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ANSINA, LA SOMBRA NEGRA DE ARTIGAS



La colección de poesías de Ansina, un negro esclavo liberado por Artigas de los portugueses que acompañó al general toda la vida, contienen innumerables hallazgos, pero uno muy considerable es la conciencia que Ansina tuvo de los hechos que estaba viviendo, su lucidez, su claridad mental.

Ansina, el negro esclavo liberado por Artigas de los portugueses que acompañó al general toda la vida. Por ejemplo, el poema que dicta al cumplir los 100 años en que filosofa sobre la muerte, el análisis del tratado del Pilar con sus cláusulas secretas incluidas, la traición de Ramírez y la presentación de las instrucciones del Año XIII.

Artigas no aparece disminuido por la cercanía, de acuerdo con la ley de la «perspectiva invertida» que hace ver más chico lo que tenemos más cerca. El mismo fenómeno, muy inusual, se da en Bach, que aparece como un gigante en las descripciones de los que lo conocieron más de cerca, incluida su viuda. También en el caso de Artigas, poetas y versificadores le reconocen muchas veces una «luz», un resplandor, llegan a decir una aureola. Y no parece un recurso poético, porque lo mismo decían los guaraníes.

Ansina escribía para la memoria, versificaba para recordar mejor apoyado en el metro y la rima, era un cronista en verso que no pretendía obras de arte mayor con metáforas elaboradas y pulidas.

Visita al cementerio

Después de la muerte de Artigas en el Paraguay en 1850, un negro anciano de gran estatura, que había acompañado al prócer en la guerra y en el exilio desde 1820, iba todos los años a visitar su tumba para el 23 de setiembre.

Estaba prácticamente ciego, era casi centenario, se hacía acompañar hasta el cementerio por algún amigo bien dispuesto, exiliado oriental como él. La última vez no encontró la tumba. Le dijeron que un grupo de orientales llegados de Montevideo se había llevado los restos al Uruguay, cumpliendo la decisión del gobierno de repatriarlo. «No me dijeron nada» musitó según la leyenda. Se recuperó enseguida: «esos orientales se olvidaron de la sombra negra de Don José».

La sombra de Don José

“La sombra negra de Don José” era Joaquín Lenzina, esclavo que Artigas compró y liberó de inmediato. La historiadora uruguaya Elaine Castro dice que cualquiera preguntado sobre él en el Montevideo actual lo definiría como “un negro que le cebaba mate”. Elaine concluye de esta respuesta presentida que en nuestra historia no hubo solo etnocidio, como el de los charrúas, sino también culturicidio. Agregaríamos, como dice Gonzalo Abella, “paisajicidio” de la mano del extractivismo que permiten hoy día gobiernos que se dicen progresistas.

Lenzina dejó en versos escritos a lo largo de toda su vida adulta, que son también crónica, testimonio de la gesta artiguista, contada por alguien que la vivió tan de cerca como es posible, y que compartió con Artigas ideas, proyectos, intenciones. Las que se pueden decir y las que conviene mantener secretas en gestas como en las que estaban embarcados.

Entre los propósitos de ambos estaba luchar porque las culturas discriminadas y oprimidas administren sus asuntos: que negros, indios, criollos puedan autogobernarse manteniendo sus tradiciones y su identidad, su “soberanía particular”.

Los adversarios eran entonces los monárquicos y los representantes de las culturas urbanas. Estos últimos llevaban las de ganar y ganaron. Cuando al final de su vida lo invitaron a vivir en Asunción, Artigas dijo que nunca visitó las ciudades sino para ponerles sitio.

La libertad

Ansina recuerda el momento de la liberación en las Misiones Orientales en uno de sus poemas:
Llegó el bendito día
Cuando uno de ojos celestes,
Mirándome, decía:
¡Pagaré lo que me cuestes!

¡Con tal que me sigas
Te haré libre de verdad!
-Así me dijo Artigas-:
¡Amarás la libertad!
Danilo Antón lo retrata: “Era negro, esclavo, como tantos otros sometido por la fuerza a una situación de humillación y de ignominia. En su larga vida recorrió muchos caminos y aprendió muchas cosas. Habló todos los idiomas de los humildes de la tierra, cantó las coplas más nuevas y las canciones más viejas, acompañó la historia desde adentro, jugándose el pellejo en cada jornada. (…)”

“(…) Sobrevivió en Montevideo cuando logró escaparse por primera vez allá en su juventud. Sobrevivió en las mazmorras y plantaciones de Sao Paulo. Sobrevivió en los pueblos misioneros, (…) en Las Piedras y en Purificación (…) en Curuguaty y en Asunción. (…)”

“(…) Fue fundador de la literatura oriental y padre de la patria vieja. Guitarrero, arpista, poeta y payador políglota, gestor de ideas y aconteceres junto a Don José (Artigas), Andresito y tantos otros en los tiempos de los orígenes. (…)”

Duro, adaptado a las inclemencias

Lenzina (Lencina) es un apellido español, relacionado con el árbol de la encina, el más característico de España, duro, adaptado al frío, a la altura y a la sequía, propio de toda la cuenca mediterránea.

El apellido está atestiguado desde alrededor del año 1000. Es muy común en España y también en Iberoamérica.  Pero Joaquín lo cambió por “Ansina”, que le sirvió para el título de su poema “Ansina me llamo y ansina soy”. Ansina es un adverbio, forma antigua de “así” que era usual en el campo y lo es todavía porque en los medios rurales los cambios lingüísticos son más lentos.

El dios de las llanuras

Ansina se manifiesta cristiano en uno de sus últimos poemas, pero aclara que nunca siguió a “dioses sentados”. Se ha interpretado como “dios sentado”, además del «dios ocioso» declinante de tradiciones desaparecidas, a los dioses de los imperios.  Por ejemplo, cuando Cristo fue lujosamente representado en mosaicos en el esplendor de Bizancio, apareció vestido como un rico funcionario, lo mismo que su madre, sentado en posición frontal, mayestática, como corresponde a la influencia incomparable de un emperador. Ese era un “dios sentado”, a diferencia, por ejemplo, del dios que acompañaba a los judíos por el desierto, que no era menos terrible ni distante, pero iba con ellos, caminaba con el Arca, no se lo entendía “sentado”.

No es para Ansina solamente la diferencia entre un dios imperial, para él esclavista, negrero, y una deidad africana; sino también entre un dios sedentario, “sentado”, y un dios nómade que viaja, que anda de un lado a otro como hizo él mientras pudo.

El lenguaje de Ansina

En “Leyendas, mitos y tradiciones de la Banda Oriental”, Abella nota que Ansina aprendió a leer y escribir en lenguas europeas castizas, “pero hablaba el lenguaje gaucho de su época y de su pago. “Quiero decir que no escribía como hablaba. Términos guaraníes, charrúas, bozales, portugueses, españoles arcaicos y hasta quechuas eran comunes en el habla rural de la Banda Oriental y de Entre Ríos, en diferente proporción en cada paraje. El mundo gaucho era a la vez fusión y coexistencia fraterna de las culturas discriminadas”.

Según eso, cuando Ansina escribía, el lenguaje que aparecía en su pluma no era el mismo que fluía de  su boca cuando hablaba. Se trata de una dicotomía que se ha sostenido a través de los siglos. El eminente filólogo español Ramón Menéndez Pidal dice que en la antigua Roma, cuando el cantero más rudo se disponía a tallar un letrero en la piedra, lo que aparecía a golpes de cincel era la lengua clásica, no la coloquial. Solo su incultura dejaba traslucir a veces una forma popular, que a la larga resulta preciosa para entrever el idioma hablado de entonces. De la misma manera, las formas primitivas de las lenguas romances se conocen porque los documentos notariales, por ejemplo, contienen formas coloquiales que se les escapaban a los notarios en una época en que el latín ya era lengua muerta, pocos sabían escribir y las lenguas romances no se escribían.

Pero sin duda Ansina era suficientemente instruido y dominaba la lengua en que se había expresado por escrito durante seis décadas por lo menos. Sus versos son sencillos, imperfectos, pero ricos en contenido, hechos para el canto y la guitarra, para el camino y la memoria, para los fogones, no para los salones.

Eran obras para payadores, que posiblemente circulaban de memoria y escribía luego. Aunque muchos parecen perseguir una finalidad de crónica, de relato de hechos que no deben salir de la memoria y merecen conservarse por escrito.

Los papeles escritos por Joaquín Lenzina, los primeros de 1798 y otros de 1806 y que hacen referencia a las invasiones inglesas, fueron custodiados fielmente por Juan León Benítez, nieto del presidente paraguayo Carlos Antonio López, quien los protegió incluso en los años de fuego de la guerra de la Triple Alianza.

Una vida difícil, pero fiel hasta el final

En sus poemas finales, que dictó ya casi ciego, relata aspectos de su vida. Por ellos sabemos que nació en Montevideo de padres esclavos. Fue aguatero de niño, luego payador en la campaña oriental. En Montevideo se embarcó en un buque ballenero, pero pronto supo que eran piratas que atacaban a los balleneros en ruta a las islas Malvinas. Escapó y llegó al Brasil, donde fue capturado por portugueses que lo vendieron como esclavo hasta que lo liberó Artigas. Con el jefe de los orientales participó de la batalla de Las Piedras, del sitio de Montevideo, del Exodo. Escribió sobre todas las batallas:  Cepeda, Tacuarembó y narró la defección de Ramírez en “El Lamento de los Libres”.

La última de las 10 cuartetas de esta poesía dice:
Ramírez, invicto en Buenos Aires
Cedió a la porteña seducción
Rompiendo los ideales federales…
¡Cuán cerca está la lealtad de la traición!
En medio de la traición que persiguió a Artigas toda la vida y continuó en la muerte, hay un punto de sosiego, una sombra negra refulgente de lealtad. Es la del esclavo que liberó a pesar de ser «peligroso, revoltoso y tener malos antecedentes”, según la advertencia que recibían los posibles compradores.

Joaquín Lenzina, el que le dijo cuando Artigas anunció que pediría asilo en el Paraguay: “Mi general, yo lo acompañaré hasta el fin del mundo”. Y cumplió.

(AIM / 24-2-2020)

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