miércoles

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (77)


El sitio de la Mulita (2)

En ciertas circunstancias, aunque sea la de una flor, aunque sea la del simple pétalo de una flor, asusta un roce inesperado. Lloraba, pues, lloraba la Mulita, cuando retiró de pronto el pañuelo y miró, estremeciéndose.

Era que,

-¡Tenga pacencia, este… no sea ansina! -oyó que le decían.

Y, fogón por medio, bien iluminado por la franja de sol ahora posada en la banqueta que hacía juego con la que la Mulita tenía por asiento, el sombrero color café y casi sin uso, al lado, en el suelo, mirándola con el aire de quien, a su vez, le falta poco para empezar a llorar, la Mulita vio nada menos que al Aperiá solícito de la noche anterior. De mirarlo bien, habría percibido que ahora no estaba descalzo, sino con unas zapatillas viejas aunque esmeradamente recién cortados los flecos de la suela; y de chiripá sin remiendos, y limpia la camisa blanca, y con prolijidad anudada en el cuello la golilla de luto, el huérfano. Mas ella no pudo advertirlo porque entonces, sí, fueron los sollozos; entonces, sí, rodaron lágrimas. Y entonces surgió otro pañuelo. Pero este, más que pañuelo, simple trapito sin dobladillo, al cabo de un momento fue introducido con energía en el bolsillo donde hacía su nido. Y en esfuerzos por dominarse, bastante menores, sin embargo, de los que hubiera podido suponer porque contribuían a serenarlo la responsabilidad que le imponían las graves preocupaciones traídas de la pulpería, el llegado habló:

-¡Usté tiene que tranquilizarse! ¡Hay mucho que hablar! ¡Séquese esos ojos y sepa que desde anoche usté… está contando con un amigo!

Como aprobador testigo sonrió para sí el Aperiá al escuchar sus propias palabras. E inclinándose de nuevo hacia la que había levantado a medias la cabeza y le estaba fijando, entre pucheros, los entrecerrados ojillos,

-¿Soy muy poco, noverdá? -agregó cambiando penosamente de tono. -¡Pero ya vendrán otros mejores, usté va a ver!

Ella levantó más la cabeza para contemplar al amigo, cuya imagen le hacían borrosa las gruesas lágrimas que no se desprendían.

-¡No, señor, usté no es poco! -dijo con firmeza.

Y se agobió otra vez la Mulita y juntó sobre el pecho las puntas de su rebozo como si, de afuera, hubiese llegado un frío.

Bastante dominado ya, el Aperiá, sin embargo, no sabía cómo empezar a hablar, a comunicar las terribles cosas que había oído en el mostrador de “La Blanqueada”. Por eso se levantó de su silla, que volvió a quedar iluminada pues el rayo de sol ocupó el sitio frente a la Mulita, avivó ese Aperiá el fuego abanicando el rescoldo con una hoja de palma que evitaba el arrodillarse a soplar, le acercó la caldera y, mientras el agua hervía, limpió uno de los dos mates que halló sobre la alacena; aquel que, por cierto brillo en la boca, le hizo ver que era para cebar dulce.

-Desde ayer, quién sabe a qué horas, usté no ha tomado nada, estoy seguro -decía sin mirarla, ahora de espaldas-. Y pensó la Mulita, pero no dijo: -¡Cómo se acuerda, él! ¡Cómo está en todo, el pobre!

-¿Le gusta con mucha azúcar o con poca?

-Con mucha -respondió ella, siempre hundida la cabeza pero empezando a sentir como que una sutil atmósfera la levantaba en peso, con asiento y todo, y dulcemente la mecía.

-¡Ah, sí! ¡Bien me estaba pareciendo, ahora! Pero anoche… ¡Mire qué lástima! ¡Es que… qué sé yo! Uno se embarulla… y… ¡Qué cabeza! ¡Anoche, en el velorio, le pude cebar dulce y la hice tomar amargo! ¡Si usté me lo hubiera dicho…!

-¡Pero valiente! ¡Pero valiente!

Mientras tanto, con cuidado de no derramar, él echaba yerba y, haciendo esfuerzos por disimular una creciente agitación, siguió acariciando con palabras a la que ahora estaba a sus espaldas. Y sin posarle la vista le decía lo que el destino tenía escrito que no fuese ya otra cosa que un inasible ensueño suyo.

-Usté siempre va a tener que decirme lo que le gusta. Conmigo, usté, no tiene que hacer cumplidos, ¡ya sabe!

Ahora la Mulita estaba más conforme. Igual a cuando la flor, entre la tierra dura como piedra, empieza a sentir que le llega agua, así ella iba levantando la cabeza. Y esto, esto, precisamente, acentuaba la desesperación del Aperiá…

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