miércoles

LOS TESTÍCULOS DE INGMAR BERGMAN


por Ignacio Julià


PRIMERA ENTREGA


«¿En qué piensas?», pregunta ella tras decirle que espera que la fotografía que contempla apesadumbrado no sea la de un antiguo amor. «Pienso en el cáncer —responde él—. Me aterroriza».


Ella es Anna Fromm (Liv Ullmann), una mujer rota que ha perdido a su esposo e hijo en un accidente de tráfico. Él, Andreas Winkelman (Max von Sydow), alguien que no logra zafarse del retraimiento emocional al que le ha condenado su reciente divorcio. Captados en distanciada intimidad, la cámara les enmarca en planos cuyos contornos se esfuman, con sus interpretaciones suspendidas entre la emoción retenida y una obscena intromisión. Y la gravosa intuición de una muerte siempre al acecho, que postergamos mentalmente anegándola en trivial, engañosa cotidianidad. 


Es una de las escalofriantes escenas de Pasión (1969). Revisada entre una veintena de títulos de la filmografía de Ingmar Bergman —restaurados en alta definición, disponibles en streaming y formatos físicos por la distribuidora A Contracorriente—, dicha escena, de un cromatismo que la aferra a la vida palpitante frente al metafórico blanco y negro de sus filmes clásicos, hace que me pregunte si algo tan directo al estómago de nuestros sentimientos, tan certeramente hendido en el eje de la existencia, tan falto de artificio dramático o retórica audiovisual, sería posible en el cine actual. 


Y se abre la caja de los truenos… ¿se habrá desvanecido la gélida, ominosa, retorcida sombra que fue extendiéndose cuando, a mediados de los cincuenta, las películas de Bergman llegaron a una audiencia mundial? ¿Han envejecido bien El séptimo sello o Fresas salvajes, los títulos que lo encumbraron? ¿Serán aplicables a nuestro tiempo sus inquietudes existenciales, propias de un hombre nacido en los albores del siglo pasado, educado en un entorno protestante? ¿Es Persona su cumbre autoral, o tan inabarcable dramaturgia fílmica merece también ser rastreada en sus obras menores, genéricas? Y, por último, ¿fue la recepción que se deparó a Bergman en la católica España exagerada o comprensible?


En el centenario de su nacimiento (Ernst Ingmar Bergman, Uppsala, 1918–Fårö, 2007), abundaron los documentales biográficos que analizaban su vida y milagros. Se desvelaba una humanidad plagada de claroscuros: simpatizó con el emergente nazismo tras una visita como estudiante a Alemania y no creyó el Holocausto hasta la posguerra; abandonó a esposas, amantes y a ocho hijos, consumido por una adicción al trabajo que tenía graves efectos patológicos; trataba con crueldad a colaboradores y actores, que pese a ello le seguían respetando; y fabuló su propia biografía —discutida por su hermano Dag, cuyas opiniones logró censurar— en beneficio de su arte. «A veces, mi realidad está totalmente deformada —se defendía—. Logro elaborar una imagen de realidad que es completamente ridícula.»


Aquella conmemorativa revisión del mito y el hombre dejaba vista para sentencia una obra que, con el transcurso del tiempo, hemos podido ir asimilando en toda su amplitud y hondura, desgarro y belleza. El legado de un creador omnisciente cuyo dominio de los resortes de producción, y autoridad como escritor que materializaba en escena lo que había imaginado, hoy sería impensable.


En 2003, ante la periodista Marie Nyreröd y las cámaras de la BBC, enumera sus demonios, las obsesiones que le atenazaban. El pesimismo: «Estoy siempre preparado para el desastre. Esto significa que imaginas que todo lo que hagas en un día, todo lo que planeas de ese día en adelante, irá terriblemente mal». El miedo: «Es ridículo, todo me asusta. No solo los gatos, perros e insectos, o los pájaros que pueden entrar volando por una ventana, también algunas personas, las multitudes». Finalmente, la ira y un rencor inagotable: «Lo heredé de mis padres. Soy una persona irascible, de muy mal temperamento». 


A continuación, entre risueño y compungido, el anciano revela otras manías: la pedantería, la puntualidad, el orden: «Pueden resultar fastidiosas para quienes comparten mi vida privada y profesional. Pero son buenas en una profesión donde se maneja algo tan increíblemente irracional como las emociones. No puedes perder el tiempo en cosas irrelevantes; debe haber orden, tranquilidad, armonía y, preferentemente, diversión. Es bueno que alguien tenga un chiste que contar, un poco de alivio ligero».


Hijo de un estricto y abusivo ministro de la Iglesia y una mujer que rehuía el afecto del vástago, ambas circunstancias centrales en su obra, siente fascinación por el cine desde la infancia. Debutará firmando una obra de teatro que, en 1941, le proporciona empleo como supervisor de guiones en los estudios Svensk Filmindustri. Escribe sus propios argumentos, debutando como ayudante de dirección en Tortura (1944), que ha escrito. Trabajará como guionista o director en una quincena de largometrajes hasta 1952, año en que Un verano con Mónica, distribuida internacionalmente como otra película sueca con desnudos, capta la atención mundial. La historia de la chica liberada y su compañero, que escapan de la ciudad para recorrer islas abandonadas y, a su regreso, intentan encajar en una vida burguesa que les destruirá, iba mucho más allá del erotismo naturalista. Hay una frescura en el filme que se adelanta a la nouvelle vague.


(JOT DOWN)

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