EL TEATRO INMEDIATO (6)
Cuando sir Barry Jackson
me pidió que dirigiera en Stratford Trabajos de amor perdidos, en 1945
-que fue mi primer montaje importante-, ya había trabajado en teatros más
pequeños y tenía la suficiente experiencia para saber que los actores, y sobre
todo los supervisores de escena, sienten el mayor desprecio por quien “no sabe
lo que quiere”, como dicen. Así, la noche anterior al primer ensayo me senté
ante un modelo del decorado, angustiado y sabedor de que en adelante cualquier
vacilación sería fatal. Comencé a mover las plegadas piezas de cartón que
representaban a los cuarenta actores a quienes al día siguiente tendría que dar
definidas y claras órdenes. Una y otra vez monté la primera entrada de la
Corte, comprendiendo que ese sería el momento en que todo se ganaría o se
perdería, numeré las figuras, tracé planos, moví los cartones arriba y abajo,
los situé en grandes y pequeños grupos, los puse a un lado, los trasladé atrás,
los derribé, maldije y comencé de nuevo. Al mismo tiempo anotaba los movimientos,
los tachaba, redactaba nuevas notas. Cuando a la mañana siguiente llegué al teatro,
con un grueso libro de apuntador bajo el brazo, el supervisor escénico me
acercó una mesa y observé que le impresionó favorablemente el tamaño del
volumen. Dividí a los actores en grupos, les asigné un número y los situé en
sus respectivos lugares de partida; a continuación, después de leer mis órdenes
en voz alta y segura, dejé que avanzara la masa de actores. En cuanto empezó a
moverse, comprendí que mi idea era equivocada. No guardaban la mínima semejanza
con mis figuras de cartón esos actores que avanzaban empujándose, algunos con
pasos demasiado rápidos que yo no había previsto, llegando de repente sobre mí,
sin detenerse, queriendo seguir su marcha, clavándome su mirada, o bien
demorándose, haciendo una pausa, incluso retrocediendo con elegante afectación
que me tomó por sorpresa. No habían realizado más que el primer movimiento, que
correspondía a la letra A de mis notas; nadie estaba correctamente situado y
por lo tanto el movimiento B resultaba imposible. Mis horas de preparación eran
inútiles, me sentí desalentado, perdido por completo. ¿Debía comenzar de nuevo,
instruir a los actores con el fin de ajustarlos a mis notas? Una voz interior
me urgía a hacerlo así, pero otra me indicaba que el modelo era mucho menos
interesante que el que se desarrollaba ante mí: rico en energía, pleno de variaciones
personales, moldeado por entusiasmos y perezas individuales, prometedor de
ritmos diferentes, abierto a inesperadas posibilidades. Fue un momento de
pánico. Al recordarlo ahora, pienso que en ese momento mi futuro estuvo
pendiente de un hilo. Me aparté de mis notas, me situé entre los actores y a
partir de entonces no he vuelto a trazar ningún plan de antemano. Comprendí de
una vez para siempre la presunción y locura de creer que un modelo inanimado
puede suplantar a un hombre.
Claro está que todo
trabajo exige reflexión, es decir, comparar, cavilar, equivocarse, retroceder,
vacilar, partir de nuevo. Tanto el pintor como el escritor trabajan así, aunque
en privado. El director teatral ha de exponer sus inseguridades antes los
actores, pero tiene en compensación un medio que evoluciona al tiempo que se
ajusta. El escultor afirma que la elección de material modifica continuamente
su creación; el material vivo de los actores es hablar, sentir y explorar:
ensayar es pensar en voz alta.
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