miércoles

OCÉANOS DE NÉCTAR (LA NOVELA CAPITAL DE LA CIENCIA FICCIÓN URUGUAYA) 17 - TARIK CARSON


1ª edición WEB: Axxón / 1992
2ª edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2019

QUINCE (1)


El señor Rupérez no era un afable compañero de trabajo. Un compañero debe ser comunicativo, solidario a veces. Pero Rupérez carecía de estilo. Toleraba a los demás, pues era un hombre de fuertes principios jerárquicos, y no se metía en la vida de nadie. Los otros, en cambio, no toleraban su incomunicación, su capacidad para estar largas horas solo, sentado detrás del escritorio, casi en la oscuridad, año tras año así. La mayoría de los oficiales paseaban y conversaban en el magnífico prado artificial que rodeaba la casa. También se entretenían haciendo reñir a los perros de presa de vigilancia. Pero el señor Rupérez jamás hacía lo mismo. Se daba conocer en el portón de rejas, camina cabizbajo hacia el edificio, no miraba a los vigilantes ni a los perros. Ni daba importancia a los ojos electrónicos que fiscalizaban su pasada. “Es un hombre raro”, pensaban los otros al verlo pasar sin saludar. Pero era el interrogador oficial de la casa. Nadie tenía su prontuario ni sus responsabilidades, e infundía un respeto profesional que era una modesta leyenda entre la comunidad de oficiales del Servicio de Marte. La modesta leyenda se había acrecentado sola, sin que nadie la pudiera justificar. Pero se debía a la pose y al silencio del interrogador. El silencio les había hecho creer a todos que Rupérez no hablaba porque era una especie de genio al que ningún elemento subversivo jamás había logrado resistir, que no condescendía hacia los demás por la imposibilidad intelectual, más allá del bien y del mal.

Tenía a algunos asistentes bajo sus órdenes, pero se comunicaba apenas con uno. El oficial enfermero, al que, sin saber por qué, todos llamaban el “médico”. Era un hombre insignificante, que afirmó haber estudiado medicina en una época lejana. Entró al servicio y, sin título alguno, se especializó en reanimación. Era la mano derecha del señor Rupérez, aunque este no tolerara su voz, ni su presencia, como tampoco podía prescindir de sus servicios.

Así durante la mañana de aquel día que sería trascendente, el “médico” encontró a Rupérez y le dijo:

-No resistirá mucho más. Tiene que darme algunos días para que lo recupere.

-No puedo depender de usted -le contestó Rupérez, sin mirarlo.

-Como quiera, pero líbreme de responsabilidades. Si respira aun es por la combinación de drogas. Pero las drogas también tienen sus límites… Además, he observado que no lo interroga.

Rupérez se envaró y lo miró fijamente a los ojos. Furioso, habló bisbiseando como si quisiera apuñalar con las palabras. Sus ojos se habían reducido por la rabia:

-Eso no es de su incumbencia. ¿Desde cuándo dispone algo usted acá?

-El señor Necat dijo que lo conservaríamos hasta nueva orden.

Rupérez se dio vuelta rápidamente y se dirigió hacia las escaleras que iban al sótano, a su oficina y a las piezas contiguas donde estaban las celdas y las salas herméticas para las tareas. En su oficina caminó un buen rato alrededor del escritorio. Luego se cambió de ropa en el pequeño baño, y se dirigió hacia la pieza de tareas.

El doctor Pigot era una masa renegrida y sanguinolenta que respiraba suavemente, inconsciente, en un rincón. El señor Rupérez no lo miró con antipatía.

-Coraje, señor Pigot -dijo con tono afable-. Coraje que falta poco. No se me reduzca ahora.

Seguidamente tiró de una cadena que estaba sostenida a una rondana amurada al techo. Tomó a Pigot por los pies, llagados por las quemaduras y sin uñas, y lo encadenó por los tobillos. Luego, con lentitud y esfuerzo, empezó a tirar de la cadena. El pequeño cuerpo de Pigot se fue arrastrando por el piso de cemento y luego se fue elevando con los pies hacia arriba. A un par de metros, el señor Rupérez trabó la cadena en un gancho de la pared. Entonces puso en un rincón el gigantesco tacho con agua podrida y excrementos que estaba montado sobre ruedas y rieles. El lugar, al removerse el tacho, empezó a heder terriblemente.

-No hay que preocuparse -dijo el señor Rupérez con mucha calma, prosiguiendo con su tono suave y condescendiente-. Todo se soluciona tarde o temprano. Yo, si tengo que decirle la verdad, no estoy desconforme con usted. Pero, cumplo con mi trabajo, como lo ve. Lo hago bien, creo…

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