Finiquitada la dictadura
cívico-militar de 1973-1985, el impacto que produjo en el espíritu no pudo
borrarse de golpe. Se buscó la restauración de los valores y el restañamiento
de los daños ocasionados, morales, espirituales y también materiales. De modo
que, así como buena parte de la sociedad se había unificado para combatirla, al
final se aunó para aplazar el advenimiento del nuevo tiempo y para reunificarse
en torno a otro afán. Este nuevo afán no fue el que se correspondía con el
espíritu de los tiempos, con la necesidad de entrever dos impactos de gran importancia
inmediata: el del presente con el derecho y la libertad nuevamente en pie, y el
del porvenir que reclamaba, como nunca hasta entonces, un nuevo pensamiento y
una disposición de ánimo diferente. Operó el afán de justicia, el de hacer la
historia reciente, el de alimentar la memoria y revitalizar los principios
políticos e ideológicos avasallados por el despotismo, la locura y la muerte.
Difícilmente podría encontrarse
en ese afán una nota inoportuna, una acción ilegítima o el proyecto malhadado
de simple venganza, inconducente siempre, ni el de echar las bases de un nuevo absolutismo,
inoportuno, innecesario, injustificable. Bastante se ha insistido en que los
traumas sociales se subsanan enfrentando los hechos, develándolos en sus
detalles y permitiendo que las nuevas generaciones los conozcan en todos sus
detalles, en detrimento del olvido, el más poderoso de los males. Pero, debió
acompañarse de un gesto que cambiara la expresión, que desdibujara el rictus de
amargura. Debió devolverse la alegría y la esperanza, en medio del espanto
imposible de borrar y aunque se viviera nuevamente en democracia, restaurada a
través de pasos para nada sencillos y hasta tormentosos.
El Estado se encaró con la
responsabilidad de toda la tarea a realizar, la reconstrucción de las instituciones,
la depuración programática de los organismos públicos, la educación, la
sanidad, el funcionamiento de los partidos políticos y de los poderes
republicanos, la política exterior y las relaciones de confraternidad con los
países limítrofes y de la región, etcétera. Fue una obra grandiosa que costó un
esfuerzo de varios años y aun décadas, en la que se enajenó buena parte de la
riqueza material y espiritual del país. El Uruguay volvió a su tradición de
encararse con el problema social, con la ayuda a los pobres, se reencontró con
su vocación de ocuparse de los desamparados, desempleados y olvidados.
Hubo empero cierta desolación de
pensamiento, cierta ceguera respecto a una auténtica visión de la nación en el
pasado. Un vacío que se generaba quizá por el paso de una generación a otra, si
pensamos la generación en términos de dos o tres décadas. Hubo un nuevo
quebranto del alma, inadvertido, subrepticio, una especie de violación; no esta
vez de los derechos humanos, sino de las obligaciones humanas, de las más
fundamentales obligaciones que atañen a un pueblo enfrentado a las
incertidumbres del futuro (no del todo prometedor, en lo propio y en lo ajeno).
No se advirtió o no se pudo
advertir que era el momento de pensar más allá del Estado de Bienestar, de lo
que había dado prueba ya la historia como insuficiente. Pues, sin que el Estado
de Bienestar tenga que ser negado, su filosofía debe reconocer su único y
entrañable engaño. Es el de reconocer que la felicidad inmediata es felicidad
sólo si se apoya en la convicción de hacer lo necesario para superarse, no sólo
para seguir siendo lo que se es o de volver a lo que se ha sido, de prestarse a
recibir ayuda y asistencia, sino fundamentalmente para mejorar y trascender en
lo que cada persona es en sí misma.
Este punto no fue atendido
suficientemente y, ni siquiera, como era debido. Se eligió el sentido
contrario, creyéndose que satisfacer el bienestar en lo espiritual es igual a
satisfacer el bienestar en la práctica. ¿En qué consiste el bienestar en la
práctica? Consiste en satisfacer lo imprescindible, las necesidades inmediatas;
consiste en obtener lo que nunca se tuvo o lo que se perdió por alguna razón.
Consiste en emparejar los beneficios entre todos o en tender concretamente a
emparejarlos, en igualar lo desigual y levantar lo que se ha caído o lo que
nunca estuvo en pie. Pero ‒y
es un pero de sin igual importancia‒, no hay posibilidad de que esa clase de bienestar,
que todos quieren y que todos quieren para todos, pueda sostenerse sin el otro
bienestar.
El otro bienestar no consiste en
satisfacer nada ni en obtener lo que no se tiene ni en ninguna cosa por el
estilo. Consiste en orientarse más allá de la individualidad, más allá de la
persona, de la conciencia de cada uno, más allá de la subjetividad que es
siempre diferente de las demás subjetividades, se manifiesta diferente y se
satisface de manera diferente. Opuestamente al bienestar práctico, el bienestar
espiritual sufre con lo imprescindible, con lo inmediato, con lo que ya se
tiene. Sufre con restituir lo que se perdió o nunca se tuvo y se deseó. Y sufre
con emparejar, con igualar, tiene miedo de lo que se promete restaurar. Incluso,
duda de que lo que quiere para él sea beneficioso para los demás, porque sabe
que cada uno entiende eso a su manera.
El Estado ignoró esta diferencia
y promovió lo espiritual como promovió lo práctico. Así, lo espiritual se
sometió al mismo trato que el hambre, la desnudez, la intemperie, la
inseguridad, el desempleo, la informalidad. Bajo el impulso de una política de
corazón bien intencionada, la cultura experimentó la misma suerte que el
infortunio, el abandono, la indiferencia. Instauró una terapéutica especular
que apelaba a los mismos recursos que la cultura práctica de bienestar
material. La restauración, en este plano, no era de los hechos sino de la
voluntad de promover nuevos hechos, porque el bienestar espiritual no desea
quedarse en lo que es, como el bienestar práctico. Todo lo contrario, quiere ir
más allá, incluso al precio de perder aquello de lo que ya dispone.
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