La civilización actual se ha acercado a la más extraordinaria dimensión de
lo humano, impalpable y subjetiva, una dimensión que es necesario confirmar en
su verdadero papel primordial para la humanidad. Ha hecho que el tiempo y el
espacio tiendan a cero, si no a desaparecer. Ha llegado a presentar a la
conciencia la prueba más contundente de lo decisivo de la voluntad ingenieril y
constructiva. Los regalos del conocimiento y de sus derivaciones prácticas
abren la posibilidad de entender cómo funciona la inteligencia y como se
doblega la naturaleza. Si hasta ahora se creía que era necesario aumentar el
conocimiento para entender el mundo, ahora se sabe que es necesario entender el
mundo para aumentar el conocimiento. ¿Cómo se explica esta contradicción a
todas luces inaceptable para la racionalidad tradicional?
ENTENDER Y EXPLICAR
Entender el mundo es vivirlo, experimentarlo, resolverlo como problema, enfrentarlo
con un resultado esperanzador para la vida. Y vivir el mundo es algo que se
hace personalmente, desde la intimidad o interior subjetivo, no sólo por
cálculos y medidas, chips o circuitos integrados. Si bien el conocimiento
objetivo contribuye grandemente a entender el mundo en su estructura general y
en su percepción física, no es suficiente para vivirlo a cabalidad, para
entenderlo operacionalmente, para comprenderlo por dentro. No alcanza la
ciencia más depurada ni ayuda que suscribamos convicciones respecto al ser
humano, a su mente y al cuerpo. El “pienso, luego existo” de Descartes o el “existo,
luego pienso” de los existencialistas, son opciones que tampoco alcanzan. Sólo
en la vida de cada uno se encuentra el sentido de habitar el mundo, convivir
con los demás, justificar con fe, del tipo que sea, el lugar y el tiempo que se
ocupa. Es algo del todo personal y sin ese pequeño pero fundamental algo
no se conquista la persona y se es sólo un individuo, un elemento más del
conjunto.
El cartesianismo y el existencialismo no se oponen, sólo se complementan, como
lo hacen el espíritu y el cuerpo, una de cuyas históricas comuniones anida en
el espíritu del cristianismo. Hay una retroalimentación mutua entre ellos o un
círculo por el que sobrevive el pequeño ecosistema que somos. Y entre los
muchos expedientes de que disponemos hay uno que se destaca: la recursividad
como técnica para vivir, una tecnología natural. Es un juego por el cual los
recursos de que disponemos generan en sí mismos otros recursos semejantes que
multiplican las habilidades y facultades. Con ello se crean nuevas estructuras
de pensamiento y multiplican formas de existencia que se renuevan permanentemente.
Gracias a este recurso, de activación espontánea, aprendemos a enfrentar el eterno
estado de cambio en que vivimos inmersos. Resolvemos problemas a diario,
enfrentamos situaciones de toda clase cuyos desenlaces desembocan en otras nuevas
y diferentes, establecemos relaciones familiares y laborales dinámicas y
fluctuantes que modifican las condiciones de vida y mutan de lo económico a lo cultural
y de lo cultural a lo económico, de unos amigos en otros, de los nacimientos
esperanzadores a las muertes desmoralizantes.
Así como esa herramienta maravillosa nos permite superar la adversidad y
reafirmarnos como seres pensantes, también nos permite reproducir fórmulas que
se replican posibilitando diferentes modos de existencia que se reproducen en
forma prácticamente inacabable. Y es curioso que de una fuente finita de
recursos resulten posibilidades prácticamente infinitas. Basta que una persona
de edad cuente su vida para comprobarlo: no habrá momento en que dé por
finalizado el relato y siempre tendrá hechos, personajes y lugares, peripecias
y desenlaces con los que extenderse, como una novela.
LA EXISTENCIA NO ESPERA
Todo esto se refleja en lo palpable, en lo material, objetivo y empírico. Vivimos
ese mundo porque lo sentimos por fuera, con los sentidos del cuerpo. Pero también
vivimos el mundo impalpable que se experimenta por dentro, igualmente, gracias
a esas pautas recursivas que aplicamos a diario y aunque no nos demos cuenta.
Las construcciones inapreciables, mentales y espirituales, morales y de valores
son las que intuitiva y espontáneamente nos permiten afrontar la adversidad y
los problemas. Porque la vida no da tiempo para sentarse a estudiar y
reflexionar acerca de cómo salir del paso, de cómo saber a qué atenernos en la
lluvia de sorpresas y hechos inesperados que se presenta. No hay tiempo para el
conocimiento objetivo, para la filosofía ni para la ciencia, para la economía ni
la contabilidad, si no las tenemos ya incorporadas.
El conocimiento objetivo sólo se alimenta a sí mismo ‒afortunadamente‒, mientras que el conocimiento subjetivo nos
alimenta a nosotros en la instantaneidad en que nos planta sin piedad la
existencia cotidiana. Es meridianamente claro que entender el mundo no
es explicarlo, que entenderlo corre por cuenta de la subjetividad
mientras que explicarlo corre por cuenta de la objetividad, sin que esto tenga
que ser en blanco y negro. Entender es, más bien, poner en orden, suministrar
desde dentro una figura que ponga en comunicación el mundo vivido con el mundo
sentido, poner al habla el mundo y el yo, trabajar sobre el instante. Explicar
es apelar a los métodos del conocimiento sistemático de la física, la biología,
la psicología, el trabajo en lo mediato y de largo plazo.
Filósofos como Pascal han destacado la incapacidad de la ciencia para facilitar
la comprensión de la vida; pensadores como Kierkegaard han creído que la vida
se asume por la desesperación, un concepto más profundo que el común y
corriente y que define la naturaleza humana. Y psicólogos como Frank han hecho
del sentido todo un emblema para la vida, sin el cual sólo se termina
como pasto del tiempo. Muchos sabios han logrado explicaciones, teorías e
incluso demostraciones de validez y verdad sólo por pálpito, a fuerza de ensayo
y error, aunque no se sepa a ciencia cierta qué es lo intuitivo ni conozca la
lógica del ensayo y error. Una especial función neurofisiológica seguramente
está oculta en el fenómeno, por la que la esencia de una idea o de un contenido
de pensamiento resultaría de la activación de un grupo de neuronas por un
estímulo, de modo que un complejo proceso produciría la permanencia de la
actividad ya desaparecido el estímulo.
VIRTUALIDAD Y ARTIFICIO
La famosa realidad virtual es un correlato de esta capacidad humana. La virtualidad
es una imagen construida en base al juego de circuitos integrados y algoritmos
reunidos y combinados adecuadamente para simular una realidad inventada. Y la
capacidad bioquímica de la mente, por su parte, es una actividad por la que se
activan bucles de neuronas y reuniones de células con función alerta que se
aplica en cualquier circunstancia. Esta vía extraordinaria interviene en la
comprensión de la realidad objetiva sin menoscabo de la racionalidad ni desdén
por la obra de los sentidos, de la memoria y de las habilidades adquiridas por
aprendizaje y repetición. Ambas modalidades parecen romper con las barreras que
el tiempo y el espacio anteponen al vivir y al conocer.
Pero la tecnología, la razón artificial (no inteligencia sino razón
artificial), con sus beneficios y sus males, no es sino la repetición del
trabajo del cerebro. Por una parte, se consagra en la matemática de los grandes
sistemas relacionales de proporciones cuyo nervio es la medición (ciencias axiomáticas,
teóricas, fácticas, de modelos, de probabilidades) y, por otra, se consagra
merced a la experiencia común y corriente, cuyo nervio especial es el trabajo y
la actividad que se corresponde con la satisfacción de las necesidades
primarias: alimento, habitación, protección, sanidad.
Se han derrocado dos grandes obstáculos: la distancia y la espera. La
primera ha sido puesta en entredicho mediante la tecnología de las
comunicaciones y por el extraordinario perfeccionamiento de los medios de
transporte. Y, en consecuencia, la espera se ha visto asombrosamente reducida
en sus antiguas e interminables dilataciones, pues el acortamiento de las
distancias no es otra cosa que la reducción de tiempo en los viajes y las
intercomunicaciones. Lo real y lo virtual se han aproximado, lo físico se ha
vuelto más mental, lo imaginario más presencial, el mundo se ha achicado en lo
objetivo y se ha agrandado en lo subjetivo. Y surge una realidad fuera del
espacio y el tiempo.
LA POSMODERNIDAD
La posmodernidad tiene diagnósticos como el de la sociedad de masas de José
Ortega y Gasset, y psicoanálisis como el del miedo a la libertad practicado por
Eric Fromm. Cuenta con demostraciones como la de Jean-François Lyotard, es decir, la del fin de los grandes
relatos rectores, y desenmascaramientos del pensamiento débil, como el de Gianni
Vattimo, o el de Zygmunt Bauman y su reducción de la modernidad a sociedad
líquida. También Luigi Zoja explica el triste fenómeno de distanciamiento del
prójimo, y destaca cómo olvidamos a quien está cerca para enamorarnos de quien
está lejos. Estas brillantes interpretaciones de nuestra época denuncian el
cambio radical en el plano físico y material del individuo y de la sociedad, de
las conductas y de las grandes instituciones del intelecto y la civilización. Pero
hay otro plano.
El fin de la persona como lugar físico y jurídico, de la libertad como
realidad personal, de los grandes relatos como guías prácticas del ideal y la conducta,
la debilitación del pensamiento en su tránsito de lo improvisado y muscular a
lo tecnológico y electrónico, todo ello tiene su correlato en la dimensión
mental. Ya Zoja advierte cómo el mundillo virtual de la información, sometida
al mercado y vuelta mercancía, se convierte en una realidad que se vive en
todos lados, aunque no en carne propia. Hay un despojamiento de lo espacial al difundirse
lo que ocurre en todo el mundo, y de lo temporal al ir y venir la información
como objeto de la oferta y la demanda. Con esto la realidad muta en pura
estadística y se considera a expensas de la “información objetiva”. Pero es
virtual, es decir, producto de una elaboración de tipo subjetivo. Es el mismo
fenómeno por el cual la conciencia individual barre el curso de su historia para
quedarse con sólo lo que le ha resultado provechoso para la vida. Así, pues, la
subjetividad rompe con lo espaciotemporal y logra que su realidad virtual se
concentre en su presente único y vital: la inteligencia, la espiritualidad, la moral,
los valores, todo aquí y ahora como si fuera real.
Lo posmoderno, la tecnología de punta y la productividad humana común y
corriente, masificadas, empequeñecidas, debilitadas o licuadas, proceden como
la subjetividad: crean un dispositivo que se activa y pasa a lo indeterminado y
eventual, aunque los estímulos provenientes de la experiencia ya no estén
presentes. Lo que significa una sola cosa, a saber, que la posmodernidad no es
despersonalización pura, deshumanización pura, olvido puro sino, también, y
quizá exclusivamente, incipiente hegemonía de la subjetividad. ¿Será el signo
de la nueva expectativa secular? No lo sabemos.
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