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TORRES GARCÍA. INTEGRIDAD DEL ARTE (12) por ALEJANDRO DÍAZ


La patria del artista


Habría que hablar de eso misterioso que tiene París, que sabe atraerse a los mejores espíritus. Y es que quizás este se desarrolla y crece allí, y hasta se diría que se determina y acusa, como en ningún otro sitio. (47).

Los dos primeros años que Torres García vive en París, se olvida del mundo, de la representación y de la idea, y hace pintura-pintura. Así llamaban entonces a la pintura pura, sin literatura y sin teoría, sin problemas semánticos a resolver. Estaba en París y tenía que demostrar que era un verdadero pintor, un pintor de raza. Su primera muestra, realizada en 1926, había sido de arte mediterráneo antes de llegar a París, en Ville Franche sur mer. Pero no tuvo impacto., “eso no es pintura” -le decían-, “es fresco”. Torres no comparte el juicio pero recoge el guante. Sin amigos poderosos, sin padrinos y sin particular habilidad para la autopromoción, la única forma que tiene de hacerse respetar en ese medio extremadamente competitivo es pintando, no solamente en calidad sino en cantidad. Y se entrega a una verdadera euforia creativa; Torres García se describe a sí mismo librando batallas contra el lienzo, sojuzgando colores y tonos, gastando decenas de pinceles y pintura por kilos en la más plena imagen del pintor exaltado y romántico. Una vez más se ha inclinado por el lado que él llamaba dionisíaco de su personalidad, entregado a la pintura y a la luz, olvidado por un tiempo de las cosas graves que tanto le importaban.

Los cuatro años en Italia y el sur de Francia, donde entregado a la fabricación de juguetes había pintado poco, quedan atrás. Lo más significativo, es una breve aproximación al cubismo en el año 24 que en una carta describió a Barradas como un cubismo vivo (48). A fines de 1923 Torres García había escrito en su agenda personal que “Cuando la imagen se ha transformado en mancha de pintura (material) y en raya o espacio geométrico, y ha perdido valor de representación (es decir que ya no quiere engañarnos imitando una apariencia), cuando todo esto es así, sin dejar de darnos la verdad de la cosa, y los valores son justos, tenemos una imagen absolutamente plástica, y esto es la pintura de hoy, Lo positivo que puede quedar del cubismo, me parece que es esto: En primer lugar, la libertad. Después esto otro: un objeto tiene, para un artista, partes de él que inmediatamente ve, es decir, que le interesan. Entonces, sin cuidarse si descompone o no el objeto, el artista los combina libremente, buscando su acorde o su contraste, sea como valor, color o forma”.

Figura en un café es una buena síntesis de ese período; hermana de los juguetes transformables en madera, y con reminiscencias de la iconografía neoyorquina, está en la línea del personal acercamiento al cubismo que Torres hizo ese año.

Entre los cuadros que Torres punta en París entre mediados del 26 y mediados del 28 abundan los puertos, naturalezas muertas, manolas y figuras primitivas de inspiración africana, todas de una gran densidad y sensualidad. Se ha hablando de cierto fauvismo pero que no está en el color sino en su factura brusca, de un primitivismo directo, que impacta por su fuerza y por su falta absoluta de concesiones a la belleza o a la corrección. En sus primeros años de París, Torres se sabe influido por el medio en que se encuentra, pero a la vez su pintura es inconfundiblemente suya; sabe que en su pintura pone en juego algo que sólo él posee, y que lo pone al unísono de los otros pero sin confundirse con ellos.

Según su propio relato, esos tal vez son los mejores años en la vida de Torres. Por primera vez, vende casi todo lo que produce, vive de la pintura sin otra preocupación que pintar. Está además en un ambiente artístico como no ha conocido otro; se ha dicho que en esa época “todo el mundo estaba en París”. La actividad social de Torres en el medio artístico es exuberante, y se podría decir, que esos años son los únicos de su vida que pasará entre sus pares, los grandes de la pintura de su tiempo.

A mediados de 1928 su obra comienza a cambiar. Recogiendo las redes que tan prolíficamente había tirado, y volviendo a retratar ese trozo de mundo que es la ciudad, Torres García comienza a delinear definitivamente una pintura que le llevará a algo más grande: el Universo. Su obra retoma el sentido arquitectural, constructivo, y se produce una disociación entre el dibujo y el color. El cuadro se construye por planos de color sobre los que juega la línea negra, retomando el grafismo su valor propio, tal como había surgido en Nueva York. Los objetos, las personas, en fin, todo lo que aparece representado en el cuadro, lo está mediante una forma absolutamente esquemática, un grafismo que ahora -a la vista de la totalidad de la obra de Torres- no dudaríamos en llamar “constructivo”, aunque él todavía no utilizara ese término. Porque si en el color hay estructura, el grafismo también teje y está tejido en una estructura ortogonal, que organiza toda la obra.

Notas

(52) en Da Cruz, 1991, p. 13.

(53) Seuphor, 1965, p. 112. En Da Cruz, 1991, p. 16.

(54) Seuphor, 1957, p. 50. En Da Cruza, 1991, p. 16.

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