dirección a la piecita: Y yo debo ser ninguna duda el único amigo que Ray tuvo en su vida. Entonces se me ocurrió pedirle (cuando él hizo la tercera salida para reverenciar nuestros escandalosos aplausos) que mostrara los proyectos de chimères. Ray me miró con límpida tristeza. “No jodas” dijo: “Por favor, hoy no. Ya los hice reír bastante, me parece”. “Reír y llorar” corregí: “Fue una actuación brutal. Dale, traete las gárgolas. Sos un artista, vo: te guste o no te guste”. “Uh: qué solemnidad, botija. ¿Por qué no te dejás de hinchar con la solemnidad? Ya está recontradiscutido el asunto: un artista no embicha a los soñadores de pescaditos rojos con sus-”. “Ta: eso podrá ser una incoherencia macanuda para el paranoico de Eladio Linacero” lo interrumpí, sobrándolo: “Pero las cosas que vos querés hacer -o los proyectos que ya hiciste tomados como dibujos, nomás- pueden ser desequilibrantes y ser buenos. Eso te lo aseguro yo. ¿Qué pasa con las famosas chimères de Notre Dame? ¿No están allí, en su puesto?”. “Sí, están allí cumpliendo con su función arquitectónica más importante: mear. Pero me da la impresión de que ni siquiera joden a nadie” suspiró el otro: “Son boludeces arquitecturísticas, más bien”. Entonces el ugandés se frotó el brillo viscoso de la cara y pidió la palabra como si estuviésemos en una asamblea política y yo fuera el presidente.

“Perdón, hermanos” logró articular, entrecerrando los ojos: “Es mi deber recordarles que esas imágenes monstruosas -que simbolizan el submundo demoníaco y draconífero no solamente medieval, por supuesto- todavía están allí porque está Notre-Dame, sencillamente. Sin Notre-Dame nunca habrían existido”. “Aunque también podría decirse que la catedral nunca hubiera existido completamente sin las gárgolas, Monsieur K” argumentó el Cosmósfero, cabeceando perniabierto sobre la cama de matrimonio. “Cierto: aunque especulativa y por tanto fariseicamente cierto” gritó Sinclair, y agarró el tercer puñadito de yerba de la noche: “Recordemos que el mal no es perpetuo, hermanos. Y ni siquiera existe per se: es apenas un estadio de nuestra imperfección. O mejor dicho -o mucho mejor dicho: de nuestra perfección. Escuchemos la Tesis Azul (inédita) de Kierkegaard, formulada oralmente en la iglesia de Auvers y recogida para la eternidad por un humilde servidor: Hay que encerrarse a solas y tratar de mover un ojo: abrir un ojo, Vincent. Y mover una mano hacia uno mismo. Sin que nos vean los otros. Y tratar de crear, hermano: yo estoy pariendo estas palabras con el sagrado objeto de no reventar. Creo pero no aguanto, podría gritarle a Dios. Y sin embargo aguanto, porque vi las señales”.

Sinclair se levantó en cámara lenta, se embuchó el último puñado de yerba Napoleón y se fue de la chambre. Había amanecido. El Cosmósfero parecía un mosquetero obscenamente despanzurrado y Ray me miró fijo antes de sucucharse en la piecita. “¿De veras te parece que una gárgola (una Chimère con mayúscula, hecha con todo el asco y el odio de este mundo) puede ser buena, loco?” me preguntó, tiritando debajo de la caparazón de franela. Abel encontró los ojos desnudos del riverense brillando violentamente hacia su alma: eran de terciopelo verde, esta vez. “No sé” dije: “No sé. Feliz Navidad, loco”. Y me quedé dormido.
 
AL OTRO día se zafó de golpe una de las tablas que funcionaban sueltas como un armazón -lo que llamábamos mesita- y se me rompió la máquina de escribir, irreparablemente. Abel sufrió una de las crisis neuróticas más brutales (y por lo tanto más cómicas) de su estadía en París, y aprovechó para agarrar a patadas toda la ropa papel o elemento no pulverizable perteneciente al Cordobés. Él no estaba presente, pero me importaba un pito que hubiese aparecido en ese momento. Los que entraron en la mitad del ataque fueron Pedrito Colette y Ray, de vuelta de hacer compras. La muchacha se asustó muchísimo, pero los otros ni me dieron pelota. “No se preocupe, nono” se rio el chiquilín, frotándose las manos para empezar a armar un petardo: “Con la guita que hicimos anoche y la de fin de año se compra una portátil nueva y chau. Suspenda la poesía por unos días, fúmese unos petardos-”. “¿Por qué no te callás, desarraigado” le grité abusivamente: “Estoy ahorrando guita para volver al Uruguay, loco. A vos te importará un carajo pero yo necesito volver ¿entendés? Además las máquinas francesas no tiene eñe y eso me pone histérico”. “¿Lo qué?” preguntó Colette, con cara de María Magdalena. “Que no tienen eñe” expliqué, y no tuve más remedio que empezar a reírme: al final terminamos llorando todos de risa.

“Hay que joderse con estos artistas” murmuró Ray, y se puso a preparar los pollos a la cacerola que nos había prometido cocinar en plena chambre aunque nos echaran del hotel: “¿Te fijaste en la cara que puso el Cosmósfero cuando Sinclair lo trató de fariseo, anoche? Daba miedo, carajo”. “¿El Cosmos?” dije: “Si es un santo”. “Todo santo es terrible” dijo Ray. “Rilke pasado a Hemingway, o viceversa” agregué. “No: ni Rilke ni Hemingway ni el Marqués de Estambul” retrucó él, descogotando un pollo: “Es una frase mía ¿tamo, vo?”. Abel no contestó. Tampoco quiso averiguar si el otro hablaba en serio, así que ni le miró la cara. Me quedé un rato largo observando el armatoste ya inservible y pensé en mi “romance” con la nena y en mi “amistad” con Ray. Sobre el lambriz mugriento seguía ganando Liverpool, interminablemente. Pero en la ya muy agrietada foto donde Abel se abrazaba con su hermana y sus padres entre la remota luz del penúltimo verano, su madre había dejado -acaso definitivamente, esta vez- de sonreírle.

LA NOCHE de fin de año irrumpieron en el fastuoso Mediterranée con Ray a la cabeza, presentándolo como el empresario que no pudo acompañarlos en Nochebuena por encontrarse firmando contratos en la mismísima Jamaica. “Pensamos trabajar un tiempito en Kingston” le explicó el riverense al gerente del club, en un inglés muy cómico: “Realmente estamos extrañando demasiado el clima: y eso afecta el élan de los músicos, usted comprenderá”. El gerente nos midió a todos juntos con ojos congelados y decidió creer. Ray estaba vestido con mi único traje (que yo jamás usé en veinte meses) mi mejor polera y hasta mis zapatos, ya que nosotros conseguimos prestados los disfraces completos de gauchos for export que utilizábamos en el Evangelio. Primero comimos y tomamos como animales, y a la hora de tocar Ray nos juntó a un costado del escenario -a la vista del público- para darnos instrucciones en el mejor estilo de los directores técnicos basquetbolísticos. Lo único que hacía era mover los brazos y los labios, y nosotros nos retocábamos el peinado o nos arreglábamos los colgantes fingiendo prestar una reconcentrada atención. Ray tenía su pequeña cara pecosa bien afeitada y la melena color zanahoria impecablemente engominada hacia atrás: parecía un leoncito con nariz de mono y ojos de lagartija.

Qué bruto actor que es este loco -pensó Abel, viéndolo levantar a la gente a palmada limpia y organizarla en farándulas mientras iba creciendo el climax rítmico. Por un momento tuve miedo de que perdiera el control y se pusiera a insultar a todo el mundo a gritos como la tarde que nos emborrachamos en Meudom, pero no pasó nada. Cuando dieron las doce ya habíamos terminado -el éxito fue arrasador, y hasta nos tomaron la palabra de volver a tocar en carnaval si llegábamos a tiempo de Jamaica- y él se acercó a abrazarme con una mueca de emoción sinceramente contrita. “Feliz año / Abelito” me murmuró por partes dentro de cada oído, mientras me besaba la cara a la francesa.

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