miércoles

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (91)


El sitio de la Mulita (16)

La Mulita asió el candil. Arrodillándose y alzándose delante de la cueva, contempló cómo, detrás de una sombra que adquiría en ocasiones formas y dimensiones sobrecogedoras al repetir con exageración los movimientos del cavador, el Aperiá, cuidadoso de no provocar ruidos delatores, hundía la pala, la atraía hacia sí y poco a poco se internaba en las frías entrañas de la tierra. La Mulita, con su luz, iba avanzando también. Y cuando se le fatigaba el brazo, ahora muy bajo, pasaba el oscilante candil a la otra mano.

En una que se interrumpió para descansar, mientras su ya empapadísimo pañuelo enjugaba cara y pescuezo, el Aperiá cuchicheó con un aire sombrío que la Mulita, por suerte, no percibió:

-Bueno, ahora unas cuantas paladas más… y se abre boca. Estoy en las raíces de un cardo que debe ser el que queda atrás del horno. Ya no hay más que cavar bien para arriba una nadita, siguiendo las raíces. Con su permiso.

Para darle paso retrocedió muy agachada la Mulita hasta salir del túnel. Y el Aperiá, que ya momentos antes creyera escuchar unos golpes sordos, atravesó la cocina y se asomó de puntillas al pasadizo, poniendo el oído.

Atrapando palabras sueltas de la soldadesca, conjeturó que los sitiadores ya habían cenado y se disponían a acostarse. Las voces le advirtieron que con varas gruesas clavadas a modo de horcones y con gajos hojosos se estaban improvisando sendos ranchejos, los soldados. A eso se debían los golpes. Una pesada estaca convertida en maza hundía en la tierra las ramas previamente aguzadas por ambos extremos, que obrarían bien curvadas, de sostén del techo.

El Aperiá retrocedió abrumado de fatiga y se sentó en un banco. Frente a la alacena, en un bolsito, la Mulita introducía pan casero y varios choclos, para ir en seguida a avivar el languideciente candil, echando dentro grasa en rama.

-¿No habrá algún chifle? ¿Sí? Entonces no se me olvide de lo que le dije. Y no ponga nada más, que…

Se interrumpió el Aperiá. Y con espanto cerró los ojos la Mulita. En el silencio de la noche, una vibrante clarinada se había clavado como un filo de cuchillo.

-¡No se me asuste, que es para bien! -previno en seguida el Aperiá, repuesto de la sorpresa. -Es el toque de silencio. Ahora los soldados van a acostarse y quedarán solito las guardias. Para dentro de un rato, vamos a hacer… vamos a hacer…

Iba a decir: el intento. Pero le dio pena aquella presencia todo ojos que tenía delante. Y sustituyó, con rotundidad:

-…vamos a hacer la salida -mientras terribles inquietudes, que su incesante ajetreo con el pico y la pala había, en parte, ahuyentado, comenzaban de nuevo a hacer su aparición y a traerle ahora más intensas sombras, si cabe, todavía.

-Y dígame: el finado tenía que tener armas ¿no? Si pudiéramos agenciarnos una pistola… ¿sabe?... -repuso todo confundido al ver a su amiga entreabrir la boca con espanto. -…siempre es bueno… por cualquier evento en el camino.

-Mire, don Aperiá, registre en el arcón -balbuceó, aun recelosa, la Mulita. -Ahí hay armas y de todas cosas.

Se incorporó él. Y marchó tras la joven al otro cuarto, con el candil. En seco los volvió a parar una nueva clarinada. Esta vez lejana, como del lado del arroyo. (Se cumplía al pie de la letras las instrucciones del Comisario, con la finalidad de hacer creer a algún oído espía que en torno a la casa del finado Peludo estaba acampado un verdadero ejército.)

-¡Qué barbaridad! ¡Tienen un mundo de gente! -se dijo para sí el Aperiá, que tragó el anzuelo. Y agregó en voz alta: -¡No es nada! Es otro toque de silencio, Van a dormir, ahora. Con esto es con lo que yo contaba.

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