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VIAJE AL FIN DEL MIEDO / CREER O REVENTAR (9) - HUGO GIOVANETTI VIOLA



(UNA NOVELA CONCEBIDA EN EL PARÍS DE LOS AÑOS 70, CUANDO LA PANDEMIA ESPIRITUAL DE LA TRANSMODERNIDAD YA NOS HABÍA JAQUEADO MORTALMENTE)

1ª edición bilingüe: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020

Prólogo de MARYSE RENAUD

Traducción al francés: CARL D’ABLEIGES


SAINT-TROPEZ

FUI A cenar al Sporting. En la plaza acababan de jugar a la pétanque bajo las amarillas ristras de focos colgantes. La multitud pueblerina y los pescadores -que cada tanto debían haber bochado haciendo relumbrar la pequeña bola metálica en la cancha sombreada por los plátanos- ya no estaban allí. Yo observaba fijamente el espacio dorado donde todavía humeaba la tierra levantada por el gentío. Abel pensó que ya era hora de escribirle algo a Bugeia acerca de Lilith, pero una especie de pereza mortal le hizo doler los brazos. Y sin embargo hay que seguir, pensó: Trabajar. Y pelear. Y creer. Hay que creer para sobrevivir. Y viceversa, padre.

De repente se apareció en el Sporting una barra formada por Pedrito Isabelle el Cordobés y la crispante actriz de cuarta. No se sentaron lejos de mi mesa, aunque demoraron en verme. Yo no veía a Isabelle desde bastante antes del parto y apenas la reconocí. Lo que la volvía casi irreconocible no era la falta de barriga sino más bien la falta de una pureza azul -brillando a contramano- en los ojos maquillados como los de una yira. “¿No te habías dado cuenta que era una putita, enbarazada y todo?” me preguntó la voz de Ray, y yo me volví a ahogar panicosamente igual que en el asiento delantero de la Ferrari. Estuve a punto de salir corriendo a boquear en la plaza pero me aguanté firme: tenía que pagar. Cuando levanté el brazo para llamar al mozo los muchachos me vieron y me saludaron. No tuve la misma suerte con Isabelle (que no quiso conocerme) ni con la actriz de cuarta, que dio vuelta la cara como si viera al diablo.

A lo mejor parezco el diablo, nomás -pensé, fregándome los ojos. Después llamé a Pedrito. El chiquilín se me acercó a desgano, mirándome con culpabilidad infantil y lujuria babosa al mismo tiempo. “Qué pasa, nono” dijo. “Me imagino que no irás a mandarte alguna burrada inédita, a esta altura del campeonato” rezongó Abel, con dulzura: “¿En dónde anda el marido de esta joven madre?”. “¿El Ceja? Se fueron para Alemania hoy de mañana con el Diamante: agarraron un contrato en Hamburgo. Y yo saqué a tomar algo a la señora, nomás. No pasa nada, nono”. Pedrito dio media zancada para irse y volvió a torcer la melena en dirección a Abel. “Otra cosa, che” dijo agriamente serio: “Me olvidaba de avisarte: esta tarde se apareció Colette. Se tiró a dedo, la anormal. Ya estuvimos hablando y la borré. Dice que le gustaría verte, antes de irse: va a andar en el puerto. Pero te pido por favor que no la lleves ni a Chez Marlene ni a la pensión. Ya no la banco más”. Abel no respondió y el chiquilín volvió a su mesa contoneándose como un pichón de cafiolo.
                                                                                                           
Me fui al puerto. A la verdad que el día había sido tan complicado que no me quedaban ganas ni de ver a Colette. Le tenía que mostrar mis ojos podres, además. Aunque a Pablo Regusci no parecieron impresionarlo mucho, pensé mientras desembocaba en el empedrado recorrido por el escaso turismo otoñal. Entonces vi arrancar un Citroën muy mugriento desde el estacionamiento privado de una boîte enfrentada a la parada de taxis: el conductor usaba un chambergo blanco grande como un plato volador. Corrí hasta un taxi y di orden de seguir al Citroën sin entender demasiado bien por qué. El chofer parecía entusiasmado. Mientras estábamos parados en los semáforos de la carretera que lleva a Pampelonne miró por el espejo retrovisor y preguntó: “¿Nos mantenemos más cerca del que seguimos o del que nos sigue, jefe?”. “¿Quién nos sigue?” preguntó Abel, acalambrándose al contorsionar el pescuezo. Atrás no se veía ningún auto. “Una Ferrari roja” dijo el chofer, con tonito canchero: “Sabe cómo trabajar. Por ahora puede irse escondiendo. Pero en la carretera le va a ser imposible. El problema es que tiene mucho más motor que nosotros, jefe”.

Hay que reconocer que yo nunca me hubiera dado cuenta de la persecución. La Ferrari siguió trabajando increíblemente bien en la carretera, aprovechando los repechos encadenados para desparecer durante algunos minutos y todo. Los negros se metieron en el camino de tierra que bajaba hasta el Pam beach Club y nosotros esperamos un poco para seguirlos. Eso le complicó la vida a la Ferrari, que prefirió acelerar y pasarnos a ciento cincuenta. Después del Pam Beach Club había una curva totalmente oculta por los pinos para poder estacionarse, de todas maneras. El taximetrista largó un silbidito retórico. “¿Este no será un cana?” me preguntó, empezando a meterse -simpáticamente- en lo que no le importaba. Le contesté que no podía saberlo. “Seguí” agregué, poniendo voz de duro.

Mientras el coche bajaba las cinco o seis cuadras que separaban al camping de la carretera, Abel iba estudiando el crecimiento de la inminencia lunar sobre los viñedos. Iba pensando en Colette, a la vez que aceptaba que desde la primera carta escrita por Pedrito a la muchacha, Ray pudo haber tenido acceso a su nueva dirección. En la administración me las arreglé perfectamente para averiguar el lugar que ocupaba Batalla: estaba en una caravane, muy cerca de la doble vía asfaltada que vertebraba el camping. Allí despedí al taxi. “Suerte” me dijo el chofer, y yo le puse los dedos en v con cara de presidente burgués progresista.

La caravane que alquilaban los negros estaba ubicada en la “zona residencial” del Pam Beach Club, con muy poca estridencia de ropa tremolante sartenes o Beatles. Abel encontró a Batalla bajando algunos bolsos más mugrientos que el Citroën, todavía. Ninguno de los dos se abalanzó a abrazarme. Batalla se había sacado el chambergo y los lentes ahumados, y su miopía sobradora daba hasta un poco de lástima. El negro chico estaba acuclillado adelante del coche, con los ojos clavados en el pezón de tierra por donde asomaría la luna. La redondez nacarada del ton-ton le flotaba en los brazos como otra luna a punto de brillar.

“Qué busca, hermano” me preguntó Batalla: “¿Ustedes ya no viven aquí, verdad?”. “Verdad” dije: “Pero seguimos comiendo chocolate, hermano. Y se nos acabó. Hace tiempo. ¿Tenés algo para vender?”. El negro se camufló de apuro con el chambergo y los lentes, sin poder evitar el temblor del fastidio. Apenas sonrió. “Yo no vendo” roncó: “Yo nunca vendí de eso. Cuando tengo convido, pero nada más. Un guitarrista de Bahía no precisa vender más que su samba para sobrevivir”. Aquello me hizo calentar. “Claro” dije: “Pero en el caso de los músicos angolanos que se hacen pasar por bahianos debe ser diferente, supongo”.
                                                                                   
Batalla no perdió la paciencia. “Andá tranquilo” murmuró: “Y si no seguís diciendo más pavadas cuando consiga chocolate los invito con algo”. Entonces me jugué. “¿Así que no pudiste venderle nada a la rubia diabólica, Sidney Poitier? Andás con mala suerte, este verano. Las divas no te quieren dar besos, y esta-”. “¿Quién te cantó ese samba?” me preguntó Batalla con la paciencia intacta. “Alguien que estaba allí” sonreí, lo más cínicamente posible: “Hoy visité la villa-”. De golpe empezó a sonar el ton-ton del negro chico y no tuve más remedio que desconcentrarme para verlo sonar: una luna casi tan bermellón como la que vi subir una vez en el Tajo había entrado a la noche. Había entrado a la noche como una propiedad indespojablemente nuestra, y el negro festejaba. Festejaba arrancando del ton-ton nacarado el conjuro tristísimo de la fertilidad. Aquel tambor sonaba como un pueblo.

“¿Por qué no le preguntás a la rubia diabólica lo que iba a hacer conmigo allá en Favela, hermano?” me desafió de atrás Batalla, con la seguridad recompuesta: “Que te mienta, si puede”. El que estaba mintiendo era él, pero yo había encontrado la hilacha que esperaba para entrar a la trama. “¿Qué? ¿Te la manducabas después que ella imitaba a la Piaf?” pregunté, haciéndome el que sabía mucho: “¿Y la mujer-macho no protestaba, che? ¿Y el ex-macho tampoco?”. “El ex-macho estaba loco” murmuró el angolano, con asquerosidad: “Y la última noche que la bicha vino a cantar a la boîte él estaba en una cama largando sangre por la cabeza, hermano. Eso consta -con testigos- en la Jefatura de Policía”. Abel se puso blanco, sin haber vuelto a mirar la luna. “El Inspector Bugeia no me comentó nada” chisté, rabioso: “¿Él alcanzó a localizar a Lilith, allá en París?”. “Sí, señor” dijo el negro: “Y también alcanzó a cerrarme Favela, el muy hijo de puta. Pero todo eso fue recién al final, después que ustedes bajaron al sur. Y acá nos debe tener vigilados a la bicha y a mí, no te quepa la menor duda”. Entonces pensé en la Ferrari y le ofrecí a Batalla un Peter Stuyvesant.

“¿Quién te contó lo de la villa, hermano?” insistió el negro, mientras prendíamos los cigarrillos: “Es por saber, nomás”. “El marica” mentí, para ver qué pasaba: “El pintor. Mozart”. “Pero-” se puso grisáceo el negro: “¿Pero qué alma podrida que es la gente, no?”. “Alguna” dijo Abel, sin dejar de atender el conjuro del ton-ton. “Y pensar que ese alma podrida de Mozart ni siquiera se comió los interrogatorios” contratacó Batalla: “Fue el único que no se los comió, al final”. “Él no estaba en París cuando mataron a Sinclair” puntualizó Abel. “¿Es que acaso hay testigos de que él estuviera en otro lado?” porfió el angolano. “No sé” dije: “No sé. Bueno. Tengo que irme a trabajar. Disculpame las molestias”. “¿No querés que te alcance hasta el puerto?” me preguntó Batalla, entre amable y desconfiado. “No, gracias, Voy a dedo” dije: “Igual que cuando vivía aquí”. Entonces me di vuelta y le acaricié las motas al negro chico. Él no dejó de tocar, pero sonrió relamiéndose los goterones de nácar que le escarchaban la cara. Sudor o llanto -tanto da, pensé. La luna entraba como una avalancha de belleza rojiza en el callejón del camping.

Cuando terminé de subir el camino de tierra y me paré en la carretera, todavía se escuchaba el latido del ton-ton. Entonces apareció la Ferrari. Había estado estacionada en el Pam Beach Club, evidentemente. No precisé ni hacer la clásica seña del auto-stop: el matoncito frenó por su cuenta y se ofreció a llevarme al puerto. “¿Al Impasse des Conquêtes?” me preguntó, como un chofer -y yo me acordé fulminantemente de la puntería del taximetrista que me había traído al camping. “Sí” dijo Abel: “Voy a pasar por ahí primero a buscar la foto con la B.B. Nos la pidieron para colgar en la cartelera de Chez Marlene. ¿Mucho laburo, viejo?”. El matoncito lo enfocó con los ojos inocentemente degenerados pero no sonrió. “Hay del divertido y del aburrido” comentó: “No me quejo”. A Abel le dio muchísimo trabajo -durante todo el trayecto- no reírse solo. El matoncito policía, pensaba sin parar: Y yo vigilando los atardeceres. “Qué mal viven los tiras ¿eh campeón?” me desahogué preguntándole en español, enseguida de bajarme. Él me hizo una guiñada y arrancó como un bólido.

Las ventanas del tercer piso estaban todas oscuras. Pero no todas las piezas estaban vacías: Abel oyó gemidos amatorios ya desde la mitad de la última escalera. Andan bravos los muchachos, pensó distraídamente. Lo que me tenía concentrado -y aliviado y nostálgico, al mismo tiempo- era la certidumbre de que mi papel como investigador no había pasado de ser en ningún momento más que una estupidez. Una real estupidez, Inspector Marc Bugeia: usted sí que me la jopeó -pensé riéndome solo: ¿Qué se fizo tu aventura / Caballero? / Qué tristura. Abel no pudo darse cuenta hasta después de abrir maquinalmente su puerta de que el gemidero era allí, en realidad. La luna todavía no plateaba la pieza, pero alcanzaba para iluminar a Pedrito y a Isabelle. “Sádico” gritó Abel, pegando un bruto portazo: “Podías haber cerrado con llave, por lo menos”. Mientras bajaba la escalera a los saltos recordó haber oído alguna vez que las puérperas no pueden hacer el amor hasta después de un mes del parto. Lo que pasa es que estamos en Saint-Tropez, pensó: Y aquí hasta la comunión se debe hacer contra natura. Tendrían que advertirle a los turistas -con carteles colocados en la ruta y todo- que por las dudas no miren para atrás en el momento de irse. Usted puede volverse una estatua de sal perfectamente, forastero.

NO PUDE encontrar a Colette en el puerto. Ya era tarde, y subí a Chez Marlene con un  humor canino. Aquella noche apenas se hablaron, con Pedrito. Pero al terminar de trabajar el chiquilín le aclaró a Abel que no iba a dormir en la pensión. “Si encontrás a Colette, ofrecele mi cama” dijo: “No tiene donde apolar. Yo me voy a otro lado”. Abel lo miró a los ojos y el chiquilín bajó la cara, entre asustada y cínica. “Me parece muy bien” le dije: “¿Sabés cambiar pañales? Porque así la podés ayudar a Isabelle, también”. Pedrito pegó un cerquillazo y arrancó contoneándose calleja arriba. Yo bajé al puerto a tratar de encontrar a Colette por última vez.

La encontré. Estaba sentada en la plateada oscuridad de la escollera, con las piernas colgando y los ojos anclados entre los contraluces lunares de los yates. Demostró poca cosa, al verme. Abel aspiró obligadamente el perfume de la muchacha y no olió nada bueno detrás de aquel encuentro. Tampoco tuvo la menor necesidad de esconder los ojos, porque ella ni lo miraba. Ya hacía bastante frío, y le pasé mi gabán sobre su sweater y la llevé hasta la pensión sin darle explicaciones. A ella no parecía importarle literalmente nada.

“¿Esta es la cama de Pedrito?” fue la primera frase larga que dijo, apenas entramos a la pieza. Le contesté que sí y empecé a preparar el mate. “¿Después que hagas el mate podés apagar la luz, por favor?” me pidió la muchacha, tirándose sobre la cama deshecha por Isabelle y Pedrito. Aquella frase hizo que Abel sufriera un ataque tan violento de voracidad que hasta se vio obligado a moverse de espaldas a Colette, para esconder la explosión deforme de su sexo. Entonces apagué la garrafa y la luz de apuro, y me tiré en la cama. “¿No te importa no tomar nada?” pregunté: “Estoy rendido”. Ella ni me contestó. Quedó brillando de cuerpo entero abajo de la luna, con las facciones de pájaro alzadas hacia un sitio que yo no conocía.

“Soy adoptada” empezó a decir al rato: “Pero conozco muy bien a mis padres. Ellos vivían en el mismo pueblo que yo, en Auvergne. Me regalaron o me vendieron o algo así, porque tenían demasiados hijos. Es un caso bastante común, allá. En la casa de mis padres adoptivos había que mear y todo lo demás en el mismo lugar que los cerdos: pero eso es muy común, también. Mi padre adoptivo no me violó ni nada por el estilo. Me violaron entre varios muchachitos borrachos arriba de una mesa en un baile de casamiento, a los quince años. Después no tuve más hombres. Aunque te parezca mentira, le propuse casamiento a Pedrito y él aceptó. Fue al poco tiempo de conocernos. Desde el principio me dijo que tenía veintidós años y yo me lo creí. Todo, me lo creí: que me iba a mandar buscar desde Cannes y después desde aquí. Que estaba juntando plata para eso y para casarnos a fin de año. Y yo reventaba de calor en París y al volver del laburo me metía en el baño turco del Stella y me encajaba una almohada abajo del vestido y soñaba que yo era Eva y él era Ramón. Hasta que me pudrí de esperarlo y me vine a dedo: demoré cuatro días. Y ahora me manda al diablo. Tranquilamente. Dice que tiene dieciséis años. Dieciséis años. Dios mío”.

Lo peor es que no está llorando -pensó Abel, después que la muchacha se quedó callada. Entonces apareció la voz de Ray (aunque no era exactamente la voz de Ray, yo lo sabía muy bien) por tercera vez en lo que iba del día. “Dale, tirátele arriba” decía: “¿No ves que la canaria está regalada, vejigón?”. Esta vez me sentí ahogado, pero no por la histeria panicosa: tenía hambre de Colette, y podía imaginarme extraordinariamente bien todo lo que hubiera podido hacerse ahí abajo de la luna. Con la muchacha del perfume triste.

“Ah, me olvidaba: Ramón viene a visitarlos en estos días” anunció ella de golpe, recuperando la voz que yo le conocía. “¿Ah, sí?” murmuró Abel, como emponchado por un alivio azul. Por fin voy a poder contarle el asunto de Ray a alguien que pueda entenderlo, pensó: Por fin. Cristo bendito. Por fin. “También te mandan saludos el Cosmósfero y Mich. Están viviendo en la 22” agregó la muchacha: “Y Ray. Bajamos con unos días de diferencia y ayer me lo encontré aquí cerca, en Saint-Raphael: anda con un gitano, yirando en una camioneta. Mandó decir que en cualquier momento te viene a ver. Que no te preocuparas”. Abel se pasó varias veces la mano por el pelo y se acercó al rincón donde estaba su valija. Simuló buscar ropa para poder permanecer agachado unos momentos en la oscuridad, sopesando el cuchillo del hotel Stella. La sangre jacobina, pensó: Y el manantial sereno. Cuando volvió a su cama vio que la luna estaba abandonando el cuerpo dormido de la muchacha, y la tapó prolijamente con el gabán.




CHAMBRE 22



UN MUCHACHO fuma el último cigarrillo de su jornada a las siete y media de la mañana. En la otra cama de la chambre ronca violentamente un hombre pelirrojo. El muchacho relojea un fajo de hojas hinchadas por las tachaduras que hay sobre su mesita, y termina contorsionándose para observar con desesperación las rejillas de luz primaveral que proyectan las persianas. Entonces oye el jadear de alguien que abre la puerta (cerrada sin llave) y salta de la cama: su susto aumenta cuando ve al diminuto conserje mauriciano hacerle señas desorbitado desde el portal, y escaparse corriendo. El muchacho destripa su Peter Stuyvesant y corre descalzo y pega un resbalón al cruzar por el mosaico recién fregado del pasillo. Entonces ve al conserje hipando agachado frente al charco de luz malva que derrama la última puerta, y lo empuja suavemente para poder pasar. La claridad se hace violenta, adentro de la pieza: un hombre flaco y alto -vestido con un piyama amarillo y negro a rayas- está tendido de través sobre la cama. La sangre de la cabeza partida del hombre ya no chorrea hacia el piso -aunque las tablas todavía no han absorbido todo lo regado. El muchacho permanece inmóvil e impasible durante unos segundos, con los ojos clavados en los ojos semiabiertos del muerto. Lo único que se escucha es el hipo del mauriciano, llorando en el pasillo. La mirada del muerto parece recoger con jubilosa dulzura la luz primaveral. De repente el muchacho hace un movimiento abrupto con la cabeza, y enfoca el empapelado vacío de la pared donde está recostada la cabecera de la cama: lo que encuentra colgando es apenas una gran huella pálida -la huella de una cruz que debió haber parecido escandalosamente grande cuando estuvo colgada entre la suciedad de la pared.

MUY POCAS horas antes de que Sinclair fuera asesinado tuvimos que apechugar una inusual procesión de visitantes en la maldita chambre 22. Yo había trabajado hasta el amanecer en la taberna, y después de bajar a comer algo con Ray al bar-tabac me moría por dormirme una buena siesta. “¿Apoliyo corrido?” murmuró Ray empezando a chupar un escarbadientes: “A propósito, che: ¿no la notás mal cojida a la Tabaquita?”. Abel saludó a la mujer del barman con una guiñada y saltó de la banqueta. “No sé” dijo: “A la verdad que no me doy cuenta de si una mujer está bien o mal cojida, loco”. “¿Qué pasa?” preguntó el riverense, mientras cruzaban la calle: “¿Marlowe nunca se mató bien a ninguna mina, acaso?”. “A la verdad que Marlowe mata poco” prefirió seguir metaforizando con vaguedad Abel: “En las novelas consta. Y te diría que hasta el final de El largo adiós tiene bastante poca suerte con las mujeres, incluso”. “¿Y de Peluca de Plata qué me decís?” porfió Ray: “¿Esa no cuenta en el memorándum, botija?”. “Esa es una de las principales ninfas del memorándum” confirmé con entusiasmo, al darme cuenta de que había saltado -por fin- el tema Bénédicte: “Y de alguna manera hasta podría ser la principal. Claro: de alguna manera, digo. Ojo. Es una cosa complicada de entender, pero te puedo asegurar que Marlowe nunca le tuvo ganas. O eso que llaman ganas, por lo menos”.

“Che, decime: ¿y qué negocio hay con el compañero del alma -el famoso Terry Lennox- al final? ¿Son amigos con Marlowe o qué carajo pasa?” preguntó Ray, ya en un tono de joda absoluta y frunciendo la trompita. “Marlowe lo quiere” dije: “Es obvio que lo quiere. Pero el otro es un bicho arrevesado, ¿no?”. “El otro es una mierda” corrigió Ray: “Bueno, yo diría que los dos son una buena mierda a su manera -y como todo el mundo. ¿Pero de veras que no los notás bastante más que amigos, che?”. “No” dije riéndome con ganas: “Francamente no”.

En ese momento golpearon a la puerta y Abel sintió desvanecerse peligrosamente sus posibilidades de sestear. Eran el Cordobés y Martine, La cleptómana nos saludó con timidez y se puso a mordisquear la punta granate de la golilla de cow-boy que el Cordobés usaba día por medio, desde que se sentía “amado”. Pobre infeliz, pensé sentimentalizándome. Él captó mi expresión y hasta se animó a sentarse a los pies de la cama de Ray. “Che guaso” me dijo, casi cariñoso: “Lucio nos invitó para ir a ver el debut de Argentina y Uruguay en el mundial, pasado mañana. Tiene una televisión color que rompe las paredes. ¿Te venís con nosotros?”. “Nones, campeón” dijo Ray echándose el aliento en las uñas para lustrárselas en la campera: “Decile a Lucio que le agradezco mucho la expresa invitación personal, pero que pasado mañana voy a estar en la mismísma Amsterdam fumando maruja colombiana y volteando como un cura desacatado, Satanás mediante”. Martine largó la risa. “Qué lo parió” se enchinchó el Cordobés: “Los yoruguas se ofenden por una caca de mosca, lo mismo. Mirá si Lucio se va a poner a invitar a todo el barrio latino persona por-”. “Ta, ta: no te chupés, campeón” lo atajó Ray: “Y no digas bobadas, tampoco. Los uruguayos se ofenden como todo el mundo. Bueno, los riverenses nos ofendemos un poquito más -lo reconozco- porque somos todos medios paranoicos. Pero lo que te dije fue en joda, regolucionario mío”.

“¿No te vas para Holanda, entonces?” le preguntó Martine en español. La cleptómana se había acercado primero al piano y después a la repisa-armario para ojearme los libros. “Sí, eso sí. Mañana mismo arranco” dijo Ray: “Hoy me mando unas cuantas horas extras, me mamo en lo de Monsieur Amelot y mañana salute. Che ¿qué mirás allí, si se puede saber?”. “Miro a ver si hay un libro que le regalé a Abel cuando vivíamos en lo de Amelot” contestó la muchacha, sin inmutarse. Y mostró el Lautréamont par lui même y se volvió a abrazar del Cordobés -que ya estaba parado y con ganas de borrarse lo antes posible- para chuparle un poco la golilla. “Tené cuidado, vo” le dijo el Cordobés a Ray, ya entreabriendo la puerta: “Los mellizos de la taberna tuvieron que rajarse porque curraron a unos árabes vinculados con la mafia de Amsterdam, me parece”. “Y eso qué tiene que ver” se exasperó Abel: “Picaflor me explicó cómo fue aquel asunto. ¿En que se puede parecer a esto?”. “Pero muchachos” pegó un salto Ray: “Ni discutan por mí. Ojalá tuviera que tomármelas de una vez por todas de este infierno. A ver: ¿adónde están los árabes que tengo que currar?”. Yo me reí, con tristeza. “Sí, esto ya no se banca” sacó la carta de triunfo el Cordobés, cuando empezaron a escucharse los pasos de Martine bajando la escalera: “Apenas la mina me ayude a juntar algunos mangos nos vamos del hotel, guaso: un estudio, un bulito. ¿Te imaginás qué pomada?”. “Te felicito” dije, sinceramente apiadado de su caparazón de vanidad.

“Bueno, botija: la mano viene bien” anunció Ray después que nos quedamos solos: “Viene debute, vo. Cigarrito, por favor”. Abel no alcanzó a comprender del todo la euforia de su amigo. “No hay caso, loco” sociologicé, casi para mí mismo: “A la larga todo el mundo termina soñando con su casa y su mujer y hasta con la correspondiente prole, si te descuidás. Pero lo increíble es que hasta son capaces de hacer la comedia en la menor oportunidad que se les presenta, los muy desgraciados. Fijate el Cordobés. Los padres son unos aristócratas que están en la joda porteña-puntaesteña y tienen una cadena hotelera, una concesionaria automotriz y la mar en coche: al pendejo lo dejan venir (¿lo dejan o lo mandan?: eso no lo sabe ni él mismo, claro) a tocar el bombo a París -y a morirse hambre, si se le presenta el caso: por eso no hay mayor problema- con tal de que deje un tiempo la política. Textualmente contado por el Cordobés: una relâche política ¿chapás? Y ahí lo tenés al tipo, con la vida hecha bolsa”.

“¿Pero vos creés que este vejerto es un rego de veras? ¿Vos creés que anduvo metido en algo serio -o que se podía meter en algo cojonudo como una guerrilla?” se burló Ray. “No sé. Lo que él cuenta no lo creo, por supuesto. Pero lo estoy viendo reventarse. Y no te olvidés que yo lo empujé para que se machihembrara con esta pobre mina, además”. “¿Pobre?” retrucó Ray: “Te puedo asegurar que al ritmo que afana va a salir rápido de pobre, la yegua esa”. Abel miró el perfil del otro, sin contestarle. Ahora tuve la sensación de que en la pecosa cara mal afeitada de mi mejor amigo ya no brillaban musgosamente sus últimas esperanzas: ahora brillaba compacta -como una especie de máscara rojiza- la condenación. Y sin embargo había cambiado tanto después que volvimos de Beirut -pensé relojeando la dulzura sangrienta de su mirada clavada em el techo: De verdad que lo voy a extrañar cuando se vaya.

Al rato me di vuelta y traté de dormir un poco sin hacer ni el intento de desvestirme, por si caía otra clase de visitas. Entonces Ray murmuró jadeando extrañamente (después que los ronquidos de Abel se hicieron regulares): “Lo que pasa es que la vida es una gran joda, macho. Eso es lo que pasa. Te puedo asegurar que ni el pobre Terry Lennox se salvó de soñar con machihembrarse con su amigo del alma, por ejemplo: y eso que no era marica y que le sobraban minas, si las quería tener. Pero el detalle triste es que jamás conoció a ninguna mina con un alma tan excitante como la de Philip Marlowe. ¿Entendés, chiquilín?”.

Volvieron a golpear a la puerta. Abel se sentó en la cama y gorgoteó un Adelante resignado, fregándose los ojos. Entonces las facciones de pájaro de Colette perfumaron tristemente la chambre. “Perdón, boludos” preguntó sonriendo: “¿Podría entrar un momento?”. “Usted no necesita permiso para entrar en ninguna celda del infierno, señorita” contestó Ray. “Vengo por dos trucs, nomás” explicó la muchacha en español: “Primero para dejarle la traducción que hice de un poema suyo, Monsier Rosso. A ver qué le parece”. Y me alcanzó temblorosamente una hoja escrita a mano. “Sentate, vieja” dije señalando los pies de mi cama: “Sentate, por favor”. “No: ya me voy” se puso colorada Colette: “Leélo después, porque me da güergüenza. El otro truc era avisarles que acabo de ver por la ventana al Cosmósfero y a Mich, con una pinta bárbara de venir para acá. Les avisaba por las dudas”. De repente Ray bajó de la cama y empezó a perseguir a la muchacha como hacía con Faruk, en los buenos tiempos de la chambre 9. “Le da güergüenza, pobrecita” decía imitándole el acento mientras amagaba hacerle cosquillas, hasta que la muchacha se escapó de la chambre chillando de contenta.

“¿Y esta?” preguntó Ray, con jadeante ternura: “¿Esta no es una de las que hacen la comedia, acaso?”. “Es muy distinto” sentenció Abel: “Esta canaria es mejor que todo París junto y envuelto para regalo, hermano. Esta es la fuerza de la tierra, como decía Faulkner”. “No me llames hermano” se ensombreció el otro: “Yo también soy canario pero no soy la fuerza de la tierra. Debo ser otra cosa, más bien”. “Vos sabrás” retruqué vichando la traducción del poema (que era mucho más convincente que el poema mismo, me dio la impresión): “Lo que es a mí me has dado siempre una gran mano, loco. A propósito, cuando vuelvas de Holanda tendríamos que terminar de darle los últimos toques a la tramoya de la policial: vos sabés que me parece que esa novela está por irse al tacho ¿no? Y nos queda por resolver lo del libro ilustrado, también. ¿Bocetaste algo nuevo?”. Ray no me contestó. “Cuando venga de Holanda vamos a hablar de muchas cosas, no te preocupes” dijo recién al rato: “Mirá, ahí se oyen las pisadas del Elefante Cosmosférico y la Piaf frankesteinizada. Falta Sinclair nomás, pa completar la murga. Me parece que hoy no dormís la siesta, genio traducido”. “Andá a hacerte dar” murmuró Abel, poniendo a calentar agua para el mate.

La vedette de la pareja estelar entreabrió la puerta y metió su peluca (color zanahoria) en la chambre como Perico por su casa. Al verme hizo una mueca fría, donde podía rastrearse la irreversible imposibilidad de sonreír con el cráneo. Qué cosa más espantosa -pensé dándome cuenta de que era la primera vez que le veía los ojos. La mujer tuvo un brillo en la mirada. Era una mirada pantanosa, que se tragó aquella desesperación con la misma velocidad con que se hubiera tragado el odio o la pena. Si conoceré esos pantanos -pensó esta vez Abel recordando un episodio de su ruptura con Gabi digno de ser transcripto en el supremo estilo baresco de Los asesinos o El mar cambia. Ray festejó el naufragio ajeno sin el menor disimulo, y se volvió a incorporar para frotarse exageradamente las manos. “Adelante, muchachos, adelante. Tiempo sin verlos, che” dijo haciéndome señas para que le voleara otro Peter Stuyvesant. El Cosmósfero se sentó a los pies de la cama de Ray mientras la mujer -entablillada eternamente por el vestido verde escotado de los tiempos del boogie- prefirió dedicarse a husmear el piano.

“Nos quedamos sin yerba. Hace días. Y nos moríamos por un matecito” se sinceró el Cosmósfero, dulcificado más que nunca por la podre infantilidad de su locura. Abel ensilló el mate evitando mirar de nuevo a la mujer, que había destapado el piano y lo observaba con la desaprensiva atención de un afinador experto. “Me parece que esto se acaba, che” dijo el Cosmósfero cuando le alcancé el primer amargo: “La sangre tira demasiado, bepi. Tengo ganas de mandar al diablo la cosmología y asumir mi responsabilidad antropológica y enrolarme de una vez por todas en la guerrilla griega”. Nos miramos con Ray. “Ta bien” le dije: “Siempre que se pueda”. “Se puede” porfió el Cosmos: “Yo tengo la nacionalidad y todo. ¿Nunca les había contado?”. “No” dijo Ray, con los ojos radiantes: “Es una idea de lujo, Cosmito. Yo hace meses que tengo un proyecto de ese tipo -aunque ni se compara con el tuyo, claro. Cuando vuelva de Holanda pienso hacerme clochard. Por unos meses, nomás. Pero pienso integrarme a las capas más sufridas del pueblo de una vez por todas: el pueblo tira, che”.

Abel sonrió sin ganas y le ofreció un mate a Mich, que se arrimò en dos zancadas para chupar con desesperación el menjunje todavía hirviente. Están muertos de hambre, pensé: Pero ella es otro cantar. Ella está muerta de otra cosa peor que el hambre y la posmenopausia y la falta de alcohol. Ahora falta que me diga a lo Larsen: “Se lo agradezco mucho, de veras. Me ha hecho un favor muy grande, Monsieur”. Pero la mujer dijo apenas Voilà, devolviendo el porongo con la misma desaprensión con que había escudriñado las entrañas del piano. “¿Y Sinclair?” preguntó de repente, torciendo el rostro mal estucado por un maquillaje de días: “Hace bastante que no va por Favela. ¿Se le pasó el stress?”. Ray no pudo aguantar una carcajadita y Abel lo acompañó con devoción, esta vez. “¿Stressado? ¿Ustedes lo conocen bien a Sinclair?” le pregunté a la mujer, enchufando inmediatamente la boca en la bombilla para no reírme a gritos. “Un poco” dijo Mich, sin traslucir rencor: “De verlo allá en Favela”. “A la verdad que ya nos hemos visto demasiado. Mejor que no se aparezca más ese nazi maldito” la apuntaló el Cosmósfero achatándose la melena con una cinematográfica femineidad de mosquetero -aunque Abel vio emerger dos puntas de alfileres en sus ojos acuosos. Entonces se escuchó el Quiere hablar detrás de la puerta.

“Justo” me dijo Ray: “Ahí tenés un milagro subterráneo”. Abel gritó Adelante mientras el enflaquecido Portos se reachataba la melena y Mich volvía a atrincherarse en el rincón del piano. Pero el ugandés no alcanzó a ver a casi nadie, como de costumbre. Dio los pasos necesarios para desparramarse cerca de la mesita y agarró una ración de yerba y se puso a masticarla. “Vengo a despedirme” empezó a monologar con los ojos cerrados: “Vuelvo a morir a mi país. Y hoy sólo quería dejar ante ustedes la desconsolada constancia final de que -como dijo el gran Cesare 48 horas antes de sus idus- dí poesía a los hombres”. Sinclair alzó la cara con horrible humildad y Abel se tuvo que embuchar un empuje de llanto. “Pero eso no te alcanzaba, Padre” casi rezó el otro, haciendo una especie de comiquísimo gargarismo para tragar la yerba: “Eso no te alcanzaba. Ah, si hubiese podido ser lo que soy, Dios mío. Aunque para eso hubiese necesitado olvidarme hasta de tu nombre”. Nos miramos con Ray. El ugandés terminó de tragar la yerba y se paró como una marioneta levantada por hilos desparejos. “Porque los hombres fueron hechos para hacer todo entre todos: creer o reventar” sentenció retrocediendo sonambulescamente hacia la puerta. Y yo tuve la ilusión de que antes de esfumarse caminando a lo cangrejo por el pasillo -mientras Mich y el Cosmósfero empezaban a pedorrear carcajaditas- Sinclair me sonrió.

A LAS diez de la noche del día siguiente el Inspector Bugeia me trajo hasta el Stella en su coche particular, aunque no me invitó a tomar ningún apéritif. No era momento, por supuesto. Pedrito y el cordobés (que firmaron sus declaraciones antes de oscurecer) debían estar improvisando un dueto en taberna, y yo tenías que hacerme una lavada general y cambiarme por lo menos de camisa. A la verdad que había sudado como un chivo durante aquella caldosa tarde de Commissariat.

El interrogatorio en sí (que fue el último de la serie y con seguridad el menos superficial, a pesar de las sendas horas y pico que se comieron el Bigote y Faruk) me resultó muy llevadero, aunque cuando agarré el pestillo para bajar frente al Stella y Marc prendió un cigarrillo relampagueantemente, me di cuenta de que la cosa no había terminado. “Espere, Monsieur le Privé” dijo, reclinándose para largar el humo con la mirada puesta en el techo del Renault. Abel se volvió a crispar sobre su asiento y no tuvo más remedio -a pesar de sentirse atabacado- que manotear otro Peter Stuyvesant. (Lo increíble es que recién en ese momento hayan empezado a temblarme parkinsonianamente las manos, después de tantas horas de baile corrido.) “Usted se da cuenta de que hay laburos y laburos ¿verdad?” murmuró el Inspector. La comprobación de que el abandono del tuteo iba en serio me hizo tenblequear tanto que opté por aplastar el cigarrillo y cruzarme de brazos. “Sí” dije: “Por supuesto”. Pero no me torcí un centímetro para mirarlo. “Por ejemplo usted, Marlowe: ahora tiene que salir a hacer música en un lugar de ensueño” ironizó Bugeia, levantando un poco la voz: “Toma unas copas, canta (lo más seguro es que sin ganas, aunque eso no interesa demasiado) y hasta puede enganchar una minita. Hasta aquí lo del Privé”.

Abel lo relojeó y encontró la mirada feroz de un hombre asqueado autocastigándose  con el rebote del humo. No quiso retrucar. “Lo de Maigret es distinto, muchacho” siguió metaforizando el Inspector, cada vez con más asco: “Maigret tiene que seguir manejando por París y después por la carretera que cruza la banlieue viendo las luces de los edificios de una ciudad podrida y sin la menor salvación a la vista. (Y le voy a pedir que por hoy no me mencione a la Unidad Popular, si es tan gentil: el “eurocomunismo” me produce las más sinceras náuseas.) Bueno, resulta que Maigret maneja y después estaciona y sube a un apartamento donde ya se le pasó la hora de comer en familia con su maravilloso hijo y su maravillosa mujer (que además cocina muy bien, como a usted le consta) y hasta es posible que vea un poco de televisión y haga el amor y todo. El problema es que por más acostumbrados que estemos al laburo el caso queda, camarada. Y hasta para comer y ver televisión y hacer el amor en paz uno tiene que concentrarse de tal forma que pasados diez años empiezan a aparecérsele demasiados momentos en los que no se llegan a sentir exactamente ganas de matarse sino de morirse, literalmente hablando. Usted es joven, todavía. Y a lo mejor algún día se hace merecedor de la suerte que me ha tocado a mí, por ejemplo: le hablo de mi mujer y de mi hijo. Le hablo de la felicidad, sin ironía ni lirismo barato. Pero sucede que existe otra cosa no excluyente que se llama derrota, viejo. Derrota: individual y colectiva. Usted me entiende, camarada Abel. Entonces, si uno fuera optimista podría pensar que todavía no estamos en “la era prometida” y que todo este esfuerzo sobrehumano que tenemos que hacer para colaborar con “la marcha del mundo” se justifica -aunque tenga una fundamentación mucho más suprahistórica que científica por la sencilla razón se que se está pariendo algo que debería nacer. Más o menos así de voluntarista o absurdo. (Y atención que me consta de que además de estar usando términos “idealistas” también me estoy poniendo insufriblemente “antidialéctico”, pero me importa un cuerno. Lo lamento mucho.) Ahora, si sos irreversiblemente pesimista -como es el caso de este servidor- no te queda otra cosa que cumplir y joderte. ¿Está claro?

El inspector tiró el pucho en la hedionda vereda sobre la que estábamos subidos. “Bueno, ahora me gustaría recapitular un poco el caso contigo, si me permitís” resopló, bastante desahogado: “Gracias por la atención y sobre todo por el silencio, muchacho. Vamos a recapitular lo más rápido posible porque ya se nos hizo muy tarde, a los dos: el hombre asesinado es tu amigo Sinclair Brower -poeta ugandés esquizofrénico reconocido por la crítica internacional y traducido a varios idiomas y residente en París esporádicamente en los últimos quince años donde también frecuentaba esporádicamente una clínica psiquiátrica porque tenía la guita del mundo porque era el heredero de uno de los mayores yacimientos auríferos del África desde donde le mandaban los giros mensuales que él se gastaba con las putas y antes con una artista degenerada de la que nunca llegó a divorciarse. A propósito, hoy me olvidé de preguntarte algo: ¿la rubia platinada que viste aquella noche en la pieza con la mosca en la mano tenía peluca o pelo natural?”. “Ah, no tengo la menor idea” me escudé levantando las manos -tranquilas, otra vez: “¿Ella vive en París, todavía?”.

“Esa es una de las doscientos mil cosas que nos quedan por averiguar” dijo Marc: “Ella fue vista por aquí hace unos días, por lo menos. Pero sigo el resumen porque ya me están haciendo ruido las tripas: a tu amigo Sinclair le partieron la cabeza con una cruz de oro puro pintada de negro aproximadamente entre las diez de la noche y las tres de la mañana, ayer o anteayer. Le robaron el efectivo que tenía, además. Quiere decir que el famoso “móvil del crimen” aparece clarísimo. Y el gerente del hotel conoce a varias de las putas que pescaron en ese muelle: sabemos hasta por dónde empezar a largar el anzuelo ¿te das cuenta? Lo que es el caso en sí no es nada del otro mundo, te puedo asegurar: creo que voy a poder estudiarte Zamba de mi esperanza para el próximo sábado y todo”.

Bugeia hizo una mueca sonriente y prendió un cigarrillo que se puso a fumar de cara al techo del Renault, otra vez. Abel tuvo necesidad de un Peter Stuyvesant pero ni se decidió a tactar el paquete porque intuía que las manos iban a desestabilizársele en cualquier momento. Y así pasó, nomás. “Sin embargo queda un asunto del que no hemos hablado todavía, Monsieur le Privé” murmuró el Inspector, volviendo a retirar de sopetón el tuteo cariñoso: “En las novelas policiales que los dos frecuentamos los policías y los detectives se entienden demasiado poco ¿no le parece? Hasta los policías como la gente se entienden demasiado poco con los detectives como la gente, en mi opinión. Claro que yo soy policía y hablo con mi corazoncito. Pero le pido que no vaya a olvidarse de dos cosas muy importantes en estos próximos meses. Por favor. Primero: usted no es detective. Y segundo: tiene corazoncito. Hay mucha gente rara alrededor del caso ¿entiende? En este hotel de mierda, en Favela-”. “En lo del ex-escenógrafo loco” agregué con tonito colaboracionista. “También ahí” dijo Marc: “Y muchos son amigos suyos, si no me equivoco”. “Es verdad” dijo Abel, cruzándose de brazos: “Amigos, conocidos-”. “O enemigos. No importa” casi gritó el Inspector: “Le pido que no me esconda nada importante de lo que vaya a pasar -o inclusive ya pueda haber pasado- detrás del escenario. Y no se lo pido precisamente de amigo a amigo ¿está claro?”. “Está claro” dijo Abel: “Pero se equivocó en algo, Inspector. Yo no tengo enemigos. Los tengo ideológicamente, pero no personalmente. ¿Ahora puedo bajarme?”. “Andá” sonrió Bugeia: “Y te ruego que no te ofendas por lo que voy a decirte, Abel. Enemigos hay siempre y a la vista, viejo: aunque no los veamos. Y aunque compartan nuestra ideología. Basta con hacer algo por el mundo de verdad y kaput: ahí están los muchachos”. Abel bajó del auto sonriendo enfurecido. El inspector arrancó haciendo chirriar los neumáticos y ninguno de los dos malgastó la fuerza de voluntad necesaria para despedirse son un brazo levantado, por lo menos.

CUANDO SUBÍ a la chambre todavía había gente de la técnica yendo y viniendo por las escaleras, además de un sabueso (con su correspondiente jeta de perro) haciendo guardia en el pasillo. Abel evitó detener la mirada en todo aquello y entró a la chambre sacándose la camisa a los tirones para pegarse una lavada lo más rápidamente posible, pero quedó estaqueado frente a la cama de su amigo. Ray estaba acostado escrutando el cielorraso con una fosforecencia sangrienta en la mirada como no vi jamás -aunque pocos días después conocería un brillo peor, todavía. “¿Viene muy mal la mano, loco?” pregunté terminándome de sacar la camisa y sentándome en mi cama: “¿Te rompieron mucho en el interrogatorio?”. “No: en el interrogatorio no tuve ningún problema. Pero al volver al hotel me di cuenta de que me habían robado la Pentax” contestó Ray, al rato. “Qué” gritó Abel. “No grites” lo atajó el otro: “Porque no pienso denunciar nada a la cana, y andan por ahí afuera tratando de pescar cualquier cosa ¿ta?”. “Pero cómo no vas a denunciar. ¿Cuándo te diste cuenta de que te la robaron?” dije corriendo hasta la repisa-armario. “No te preocupes que a vos no te afanaron ningún libro, botija” murmuró el riverense: “Fue cuando volví de esa podrida comisaría que me di cuenta que no estaba. Ya te dije. Pero pudo haber sido anoche, lo mismo: imposible saberlo”.

Abel volvió a sentarse en la cama agarrándose la cara y acordándose de Bugeia con incipiente desesperación. “Esto viene mal. Muy mal” resopló: “Lo peor es que me parece que viene todo junto, loco. Evidentemente acá hay un solo menjunje ¿no te parece?”. “No. A mí no me parece” contestó Ray mirándome de reojo: “Lo que pasa es que a vos todavía te falta un dato: este mediodía me enteré por casualidad -cuando me quedé un rato en la gerencia para consolar al Papito- de que el Cordobés y la mina se borran del hotel pasado mañana. Alquilaron un bulo, nomás. “¿Cómo la ves ahora, eh?”.

POCO RATO más tarde Abel comunicó en la taberna la noticia del robo de la Pentax y el Cordobés no pareció estar fingiendo en absoluto el asombro indignado con el que reaccionaron al unísono con Pedrito. Hubo una diferencia importante de matiz entre las dos reacciones, sin embargo: Pedrito -cosa inconcebible en él- quedó de malhumor para toda la noche. “Hay que joderse, pobre Ray” me dijo mientras amanecía y el Poeta era obligado a ladrar sus penas a la Virgen frente a un atildadísimo ministro peronista que cayó a probar la paella de La Reja. (El Cordobés lo había reconocido con una mueca de asco apenas bajó la escalera, murmurando que era un facho recalcado. Después fue invitado especialmente a la mesa oficial y terminó brindando por Evita y por Isabelita y por la liberación y hasta lloró vivando al Macho abrazado con uno de los guardaespaldas del ministro.)

“Sí” dije: “Se le puso brava la cosa al riverense. Ahora lo que le conviene es borrarse unos días a Holanda para cambiarle la yerba al mate y esperar que le llegue ese maldito giro. El lío va a ser tener que seguir lavando platos, después ¿no? Aunque la chambre se la pagó yo -desde que llegamos de Beirut que se la estoy pagando: por eso no hay problema”. “A la verdad que es increíble” cambió de tono Pedrito: “¿Y no va a denunciar, de veras?”. “No quiere. Por nada del mundo”. “Yegua de mierda” dijo entonces el chiquilín escupiendo en el suelo y mirando al Cordobés, que ahora trataba -sin el menor éxito- de promover un brindis por el Che: “Pensar que casi se la soplo a la yegua esa. Si quería se la sacaba allá en lo de Amelot, te juro. Pero me dio no sé qué”. “Pará” lo atajó Abel, sin mucha convicción: “No te pongas como Ray. Es imposible tener la seguridad de que haya sido Martine la que afanó la Pentax”. “Entonces será la única cosa que no se le ocurrió afanar en los últimos años. Y más sabiendo que ustedes no cierran con llave” volvió a escupir Pedrito: “Cordobés cerdo. Andar con esa yegua”. Abel pidió un cubalibre reforzado y no tuvo más remedio que callarse.

AL OTRO día Ray me despertó pegando una especie de rechinante salto triple que lo hizo sacar los pies por la otra punta de la cama. “Se acabó” dijo: “Esta mina no se va del hotel sin devolverme la Pentax. Y si no quiere devolvérmela los reviento a patadas: a ella y al Cordobés”. Y corrió a encajar la encanecida melena color zanahoria en el chorro de la canilla mientras Abel se vestía lo más rápido posible. Afortunadamente, el sabueso de turno no nos dio la menor pelota cuando nos vio bajar la escalera a los saltos. Abel aprovechó para pegar unos golpes de auxilio al pasar por la chambre de Pedrito y Colette, y apenas pudo evitar que Ray agarrara a patadas la puerta del Cordobés y Martine que -a juzgar por algunos inconfundibles crescendos elástico/vocales- estaban terminando de hacer el amor.

“Acaben de una vez” gritó Ray, recuperando una hilacha de humor: “Y si no pueden acabar, paciencia. Primero tenemos que arreglar algunas cuentas, vo”. La puerta demoró en abrirse. Entonces Martine apareció vestida nada más que con una camisa del Cordobés (que le quedaba muy chica de arriba) y una navaja abierta en la mano. “Qué querés” preguntó, llorando con dulzura. “¿Para qué me preguntás lo que quiero si ya lo sabés perfectamente, jetona?” contestó Ray: “La Pentax o la guita, quiero. Y cerrá esa navaja porque te la voy a sacar y te voy a rebanar las-”. Entonces la muchacha se desabrochó la camisa con mansa lentitud y le alcanzó la navaja a Ray, que no atinó a agarrarla. “Dale” dijo Martine, sin parar de llorar: “Vení, si sos tan macho. Si estás seguro que fui yo vení y haceme lo que quieras. O en todo caso llamamos al milico que hay allá arriba y la denuncia la hago yo, no te preocupes”.

Abel estaba hipnotizado por los pechos gigantes de la muchacha: eran como su historia. Las lágrimas empezaban a reventar contra aquellas medusas abandonadas sobre la arena y ya no tuve más remedio que intentar llevarme a Ray de ahí lo antes posible. Él se dejó llevar sonriendo extrañamente. En eso apareció Colette corriendo en camisón y empujó a la muchacha para adentro y hasta le prestó un invalorable “abrazo de contención” al Cordobés, que recién entonces empezó a aullar cómicamente el clásico Soltame que lo mato a ese degenerado -mientras nosotros bajábamos para tratar de tragar algo en el bar-tabac de la esquina.

ESA TARDE salimos a caminar largamente a través de la madurez primaveral que aterciopelaba las islas, y Ray parecía haber recuperado de golpe -como por arte de desgracia, pensé en cierto momento- su mejor humor cínico. La divagación frente a las chimères de Nôtre-Dame fue más bien rutinaria, sin embargo -aunque sobre el final haya tomado cierto matiz de requiem que logró ensombrecer a Abel. “No hay caso, che: el ugandés estaría más loco que una cabra pero sabía como una bestia de lo que le pidieras” sentenció Ray: “¿Te acordás cómo me reventó la vida con lo que me leyó en la chambre 9? Yo creo que desde ese día se me fueron las ganas de seguir con las gárgolas, te juro”. “¿Te reventó tanto la vida, en serio?” preguntó Abel. Ray me miró de reojo. “Mirá que tengo coartada, loco. No vayas a pensar mal de tu amada víctima del alma” dijo bizqueando como un actor cómico: “Yo la noche del crimen estaba en lo de Amelot morfando como un caballo y chupando Valpolicella: lo sabía medio mundo. Y Amelot ya lo atestiguó en la Comisaría, además”. “Seguro” dije: “Y mientras tanto alguien limpió a Sinclair y además te afanó la cámara: todo de un saque, loco. Esa es mi teoría. Por eso es que descarto a la cleptómana ¿entendés? Ella no pudo ser capaz de-“. “Acabala con Martine” sonrió Ray: “Mejor no me la nombres más. Te invito con una cerveza, botija: nos tomamos un demi en aquel boliche precioso de la otra isla y leemos la crónica policial ¿qué te parece? Ya tiene que haber salido en todos los diarios con lujo de detalles, el asunto. Y de la Pentax olvidate: hacé de cuenta de que me la robé yo mismo para joderme del todo y chau. Mañana mismo me rajo a la tierra del fume y en una semanita vuelvo hecho un campeón. Vos podés ver ganar a Uruguay en la tele y animarte a llamar a la pendeja de una vez por todas y hacerle de una vez por todas lo que ella quiere que le-”. “Pará” salté: “Yo no te nombro más a la cleptómana pero vos no me nombrás más a la nena. Y menos para decirme lo que tengo que hacer ¿tamo?”. “Tamo” hizo la venia Ray, mientras empezábamos a caminar hacia el boliche de la esquina de la rue Saint-Louis en L’île y la Jean-du-Bellay.

La cerveza estaba sensacional, pero las crónicas de los diarios eran realmente insípidas. “Qué lo parió: qué falta de sensibilidad” rezongó Abel después de haber mirado por última vez la foto donde Sinclair saludaba -de la mano de Lilith- al público ateniense: “No era un muerto cualquiera, me parece ¿no?”. “Es que estos días está el asunto del fóbal” dijo Ray: “Y esas cosas se comen mucho espacio. Aunque te tengo que reconocer que el loco no era un muerto cualquiera ni mucho menos, no: ¿a cuánta gente le parten la cabeza con una cruz de oro puro de su propiedad?”. Entonces tiré el cigarrillo y me crucé de brazos, igual que en el Renault del Inspector Bugeia. “Eso no está en los diarios, che” dije lo más calmosamente posible: “¿Vos cómo lo supiste?”. “Uh: eso lo sé hace tiempo. Me lo contó el pintor que se fue a Saint-Tropez, me parece. O Amelot. No: fue el pintor, la noche antes de irse. ¿Y a vos quién te lo batió, si se puede saber?”. “Faruk” mentí -sintiéndome al mismo tiempo traidor y cómplice del Inspector. “Sí, a la verdad que eso debía saberlo medio mundo” dijo Ray apilando los diarios: “Hasta el animal del Cosmósfero lo llegó a adivinar: ¿te acordás de aquella noche histórica -la del enfrentamiento entre Jerusalén y Atenas?”. “Cierto” suspiró Abel, sacando un cigarrillo: “Dejá que pago yo”. “No: hoy pago yo, botija” me atajó Ray, con ojos inyectados: “Pero cuando vuelva de Holanda te toca pagar a vos ¿tamo?”.

Esa noche llamé por teléfono a Bugeia y después a Bénédicte, durante un lapsus de corajuda desesperación: el Inspector estaba en su casa, lamentablemente. Me confesó que no le venía mal suspender la clase, y fue obvio que notó cómo me temblaba la voz porque se despidió con un “Portate bien” igual a los de mi mamá. A continuación dialogué demasiado chapurrienta y amable y prolongadamente con la mamá de Bénédicte (que no sólo me conocía de nombre sino que me deseó buen trabajo con mi libro: tomá) porque la nena se había ido al cine con unos amigos. Abel aprovechó la momentánea ausencia del Bigote para pegarle una patada a la cabina telefónica y subió a despedirse de Ray. No lo encontré. Como él pensaba salir de madrugada le dejé un papelito que decía “Suerte, hermano” y me tomé un taxi para llegar a tiempo a la taberna.

Esa noche ni se hablaron con el Cordobés. Al otro día tampoco -él se mudó temprano, aunque fue a lo de Lucio a ver los partidos. Uruguay perdió con Holanda y Argentina con Polonia, y al llegar al hotel constaté que la nena ni siquiera me había llamado por teléfono: el Papito me lo aseguró mientras recortaba un artículo de l’Humanité para mandar a l’île Maurice. De golpe alzó los ojos y me terminó de pulverizar. “Sinclair era mi amigo. Venía siempre a mi casa” dijo: “Yo cocinaba platos de mi país y le traía muchachas. ¿No querés venir a mi casa, esta noche?”. “Te lo agradezco mucho, en serio. Pero tengo que laburar, Faruk” me disculpé acariciándole la cabeza. Abel subió a su chambre pesadamente y antes de tirarse a fumar vichó el fajo de la policial y supo que también eso estaba muerto. Era un atardecer de sábado y Uruguay acaba de perder en su debut en Münich y yo acababa de perder no solamente a Bénédicte sino a mi policial. Ahora fumaba solo en una bohardilla de París, esperando por nada. “Pero todos tenemos un lugar en el mundo, padre” pensé en voz alta: “Donde quiera que estemos. Y algo que defender y algo que dejar hecho en el vientre del mundo. Padre. Creer o reventar”.

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