EL TEATRO INMEDIATO (1)
No hay duda de que una
sala de teatro es un lugar muy especial. Es como un cristal de aumento y
también como una lente reductora. Es un mundo pequeño que fácilmente puede ser
insignificante. Es diferente de la vida cotidiana y fácilmente puede
divorciarse de la vida. Por otra parte, mientras cada vez vivimos menos en
pueblos y más en comunidades globales, la comunidad teatral sigue siendo la
misma: el reparto de una obra sigue teniendo el mismo tamaño de siempre. El
teatro estrecha la vida, y lo hace de muchas maneras. A cualquiera le resulta
difícil tener un solo objetivo en la vida; sin embargo, en el teatro la meta
está clara. Desde el primer ensayo el objetivo está siempre visible, no
demasiado lejano, e implica a todos. Vemos en funcionamiento muchas muestras de
modelos sociales: la presión de un estreno, con sus inequívocas exigencias,
origina ese trabajo en común, esa dedicación, energía y consideración de las
necesidades reciprocas.
Más aun, el papel del
arte en la sociedad en general es nebuloso. La mayoría de la gente podría vivir
perfectamente sin ningún arte, e incluso si lamentara esta falta seguiría
funcionando con normalidad. Pero en el teatro no existe tal separación: en todo
instante la cuestión práctica es la artística. El actor más tosco e incoherente
está tan comprometido en la graduación del tono, el modo de andar, ritmo,
posición, distancia, color y aspecto como el más cultivado. En los ensayos, la
altura de una silla, el tejido de un traje, la luminosidad de la luz, la
calidad de emoción, importan en todo momento: la estética es práctica. Se
equivocaría quien dijera que eso se debe a que el teatro es un arte. El
escenario es un reflejo de la vida, pero esa vida no puede revivirse por un
momento sin un sistema de trabajo basado en la observación de ciertos valores y
en la formación de juicios sobre tales valores. Trasladamos una silla arriba o
abajo del escenario porque es “mejor así”. Dos columnas producen un efecto
desafortunado, pero si añadimos una tercera el resultado es satisfactorio:
palabras como “mejor”, “peor”, “no muy bueno”, “malo”, son cotidianas, pero
estos términos que rigen las decisiones no llevan en sí ningún sentido moral.
Cualquier persona interesada en los procesos del mundo natural se vería
sumamente compensada si estudiara las condiciones del teatro. Sus
descubrimientos serían mucho más aplicables a la sociedad en general que el
estudio de las hormigas o el de las abejas. Bajo el cristal de aumento
observaría un grupo de personas que vive permanentemente según unas normas
precisas, compartidas, si bien innominadas. Vería que un teatro, en cualquier
comunidad, carece de función particular o la tiene única. La unicidad de la
función consiste en ofrecer algo que no puede encontrarse en la calle, en el
hogar, en el bar, con amigos o en el sofá del psiquiatra, en la iglesia o en el
cine. Existe una sola diferencia importante entre el cine y el teatro. El
primero proyecta sobre la pantalla imágenes del pasado. Como eso es lo que hace
la mente durante toda la vida, el cine parece íntimamente real. Claro está que
no es nada de eso, sino una satisfactoria y agradable extensión de la
irrealidad de la percepción cotidiana. El teatro, por otra parte, siempre se
afirma en el presente. Esto es lo que puede hacerlo más real y también muy
inquietante. La fuerza latente del teatro se refleja en el tributo que ha de
pagar a la censura. En la mayoría de los regímenes políticos, incluso en
aquellos en que la palabra escrita y la imagen gozan de libertad, lo último que
se libera de las trabas oficiales es el teatro. Los gobiernos saben de manera
instintiva que el hecho vivo puede crear una corriente eléctrica peligrosa,
aunque esto ocurra muy rara vez. Este antiguo temor es el reconocimiento de un
antiguo potencial. El foco de un amplio grupo de personas crea una intensidad única;
debido a esto, las fuerzas que operan constantemente y rigen la vida diaria de
cada persona pueden aislarse y captarse con mayor claridad.
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