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MUCHOS
TIPOS DE PRISIONES:
LA
MUJER QUE QUEDA AL ÚLTIMO
“NUESTRA
SEÑORA
DETRÁS
DEL MURO”
Cómo
la herida generacional de ser despojados de
la
Madre provoca que generaciones subsiguientes
vivan
agachadas como si aun los estuvieran
aplastando
cuando ahora son, de hecho, libres (4)
La revolución pacífica sí llegó (2)
Este régimen, al igual que los vastos imperios de Roma antes de él, como el
imperio británico, el imperio egipcio, como Gengis Kan, como los reyes de
España, todos se apoderaron de tanta tierra y dominaron con arrogancia a tanta
gente, que los monarcas autoproclamados de cada uno ya no pudieron supervisar,
gravar, usar, explotar, controlar a todas los millones de mentes que se
extendían sobre miles y miles de kilómetros cuadrados, pues ahí había mucho
menos de “los de arriba” que gente.
Así, ese tipo de “comunismo” también se convirtió en lo que cualquier otro
régimen dictatorial: como el cuervo en las fábulas de Esopo, que metió su largo
pico en una botella de vidrio y glotonamente agarró todas las uvas que pudo.
Pero ahora el buche lo tenía tan expandido que el cuervo no podía sacar ni su
pico ni las uvas de la botella sin tirar la mayoría de ellas y volver a cerrar
el pico. Así también fue con este régimen.
La dictadura, durante décadas emocionalmente lisiada y endurecida de corazón,
que repartía ayudas y favores injustamente sólo en su círculo interno, haciendo
espectáculos para turistas con niños que obsequiaban flores y cantaban viejas
canciones folklóricas, mientras que a otros se les ordenaba que siguieran violentando
los bosques, los ríos, los campos de cultivo y hasta el mismo aire del cielo, y
todo eso mientras encarcelaban, rechazaban, desaparecían a cualquier alma que
hablara con la verdad -suavizándose incluso un poco hacia el final, pero
demasiado tarde como para que pudiera salir alguna continuidad de ello-, así
también el régimen quedó lisiado económicamente.
Cuando cayó el régimen, el muro cayó con él. Y la gente, aunque empobrecida
de cierta manera antes, durante y después de que cayeran los muros y el
gobierno principal, de nuevo se enriqueció completamente, de otra forma, con
libertades potenciales. Se ha dicho que algunos de los que fueron parte del
régimen abrazaron la libertad de nuevo, y se reinventaron para intentar buscar
un lugar en una nueva sociedad en la que pudieron ayudar en lugar de obstruir.
Se dice que muchos volvieron de nuevo a lo sagrado en ellos mismos, y poco
a poco comenzaron a alentar y defender la sacralidad de los demás. Quedó claro
que podría haber un lugar para que casi todos prosperaran, como muchos de los
que estaban detrás del muro, de la llamada “Cortina de Hierro” que habían
tenido dos vidas: bondad de un lado, decencia del otro; bondad de un lado, maldad
del otro; maldad de un lado, maldad del otro.
Y después de que cayó el muro, varios encontraron la redención; se
reconciliaron de muchas maneras con otros. Unos más viven todavía en la fantasía
de una gloria pasada que fue mucho más dolorosa y sangrienta de lo que fue
gloriosa. Pero también muchos otros, como la gente a ambos lados del muro, se
reunificaron dentro de ellos mismos, lentamente, con el paso del tiempo,
reconciliándose, haciendo las paces con lo posible, siguiendo con su vida y
ayudando a otros a vivirla también.
Después de la caída del muro, millones de personas que durante el tiempo
fueron separadas de sus seres amados “del otro lado”, inundaron las brechas en
el muro, como agua bajo presión que repentinamente se precipita y salta por una
presa odiada y fracturada. Mi padre, de la tribu minoritaria de los suabos del
Danubio del sur de Hungría, nos dijo que había llegado una carta. Por teléfono,
el que leía la carta decía que las ancianas tribales en las afueras de muchas
aldeas del sur de Hungría oyeron hablar o vieron “la caída del muro” con sus
propios ojos, reunidas en el hogar de algún vecino para mirar la televisión con
asombro… mientras jóvenes y viejos se paraban sobre el enorme muro mortífero de
concreto que dividió a Berlín y el resto de Alemania durante casi tres décadas.
Nosotros también miramos, con mi padre, a un viejito jorobado de ochenta y
tantos años. Nos agarramos de las manos y observamos con asombro mientras esa
noche, iluminada por los reflectores de literalmente miles y miles de cámaras
de noticias de todo el planeta Tierra, la gente sobre el muro usaba martillos
de bola y mazos para realmente romperlo en pedazos, para derribarlo, de una vez
por todas. El odio por la opresión que sufrieron durante demasiado tiempo y la
felicidad por tener finalmente libertad se mezclaban en distintas proporciones
en cada alma.
Y la carta que recibimos de nuestra tierra nos dijo que las pocas ancianas
que todavía vivían después de tantas décadas durante las que les fueron
prohibidos sus suelos santos y lugares sagrados para la Santa Madre y la
Sagrada Familia y los Santos, la noche después de la caída del muro lloraban
mientras arrancaban los dobladillos de sus largos vestidos negros; rosarios
hechos de cuentas de madera de cerezo de las ramas caídas de los árboles de sus
propios huertos, que alguna existieron cuando todavía se permitía que toda la
gente viviera y trabajara en su tierra amada.
Estos eran los mismos rosarios que las viejas escondieron en las costuras y
dobladillos de su vestimenta durante todas esas décadas, durante el comunismo;
y con frecuencia, eran lo único que les quedaba de las aldeas sobre las tierras
de labranza, donde los árboles suspiraban con el viento, las ramas florecían
tan fragantemente y daban peras y cerezas deliciosas. Como solía decir mi
abuela Katerin, los árboles frutales cada año pagaban su diezmo en madera que
se transformaba en cuentas para el rosario de la Santa Madre.
Todas esas décadas desde la niñez y de sus años mozos, a lo largo de su
madurez y ahora hasta llegar a la edad del pelo blanco y los hombros caídos,
las ancianas -con todo y la prohibición del comunismo que les imponía el
ateísmo- habían rezado el rosario a diario con Nuestra Señora. Lo hacían
sosteniendo los dobladillos de sus vestidos furtivamente. Al hacerlo, rezaban
el rosario mientras sentían las cuentas entre los dobladillos de sus
voluminosas faldas negras, contaban sus cuentas y rezaban y rezaban, rezaban en
silencio. En total desafío.
Todavía es un mantra en mi familia: Tienes que cavar muy profundo para
enterrar a Nuestra Señora.
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