1ª edición WEB: Axxón / 1992
2ª edición WEB:
elMontevideano Laboratorio de Artes / 2019
CATORCE
El horario de trabajo del
señor Rupérez era muy flexible. Esta oportunidad lo satisfacía porque le
gustaba llegar a su casa a cualquier hora, imprevistamente… Nunca había tenido
problemas…
Su oficina era bastante
amplia, de cemento y puertas de hierro, sin luz ni aire naturales, en el sótano
de aquella mansión anodina, vetusta, con un gran patio circular y altos muros
vigilados. En un extremo, el señor Rupérez tenía un banco de carpintero con los
utensilios de un diverso taller. A un lado había dos grandes jaulas con
barrotes de hierro recubiertas de alambre; al otro lado del banco, había cuatro
ficheros de chapa despintada, abollada y deslucida. En los dieciséis grandes
cajones, él guardaba clasificados por abecedario los instrumentos del oficio,
la mayor parte creados o construidos por él. En el otro extremo estaba su
escritorio, con una vieja lámpara y una placa barata y diminuta para ver
exclusivamente programas de la Tierra. En los cajones no tenía más que un
cuaderno manoseado y una lapicera.
Esporádicamente,
escuchaba alguna misa o arenga religiosa entre los continuos festines de fútbol
de la Tierra. Ese día, como tantos otros, con la vista dolorida por el fulgor
de la placa, el señor Rupérez había proseguido su día sentado al escritorio, en
una posición rígida, con la mirada perdida en el fondo de la oficina. Esta vez
tenía compañía. A unos diez metros, en una de las jaulas, tenía un gran
chimpancé. Hacía días que no tocaba al gran chimpancé. No tenía ganas. Hasta la
semana anterior había experimentado con los aullidos. Después, el animal había
empezado a flaquear. Perdió, en apenas tres días, demasiados kilogramos. Le
había costado alimentar a la burocracia para poder conseguirlo en el zoológico.
Habían declarado al fin que era para un experimento biológico en la Facultad de
Veterinaria. Tenía que durarle, le había dicho el oficial a cargo. Después de
todo, no le eran tan fundamentales al Servicio aquellos experimentos. Aunque,
para el señor Rupérez, tendrían en el futuro considerable utilidad. Había
grabado una y otra vez los lamentos del animal. Había recurrido al alfabeto,
que incluía a la electricidad, a la asfixia por agua o por la bolsa de nailon,
a los meros golpes, a la hipodérmica, al ácido, al depurador fuego, al sonido,
al aceite hirviente, a la tenaza modificada, al martillo, al clavo bíblico… Las
cintas estaban grabadas, él había hecho lo posible, pero no le habían enviado
al perito. Para él, el animal siempre aullaba de la misma manera, y, además,
¿cómo saber si mentía o no sobre un hecho determinado, por ejemplo, el de tener
hambre o sed? Había abandonado la materia, por el momento. Llamó al “médico” y
le dijo:
-Es suyo. Mejórelo.
Hacía días de esto. Y
entonces, durante la tarde llegó el señor Necat. De improviso, solo con su
pipa, una botella envuelta en papel manila y dos vasos.
-¿Y cómo está Turquía,
señor? -preguntó después del saludo.
-Como siempre, Rup, como
siempre.
Necat sirvió la bebida y
se sentó en la silla, frente a Rupérez que se mantenía de pie algo excitado por
la buena sorpresa.
-Siéntate -dijo Necat-. Y
tómate un trago. ¿Cómo está la familia?
El señor Necat encendió
la pipa, movió la lámpara que le daba algo de luz en el rostro, y se mantuvo
quieto un largo rato. Rupérez tomó apenas un sorbo de bebida, y se mantuvo a la
espera. Amaba a aquel jefe, y le tenía tanto respeto que no se animaba a hablar
primero. Necat, en cambio, suspiró y extendió las piernas.
-Este es el único sitio
apacible en este planeta infernal -dijo-, y el único lugar donde tengo a un
amigo.
-Gracias, señor. Es
porque hace mucho que sirve en las fronteras, señor. Se me ocurre, señor.
-En el viaje, pensando en
que te necesitaría, recordé cómo te descubrí, Rup. ¿Lo habrás olvidado?
-Por supuesto que no,
señor.
Necat tomó otro sorbo de
alcohol y recordó, mirando las huesudas y fuertes manos de Rupérez. Lo había
conocido en una cinta de video. Rup recién había entrado al servicio, tenía un
bonito pelo castaño que le caía sobre la mirada turbia e indefinida, triste,
muy triste. Estaba en una asamblea de obreros. Había cuatro cámaras ocultas.
Rup vestía ropas de obrero, e ignoraba lo de las cámaras. Ignoraba si había
otros sirviendo como él. Ignoraba todo, salvo que servía al Sistema. Entonces
lo hizo porque sí. Se había quedado hasta lo último y vio al gremialista
dormido. Un individuo solo en el salón, dormido sobre la silla. Ebrio al punto
de no ver que la asamblea había finalizado y todos se habían retirado. Entonces
Rup había sacado del bolsillo su cuerda de piano. Ató al borracho a la silla
por el cuello (la cuerda de piano no era muy larga). Luego lo enfrentó y lo empezó
a golpear con los codos. Le fue rompiendo la cara. Primero las cejas, luego la
nariz, luego la boca. Después la quijada. Más tarde lo golpeó con los puños en
el vientre. Finalmente machacó sobre el corazón. No tuvo la prevención de
observar por si alguien aparecía. Tenía como ojos en la nuca para intuirlo. Era
un sentimiento.
Más tarde, en la
estación, cuando le mostraron el video empalideció y se juró a sí mismo que
nunca más se descuidaría, si escapaba aquella vez. Pensó que lo castigarían.
Tuvo la increíble suerte de que Necat asesoraba entonces a las estaciones de
Sudamérica. Y lo encontró…
-Tengo alguna noticia
mala y alguna buena -dijo Necat saliendo del recuerdo.
-Podría decirme la mala
primero, señor.
-Hemos obtenido nuevas
victorias. Naturalmente. Lo lograremos sin guerra caliente, me temo, como
sabes. Yo lo llamaría asunto de compra y venta. Así, que, en poco tiempo quizá
disminuya tu trabajo, Rup.
Rupérez enrojeció, pero
no dijo una palabra.
-Me refiero a tu
especialidad. Trabajo en grandes cantidades, como teníamos en la Tierra, antes
de que te enviáramos para acá… Trabajo común sabes que siempre tendrás.
Incluso, si llega el caso, hará que se mantengan en una oficina, sin hacer
mucho… Hasta que recrudezca la próxima subversión. Pero podrá pasar una o dos
generaciones. Entonces, tal vez, ya estés demasiado viejo.
-Bueno, pero es una buena
noticia que se nos rindan sin lucha, señor. Mi caso no importa.
-No hemos luchado
demasiado, para serte honesto. Cruzan la frontera y vienen a cobrar a nuestras
oficinas. Son las nuevas generaciones. En realidad, si estuvieras allá, no te
necesitaría. Hablan sin esfuerzo. Cobran y se vuelve a tratar de que sus
compatriotas acaten ciegamente la elaborada causa de la rendición. Aunque,
después surgirán como hongos, en otra zona, lo sabemos bien… Entonces tendremos
que comprarlos, y ellos convencerán con el pico a la tropa. Y así irán pasando
los siglos…
Necat dio unos golpecitos
en la mesa. Rupérez sonrió.
-¿Nos jubilarán con un
sueldo aceptable, señor?
-No te preocupes por eso…
El amor al trabajo, el amor al trabajo, a eso me refería. La extracción de la
verdad, algo que a tantas sabandijas les parece terrible.
Necat movió la cabeza
tristemente y observó la piel descuidada y reseca, los turbios ojos hundidos
del subalterno. “La Cabeza Civilizadora le deshidrató la piel para siempre”,
pensó. Bebió un sorbo de alcohol y agregó:
-La buena noticia es que
necesitaré tus servicios, mañana, creo.
-Ahora mismo, señor.
-No, no. Mañana o pasado.
Sólo un caso. Así que…
-¿Sabandija del trapo,
señor?
-No lo creo. No de esta
vez. Aunque puedes acusarlo de eso. Siempre ha sido algo efectivo.
-¿Me entregará la
carpeta, señor?
-No lo creo, Rup.
-¿Entonces, qué le sacamos?
-Pues no lo sé. En
principio, haz el trabajo rutinario. Como siempre.
-¿Puedo saber algo más?
-En principio, no. No te
puedo decir más.
Hubo una pausa y Rupérez
abrió el cajón y tomó el cuaderno.
-Nada de apuntes esta vez
-dijo Necat.
-Es para el informe,
señor. En todo caso, ¿cómo lo quiere?... Moderado….
-Extremo, pienso -Necat golpeó
la cazoleta de la pipa en el extremo del escritorio y el tabaco quemado cayó en
masa sobre el piso de cemento.
-Bien… Extremo -escribió
con dificultad sobre la tapa del cuaderno-. ¿Lo demás a mi criterio, señor?
-Nada de apuntes. No más
que eso -Necat señaló la escritura en la tapa del cuaderno-. Tampoco necesitas
saber mucho, salvo el nombre, si quieres.
Rupérez, que era
extremadamente eficiente y profesional, se envaró y se sintió orgulloso por la
confianza que el superior sentía hacia él y su trabajo. Quizás porque
languidecía, y aquella presencia sorpresiva había reverdecido de nuevo su vida
con una nueva misión, como en los viejos tiempos.
-Te dejo la botella -dijo
Necat, irguiéndose para aplastar con el pie la masa de tabaco quemado.
-¿Alguna orden para el “médico”,
señor…? ¿Algo especial?
-Coordinen el trabajo
entre los dos. Y… ¿tengo que decírtelo…? Que no se te vaya a ir, sin que te lo
ordene.
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