Carl
D’Ableiges entrevista a Hugo Giovanetti Viola a propósito de la edición
bilingüe de la novela VIAJE AL FIN DEL MIEDO / CREER O REVENTAR (VOYAGE AU
BOUT DE LA PEUR / CROIRE OU CREVER), con prólogo de Maryse Renaud.
En el
otoño de 2020 elMontevideano Laboratorio de Artes publicará la edición virtual
bilingüe de una novela en la que Hugo Giovanetti Viola trabajó a lo largo de 40
años (1979-2019). La primera versión de este texto fue publicada en formato
papel por Editorial Proyección (Montevideo, 1991, 2 tomos), y reditada por
elMontevideano Laboratorio de Artes en 2010. Nueve años más tarde, el autor decidió
reestructurar totalmente la novela, retitulándola Viaje al fin del miedo /
Creer o reventar, y encargó la traducción al francés al Prof. Carl
D’Ableiges. Esta entrevista surge como parte del diálogo que el autor y el
traductor desarrollan ya desde hace meses, en un inusual y meticuloso contexto
de confrontación lingüística y estética.
Esta novela tiene un alto contenido autobiográfico,
y vos asegurás que durante los 20 meses que viviste en París, Cannes,
Saint-Tropez y Beirut entre 1973 y 1974 pasando el plato con la guitarra, sentías
que estabas protagonizando una especie de “novela andante”. Me pregunto si esa
convicción no habrá sido un recurso psicológico para mantenerte a distancia y
ponerle un cierto orden a la realidad caótica que estabas afrontando,
preservando así tu salud mental y espiritual.
Es una gran pregunta. Pero vamos por orden. La idea
de vivir una experiencia parisina a lo Hemingway surge después de la compulsiva
lectura de A moveable feast o París era una fiesta (entre 1968 y
1972 llegué a zampármela dos veces por año) y pensaba viajar con mi primera ex-esposa.
Pero me divorcié enseguida, y cuando ya estaba sumergido en un alcohólico
nihilismo onettiano (publicando libros que ni siquiera eran malos y tratando de
hacer “carrerita literaria”) mi padre, que era un purísimo pintor
torresgarciano que jamás me dio “órdenes”, me ofreció pagarme un pasaje de ida
a Europa en el Cristóforo Colombo, donde se embarcarían mis íntimos amigos (recién
casados) Saúl Ibargoyen y Lil Bidart. Y le hice caso. En aquel momento,
paradójicamente, yo militaba con berretines mesiánicos en el Partido Comunista pero
era un pendejo incapaz de amar de verdad, debido a mi terrible neurosis
edípico-narcisista, y necesitaba a Dios pero creía en Onetti,
cosa que al propio Juan (que fue muy importante en mi formación literaria) no
le hacía mucha gracia, más acá o más allá de su voracidad seductora. (Él creía en
Dios durante sus “vidas breves”, pero la mayoría de las veces se sentía un angustiadísimo
dios y te tiraba abajo cualquier profesión de fe religiosa que te viera asomar.
En fin. Lo importante es que siempre nos tuvimos cariño.)
Al llegar a Europa recorrimos la península ibérica
y al final decidí quedarme a vivir en Madrid, donde hice algunos contactos para
cantar, aunque no pude resistirme a acompañar a Saúl y a Lil a Lyon y a París
por unos días, dejando parte del gigantesco equipaje armado por mi mamá en la
casa de unos conocidos. Y paf: el día que nos hospedamos en el legendario Grand
Hôtel Saint-Michel bajamos por el Boul Mich hasta llegar al Sena y Saúl (que
siempre me trató como a un verdadero hermano) me tapó los ojos y dijo: “Ahora
mirá hacia tu derecha”. Y cuando vi a Notre Dame incrustada en el atardecer decreté
ipsofactamente: “Yo me quedo a vivir aquí”. Ellos se alarmaron y trataron de
calmarme pero para mí aquello fue un mandato tan misterioso como
ineludible.
Y sin embargo todavía faltaba más de un año para
que tuviera la convicción de estar viviendo una “novela andante”. Esa certeza se
me hizo clarísima recién en Saint-Tropez, durante el verano del 74. Y es
posible que vos tengas cierta razón al sugerir que aquella convicción (muy
lowryana, por lo tragedizadora) pudo haber sido una especie de “autodefensa
psicológica”, ya que en ese momento me sentía literalmente amenazado de muerte
y andaba armado y todo. Pero te puedo asegurar que supe que estaba
metido en el cruce de un infierno que había que vivir hasta el final
antes de poder narrarlo. El Dalai Lama habla con mucha agudeza sobre esa determinación
que en algún momento tenés que tomar para existir del todo, cueste
lo que te cueste. Se precisaba adoración. Se precisaban güevos. Se precisaba
fe kierkegaardiana y un eluardiano y duro deseo de durar. Y allí me
prometí escribir una novela sobre aquel voyage todavía inconcluso donde
mi salud mental y espiritual se tambaleaba en dirección al Gólgota. Volví a
Montevideo en 1974 (gracias a un pasaje que me financió mi padre, porque nunca
dejé de tener un status económico de mendigo) y recién en 1979 me decidí a
tratar de objetivar literariamente (con una muy importante aunque no decisiva
dosis de ficción) aquel periplo dantesco / quijotesco donde descubrí que
podemos elegir la construcción de una vida espiralada en forma ascendente,
por más sufrida que nos parezca la peregrinación hacia el reino inefable
donde resplandecen Beatrice y Dulcinea.
En el libro se pueden detectar con total claridad
la aparición de dos figuras arquetípicas opuestas y básicas: la de la Virgen y
la del Diablo. ¿Cómo explicás el uso tan natural y casi sistemático de esos
conceptos si vos en aquel momento no te considerabas en absoluto una persona religiosa?
Es que una noche conocí en Le Bateau Ivre (uno de
los restaurantes donde actuábamos) a una muchachita de 15 años llamada
Bénédicte Froissart que me cambió la vida. Porque ella me abordó y empezó a
venir a verme al hotel Stella cada quince o veinte días hasta que yo me enamoré
irreversiblemente del Espíritu Santo. Nunca fuimos pareja y al encontrarnos
nos besábamos nada más que las comisuras de las sonrisas, como si estuviéramos
escenificando un poema dolcestilnovista. Y hoy, 47 años después, sigo conectado
con ella a través de Facebook y te puedo asegurar que el resplandor de
Bénédicte es como una ventana que me desafía a vivir contemplando el paraíso.
En El taller de la vida, unas confesiones que publiqué en 2007, relato
así el primer encuentro íntimo que tuvimos en el hotel Stella:
La
nena entró a la chambre 9 perdiendo la máscara de “muchacha fácil” y me le
senté al lado con cara de sátiro y le pregunté si le gustaba hacer el amor y me
dijo que Ouais pero dejé de bobear
enseguida y empecé a tomar mate en la cama de enfrente. Era demasiado linda
para mí y me llevaba un centímetro y además yo sentía, con mi desaforada hambre
sexual de divorciado, que la flacura de aquella infanta ni siquiera tenía
huesos. La purísima pluma.
Y
además supe que ellas estaban en
peligro de perderse de veras: Bénédicte y mi alma. Y que aquel toque de unión sobrehumanamente erótica que
hubo en el restaurante destinaba a los
dos actores del espejismo, una adolescente francesa de quince años y un
adulto uruguayo de veinticinco, a abrazarse
y sostenerse contra cualquier clase de terremoto y construir con la fe
incomprendida y fanática y sacrificadísima de Miguel Ángel una especie de Pietà
urobórica capaz de escenificar la posible
salvación de cada uno de los habitantes de todas las galaxias decididos a
incrustarse en plena materia crística. Por algo tuve que esperar tantos
años para escribirlo recién esta mañana del 7 de noviembre de 2007.
Y
al final nos fue bien. Cuando nos conocimos ella no creía en el amor y yo era
incapaz de arrancarme el castrador cielorraso materno del cuore, y después de
vernos durante un año logramos transfigurarnos el uno al otro: yo fui
atrapado por el mayor sentimiento que puede purificar a alguien, el de la adoración
incondicional (que, como lo supo muy bien Dante Alighieri, se proyecta
tanto hacia la realidad terrestre como hacia un más allá suprafísico o
divino) y la nena empezó a creer en la todopoderosa fuerza de lo sublime.
Mirá: en el cucarachiento hotel Stella alquilábamos
una pieza junto con otros dos reventados rioplatenses, y tanto ellos
como los amigos que caían a matear o a porrear me acorralaban preguntándome qué
pasaba con la guacha y yo no contaba nada, hasta que un día emergió una voz
incontrolable desde mis entretelas y ladré: “Déjense de joder de una vez
con la guacha porque ella es la Virgen María, ¿entendieron?”.
“Ah, pero te volviste loco de verdad” se rieron con un poco de miedo y ni les
contesté. Pero fue así como me enteré de que el arquetipo de la femineidad
inmaculada se me había incrustado igual que una especie de costilla celeste
en la osamenta anímica.
La
otra figura arquetípica, la de Satanás, se le fue constelando rápidamente a uno
de mis compañeros de chambre que no cantaba con nosotros pero que terminó
por volverse mi mejor amigo. Él vivía de los giros que recibía de su padre, un hacendado
argentino, y era inteligentísimo y se definía como un tipo incurablemente loco
y degenerado. Y yo traté de ayudarlo a creer en la humanidad con un
fervor muy inocente hasta que un día me descuartizó el alma con una paranoia
asesina mucho peor que la que puedas ver en las películas como El
exorcista y las cosas terminaron muy mal. Según mi psiquiatra junguiano,
Demian Díaz Torres, tuve el privilegio de contemplar la irradiación del mal en
estado puro, pero no se lo deseo a nadie. Más no puedo contar, porque le
robaría interés a la lectura de la novela.
De
lo que estoy seguro es de que pude aguantar y confrontar aquel espantoso hervor
emergido del sótano del mundo sin colapsar psíquicamente, porque como está
escrito en el Apocalipsis, la figura interior de la Virgen que yo acababa de
incorporar me hizo aplastarle la cabeza al horror y adultizarme a prepo. Fue un
viaje al fin del miedo. Que es el principal enemigo del amor.
Las drogas y el
alcohol juegan un papel importante en la historia. Sin embargo Abel Rosso, tu
alter ego, parece asociar los comportamientos amorales, antisociales o
simplemente extraños de los personajes con el uso de estas sustancias sólo en
muy raras ocasiones. ¿Nunca pensaste en la posibilidad de que todo ese maremoto
emocional que experimentaste en Francia pudo haber sido nada más que la
consecuencia de un mal viaje?
Lo
triste de tu apreciación es que me resulta casi graciosa, aunque no es la
primera vez que alguien me lo sugiere. Habría que preguntárselo a Bénédicte,
por ejemplo, con la que que rara vez tomábamos más de un demi en los
boliches donde yo le borraba suavísimamente los bigotes de espuma. Ella sabe
muy bien que quedamos atados para siempre por una especie de indestructible hilo
de oro, y hasta ha escrito un poema sobre nuestra liason platónica.
El año pasado le dediqué una conferencia que di en Viena sobre la influencia de
la garra cultural artiguista en el mundo, y pocos días antes recibí por
Messenger estas líneas: De te savoir là, / dans ma vie, / mon coeur est au
chaud / dans son nid. Porque Ma Dame, como yo la llamo desde que nos
reconectamos vía Facebook en 2011, es una docente superior de la Universidad de
Montréal y escribe poemas y unos maravillosos cuentos infantiles traducidos a
varios idiomas que publiqué hace un tiempo en elMontevideano. Ella sabe que mi
adoración no la produjo ningún mal viaje vicioso. Y me llama Mon Poète
con una ternura etérea.
En
lo que tiene que ver con un eventual testimonio empírico de la mirada cegadora
de Satanás, hubo una foto tomada en el café l’Escholier en febrero del 74
(cuando mi hermano fue a visitarme a París) que descubrí recién al llegar a
Montevideo y allí ya estaba captado en plena ebullición el polanskiano rebrillo
del Maligno que eclosionaría para asesinarme la inocencia recién en junio. Y
dije hubo una foto porque aquello me revolvió una angustia tan atroz
que mi hermano terminó quemando prolijamente la mitad del cartoncito donde el
gallo negro ya estaba mostrándome los espolones.
Et
je crois que ça suffit, mon ami. La defensa prefiere dar por terminada su
presentación de alegatos fundamentando la verosimilitud no delirantemente fantasiosa
de lo experimentado en la ciudad que me guillotinó.
Tardaste casi
cuarenta años en redondear el montaje final de este libro. ¿Creés que el hecho
de que sea muy autobiográfico explica este larguísimo proceso? ¿La distancia en
el tiempo crea una distancia crítica?
Sí
y no. Porque a esa distancia crítica habría que agregarle lo que yo
llamo una intervención de la Providencia realmente decisiva. Y quiero
aclarar, antes que nada, que fue recién a partir de los años 90 que empecé a
definirme como un católico-junguiano, pero durante los 20 meses
que deambulé a la intemperie sin más defensa que el estrellerío, aprendí que no
existen las llamadas casualidades. Siempre encontré sucesos
misteriosos que me iban defendiendo inexplicablemente. Y te puedo asegurar
que varios años antes de acceder a la segunda lectura de Kierkegaard y la
filosofía existencial de Leon Chestov (un libro que me abrió la cabeza
hasta que la palabra Dios terminó por disolverme el agnosticismo tibio)
yo sabía que lo que llamamos milagros son simplemente plegarias
atendidas. Y que si vivís distraído y alienado por el hiperracionalismo con
el que nos envenenó la modernidad nunca vas a zafar del imperio de la Ananké,
la diosa griega del azar ineluctable que era más poderosa que el propio Zeus, y
que fue excomulgada en la Tertulia lunática por Julio Herrera y
Reissig, nuestro primer gran místico (que es considerado apenas como un monista
por algún biógrafo masónicamente cagón).
La
primera edición de Creer o reventar fue publicada en dos tomos por un
mezquino capricho del editor, que así se ahorraba unos pesos en la
encuadernación. Y eso hizo que con los años circulara fragmentada en el Mercado
Libre. Hasta que en 2018 recibí un chat de la brillante librera-editora Martina
Seré (una de las dueñas de Las Karamazov) proponiéndome reditar el tomo
2 de Creer o reventar que había comprado en la Feria de Tristán Narvaja.
Y comparó el texto nada menos que con una catedral gótica (que para mi gusto es
el mayor elogio que uno puede recibir) y cuando le llevé el tomo 1 lo leyó con
interés pero se mantuvo firme en la extraña propuesta. Entonces se me desbocó
el ego y propuse mutilar capítulos de la primera parte y todo, hasta que comprendí
que eso era un disparate y que la verdadera solución consistía en volver a
barajar mi thriller parisino porque el suspenso aparecía recién en
el tomo 2. Lo que quiere decir que esta nueva versión se la debo a Martina
Seré, a quien le estaré eternamente agradecido. Pero estoy segurísimo de que
eso no se produjo por casualidad sino porque el universo me ayudó a
perfeccionar este libro que considero clave en mi periplo literario. Ahora
sí tiene gancho de thriller, y a la primera parte se le alivianó
su machacona acumulación informativa. Además, en definitiva, yo me había
prometido no volver a caer en los paupérrimos tirajes del formato papel que
terminan arrumbados en los sótanos de las librerías y decidí que la nueva
versión tenía que ser virtual y difundida globalmente por elMontevideano, donde
contamos con más de cinco millones de visitas en Google +. Inconcebibles
encantamientos veredes, amigo Sancho.
¿Por qué era
importante que esta novela plagada de modismos rioplatenses se tradujera al
francés? ¿No creés que en la versión francesa puede perderse parte de su
identidad esencial?
La identidad esencial
de un texto emana de su andamiaje arquetípico, desde Gilgamesh hasta la fecha. En
toda traducción se resiente la fidelidad del nivel micro (la frase) pero
la hipnosis de la macroestructura se puede conservar perfectamente. Claro que
hay que cuidarse. Yo tengo dos cuentos muy bien traducidos al francés en dos
preciosas antologías hispanoamericanas hechas por Olver Gilberto De León (donde
aparezco formando comparsa con Vallejo, Onetti, Quiroga, Borges, Guimarâes
Rosa, García Márquez, Levrero y Tarik Carson, entre otros tremendos tigres) pero
siento que en cada versión pesa demasiado la diferencia del enfoque de los
traductores. Vos ya sabés muy bien que en mi narrativa el manierismo coloquial
no académico es una herramienta muy importante como generador de lo que Dámaso
Alonso llama los “claroscuros lingüísticos barrocos”, y la pérdida de ese yeito
(que puede provenir, por ejemplo, de la excesiva utilización del passé
simple en lugar del passé composé que se utiliza habitualmente en la
lengua francesa) es capaz de diluir la aparición de mis facciones
interiores, que es lo imprescindiblemente inédito que cada uno
tiene para dar. Por supuesto que eso es algo que le pasa a todo el mundo y a
veces no hay remedio. Los dos libros narrativos del siglo XX que yo más amo
(“El poder y la gloria” de Graham Greene y “Franny y Zooey” de J. D. Salinger)
están muy mal versionados al español, aunque a esos prodigiosos fondos de
iceberg nadie puede arruinarles lo esencial. Me acuerdo que el día que
un amigo me llevó a conocer a Onetti a la Biblioteca Municipal, el Viejo (que
en aquel momento tenía 13 años menos que los que yo tengo ahora) estaba
bastante entrompado con las primeras pruebas que le habían llegado de la versión
estadounidense de El astillero, porque sentía que le habían falseado el clima,
nada menos. Y en el 87, cuando pasé unas horas por Madrid de camino al Coloquio
Francia-Uruguay, él estaba roncando noqueado por los antibióticos pero después
que Dolly me sirvió literalmente dos gotas de whisky sobre dos cubos de
hielo (“disculpá, pero a mi casa no vas a venir a emborracharte”), suspiró
desconsolada: “¿Sabés que van a traducir El astillero al turco, nene?
Pobre Juan, ¿te das cuenta cómo puede quedar eso?”.
Pero hubo otra
intervención providencial sin la cual la traducción de mi Voyage nunca
hubiera existido. Hace menos de un año Bénédicte me preguntó si yo pensaba que
era una buena idea que ella viajara a Montevideo por lo menos 10 días para
reencontrarnos en noviembre y contarnos las vidas después de casi medio siglo y
eso me emocionó tanto que decidí hacer un curso intensivo de francés
conversacional, ya que ella casi no habla español. Y fue en ese momento que te
contraté como profesor, y después de dos meses me cayó del cielo la idea de introducir
el libro en el área francófona. Y supe desde un primer momento que era una
oportunidad tan inusual como invalorable, porque yo podría colaborar con la
solución de los problemas que te plantearían mis desbarajustes coloquiales, y
además podríamos sopesar y discutir el avance del trabajo palabra por palabra,
como lo venimos haciendo todos los viernes desde ya hace cuatro meses. A todo
esto agreguemos que Bénédicte finalmente no pudo visitarme por ineludibles
problemas familiares pero por lo menos va a leer la novela en francés, cosa que
me maravilla.
En pleno 2020, por
otra parte, sería muy absurdo concebir la producción de cualquier limitadísima
edición bilingüe en formato papel y no aprovechar la formidable circulación
virtual que hemos obtenido con Álvaro Moure Clouzet a lo largo de quince años de
trabajo multimediático. Actualmente contamos con las corresponsalías de Maryse
Renaud -extraordinaria narradora franco-martiniqueña y catedrática emérita de
la Universidad de Poitiers, que escribió el prólogo francés de Voyage au
bout de la peur-, la de la dramaturga y traductora mexicana Mariluz Suárez
Herrera, la de la hispanista búlgara Ludmila Ilieva y la de la investigadora
onettiana Ana Carolina Teixeira Pinto, que se doctoró en la Universidad de
Santa Catarina y me ha propuesto la traducción de Morir con Aparicio al
portugués.
Ahora nos faltaría
explicar por qué le cambiaste el título a la novela, aunque resulta bastante
obvio que estás planteando una confrontación con el Voyage au bout de la
nuit de Louis-Ferdinand Céline.
Sí, es clarísimo.
Yo ya lo había leído cuando viajé a París, y vale la pena transcribir el
último texto que escribí allá (que se llama Para mi muerte y figura en la
novela): Que recorran las aguas álgidas de Jesús / o el corazón del rojo
cruzado de pureza. / Que Don Quijote ruja saltando hasta el león / o se brille
brotando del sexo a la paloma. / Que no se tema tanto ya que este poema existe.
/ (Y una muchacha fértil perfumará la noche). / Que se comulgue siempre /
detrás de la tragedia. / Que se siga creyendo. / Que no se diga más.
Quiere decir que ya
en ese momento estaba desafiando al Dr. Destouches, porque su genial y
oscurísima novela termina con esa frase: Y que no se diga más. Claro que
yo todavía no era consciente de mi latente religiosidad mestiza y contraconquistadora,
para hablarlo en Lezama Lima, que anunció en La expresión americana: La
libertad del Nuevo Mundo sigue siendo una profecía. Una divinidad para el
futuro. Y tal vez sea del alineamiento en esa prospectiva (que también
es muy torresgarciana) que provenga la necesidad de hacer circular en el área
francófona Voyage au bout de la peur. Porque no solamente a través del
fútbol se hace presente la influencia oriental (artiguista) en el Viejo Mundo.
Sin ir más lejos mi hijo, Ignacio Giovanetti, que pertenece a la despeinadora
escuela guitarrística de Olga Pierri, se recibió de Magister Artium en Austria
pero se desmarcó de entrada de la rutina europeísta del concierto clásico estándar
e instaló un soberbio tango grelero en plena Viena.
Dicho y hecho, mon
frère. Y que no se diga más.
Cuartel Artiguista
de la calle Lepanto, febrero de 2020.
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