martes

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 55


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Los inadaptados tenían que elegir entre la Instrucción, a la que llamaban Ejercicios de Entrenamiento para la Reserva de Oficiales, o la gimnasia. A mí me quedaba una sola opción, porque en la gimnasia iba a tener que mostrar mi espalda llena de granos. A todos los que se inscribían en la Instrucción les fallaba algo. A la mayoría no le gustaban los deportes o entraban obligados por sus padres a hacer algo patriótico. Los padres de los muchachos ricos eran los más patrióticos porque si el país se hundía iban a perder mucho. A los padres pobres no le interesaba mucho el patriotismo pero los habían educado con esa expectativa. Inconscientemente sabían que no les iba a ir peor si los rusos o los alemanes o los chinos o los japoneses nos gobernaran, y sobre todo si tenían la piel oscura. Las cosas podrían hasta mejorar, incluso. Pero como la mayoría de los alumnos de Chelsey eran ricos, había una cantidad haciendo la Instrucción.

Nos pasábamos marchando a pleno sol y aprendimos a excavar letrinas, curar picaduras de serpiente, vendar a los heridos, hacer torniquetes y ensartar al enemigo con las bayonetas, además de usar granadas, infiltrarnos y desplegar las tropas: maniobras, retiradas, avances. Disciplina mental y psíquica. Íbamos al campo de tiro, ¡bang, bang! y a los mejores tiradores les daban medallas. A veces nos llevaban a hacer maniobras de guerra de diversión en los bosques: nos arrastrábamos sobre el estómago con el fusil en la mano para sorprender al enemigo y éramos muy serios. Hasta yo era serio. Había algo que parecía acelerarnos la circulación de la sangre y metérsenos en el cerebro, y aunque casi todos nos dábamos cuenta de que aquello era algo estúpido queríamos estar allí. El que nos adoctrinaba era el coronel Sussex, un militar retirado que ya estaba senil y siempre tenía dos hilitos de baba cayéndoseles hasta el mentón. Nunca decía nada. Lo único que hacía era andar de arriba para abajo con su uniforme lleno de medallas y cobrar lo que le pagaba el Instituto. Cuando hacíamos las falsas maniobras llevaba un cuaderno y anotaba la puntuación, parado en lo alto de una colina. Pero aunque los dos bandos reclamaban la victoria, jamás nos dijo quién era el ganador.

El teniente Herman Beechcroft, que era hijo del dueño de una panadería y de un servicio de repartir comidas a los hoteles, era bastante mejor. Siempre pronunciaba el mismo discursito antes de cada maniobra.

-¡Acuérdense de que tienen que odiar al enemigo! ¡El enemigo quiere violar a nuestras madres y nuestras hermanas! ¿Ustedes quieren que esos monstruos las violen?

Beechcroft tenía una cara que caía abruptamente y donde tenía que estar el hueso de la mandíbula había apenas una especie de botoncito. Costaba darse cuenta si aquello era una deformidad, pero todos reconocíamos que cuando los ojos se le enfurecían se transformaban en unos enormes y deslumbrantes símbolos de la guerra y la victoria.

-¡Whitlinger!

-¡Sí, señor!

-¿Querés que esos tipos violen a tu madre?

-Mi madre está muerta, señor.

-Ah. Lo lamento… ¡Drake!

-¡Sí, señor!

-¿Querés que esos tipos violen a tu madre?

-¡No, señor!

-Muy bien. ¡Acuérdense de que eso es la guerra! Nosotros aceptamos la clemencia pero nunca la concedemos. Tienen que odiar al enemigo. ¡Mátenlo! Un hombre muerto no puede derrotarlos. ¡La derrota es un mal! ¡La historia la escriben los triunfadores! ¡ASÍ QUE AHORA MATEN A ESOS MONSTRUOS!

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