miércoles

FABULITAS MORALES - JUAN DE MARSILIO


A quienes corresponda

Aviso a los navegantes

Cuando a uno ya no le quedan ganas de aumentar o corregir una obra, sabiendo que podría aumentarse y debería corregirse, pero la quiere lo bastante como para no destruirla, no quedan más remedios que guardarla así para uno mismo o darla a leer, sin pensar mucho en las posibles críticas. Si está Ud. Leyendo esto, sabe que he optado por lo segundo. Me alegraré si le place, y desde ya me disculpo por si le llegara a desagradar.

Estas fabulitas son esbozos de narrativa breve o brevísima, en los que importa, más que desarrollar una trama o mostrar la psicología de unos personajes, razonara algo y en algunos de ellos reír un poco a propósito de los humanos defectos, al tiempo que, sin acartonamiento, se alienta la práctica de la virtud.

Dejo con Uds.  estas fabulitas mías, y que les hagan buen provecho.

Juan de Marsilio. Montevideo, febrero de 2020


DECEPCIÓN

Cuando toda la ciudad supo que no era cierto eso que decían, que la mujer más bella del mundo ejercía el meretricio en Montevideo, se terminaron décadas de discusiones sobre si era una mujer tan bella como inmortal o el prodigio consistía en que la mujer más bella del mundo moría para reencarnar en montevideana, o en mujer de otra parte que terminase viniendo a prostituirse en Montevideo.

Como el tráfico infame no ha disminuido nadita, hemos terminado de asumir que no lo mueve el ansia de belleza.

EL PADRE JUAN

Al Padre Juan se le notaba lo bueno ya nomás en el estar y de ahí para adelante. Se le notaba lo bueno hasta en el modo de usar la puntuación, lo que en algún caso llegó a ganarle la inquina de algunos feligreses de mentalidad estrecha (es bastante común entre gentes religiosas confundir la mentalidad estrecha que Jesús combatía con la senda estrecha que sugería tomar).

Tres señores obispos lo visitaron en plan de rezongo, pero ninguno lo removió de su última parroquia, en la que sirvió veinte años y de donde nuestra hermana la Muerte Corporal fue un buen día a llevárselo al Cielo. En los tres casos la acusación elevada a la diócesis era la misma: impropiedad litúrgica.

El asunto es que, en Misa, donde otros curas hubiesen leído "Acuérdate también de nuestros hermanos que se durmieron en la esperanza de la resurrección, y de todos los que han muerto en Tu misericordia; admítelos a contemplar la luz de Tu rostro.", el Padre Juan leía "...y de todos los que han muerto. En Tu misericordia, admítelos a contemplar la luz de Tu rostro.". A muchos mucho aliviaba con tal peculiaridad gramatical, pero a algunos, pocos, aunque eso sí, influyentes, mucho escandalizaba.

Las tres visitas episcopales se zanjaron a favor del buen Párroco, tras larga charla en sacristía, acompañada de un muy buen café, así como de un licorcito casero de limón, receta de la familia del sacerdote, que la hermana solterona que vivía con él en la casa parroquial no le dejó faltar nunca.

Las tres veces se fueron los prelados ya de madrugada, si no beodos, bastante achispados. El Padre Juan tenía el don de chupar como una esponja sin sentirse mal ni perder el tino.

EN ESTA CELDA NO HAY INODORO

Mi mamá era rubia y estrábica. Atractiva y ridícula, era mi mamá.

Tenía mal gusto para las compras. Compró un enano de jardín negro.  El barrio se rio por meses,

Yo era entonces una gordita simpática. Me iba acercando a los quince. Temía pasar mal en la fiesta.

Como una pelota pinchada, mi ánimo. Me fui al desfile de carnaval. Mi ánimo no mejoró con eso.

Días después llegó la fecha temida. Al entrar a la fiesta vomité. El vestido quedó del todo arruinado. Me fui a casa a cambiarme. Cuando volví encontré sólo nueve personas. Tres de ellas eran los mozos.

Mi mamá ya estaba muy ebria. Mi señor padre lo estaba más. Se había conseguido un cráneo humano. ¿De dónde diablos lo habría sacado? Todavía lo ignoro, varios años después.

Improvisaba un monólogo a lo Hamlet. El tema del monólogo era yo. "¿Ser o no ser gorda?", preguntaba. "¿Ser o no ser infeliz?", insistía. "¿Ser fea, feúcha o feaza?", seguía. No dijo más porque lo acuchillé. Con el cuchillo para la torta.

Aquí lo escribo, en el INISA. Solita en la celda de castigo. Otra vez por morder a una. La tarada se quedó sin oreja. No recuerdo si izquierda o derecha. ¡Te voy a dar decirme gorda! Estoy aquí hace ya cuarenta días. Este agujero infecto carece de inodoro. Me quedan todavía cuarenta días más.

A veces hablo con la pelela. Temo que pronto empiece a responderme.

NOCHE SIN LUNA PERO CON NUEVE POR DELANTE

González pensó que salir al bosque esa noche sin luna había sido una locura. En la oscuridad y no conociendo la zona, era fácil tropezar y caer en algún barranco. Con luna, hubiera sido distinto. Pero cuando tu mujer te dice que está embarazada de otro, no te aumenta la cordura.

Nunca había querido tener hijos con él. No se veía buena madre, decía. Y ahora no sólo le anunciaba que estaba esperando, sino también que quería parir el niño y formar familia con el amante.

Tal vez con luna llena González se habría puesto lunático. Pero los grillos y las ranas de la noche oscura cantaban en sus oídos un terco llamado a la calma y el perdón. La dejaría marchar en paz, con divorcio amigable y generosa partición de bienes.

Entonces tropezó. Llegó ya muerto al fondo. El niño heredó bienes y apellido. El otro no tenía ni puta gana de ser papá.

SIN HIJOS

Allá en mi viejo barrio, cuando yo era niño, recuerdo que Enrique y Margarita decidieron romper, pese a quererse muchísimo, ante su ineludible destino de matrimonio sin hijos. Todos nos pusimos tristes por ellos, pero la cosa no tenía vuelta.

¡Pobres Enrique Laca y Margarita Gaste, lo más parecido a un amor con tragedia, cuando yo era niño, allá en mi viejo barrio!

EL POSTE OPTIMISTA

El poste de telégrafo clavado hacía poco en el flanco de una carretera perdida rumbo a la nada sufría muchísimo, añorando su anterior existencia de árbol alto y frondoso. Pero no terminaba de resignarse a su triste destino.

Cierto día pasó por esos parajes un perro vagabundo, esquelético y sarnoso, que se acercó, olfateó la base el poste, levantó la pata y orinó.

Dijo el poste para sí:

-¡Ya sabía yo que las cosas iban a mejorar! Ahora sólo me falta que un pájaro me elija para anidar y de nuevo las cosas serán como antes.

ILUSIONES

Cuando quedó tetrapléjico, tuvo que aceptar con pena que su sueño de ser trapecista quedaría sin cumplirse. Tenía ochenta y tres años.

ATROPELLO

El docente entró al aula y saludó en correcto Chino Mandarín. Los estudiantes, que a fuer de buenos uruguayos escuchaban en algo parecido al Castellano, no se dignaron responder.

El docente continuó su exposición aproximadamente en el punto en que la interrumpiera la clase anterior. Exponía de modo pausado y claro, en la misma lengua empleada para saludar.

De vez en cuando, cuando la entonación del docente hacía sospechar a alguno de sus estudiantes que estaba preguntando si entendían, el estudiante en cuestión asentía con la cabeza. El docente tenía por costumbre no interrumpir sus exposiciones para hacerles preguntas a sus estudiantes. Simétricamente, los estudiantes tenían el prudente hábito de abstenerse de preguntarle nada a su profesor.

Con el correr de los minutos se iba notando en todos un nerviosismo aún controlable pero en aumento. Sonó entonces el timbre y todos a una corrieron hacia la puerta, con tanta mala suerte que llegaron al unísono y quedaron incrustados, impidiéndose de modo recíproco la salida.

Los bomberos trabajan en el sitio. Ya han logrado extraer a siete de los veintinueve implicados. Infortunadamente, tres de los liberados lo fueron tras haber fallecido.

OBITUARIO (FABULITA UCRÓNICA)

Viena, 29 de Mayo de 1966

La Asociación Austríaca de Arquitectos comunica con pesar el fallecimiento de Herr Adolf Hitler, quien fuera su Presidente por tres períodos. Asimismo esta asociación se honra en comunicar que ha iniciado gestiones ante la Unión Austríaca de Artistas Plásticos, con el fin de organizar en conjunto una muestra retrospectiva de los óleos y acuarelas de Herr Hitler.

Los restos del difunto serán velados en el Salón de Honor de nuestra sede social (Schönlaterngasse 35) desde la hora 9:00 del día de la fecha hasta la hora 11:00 del día de mañana, cuando partirán a su última morada, el mausoleo familiar, en los jardines de la casa de descanso de Herr Hitler, en la ciudad de Linz.

Allí reposarán junto a los de su querida sobrina GeliRaubal, los de su adorada esposa, Frau Eva Hitler (nacida Braun), su perra Blondie y, en el sitial de honor, los de su joven hijo Heinz, heroicamente fallecido en 1938, repeliendo el intento de anexión de nuestra República por la Alemania Nazi.

BODAS

Veinticuatro años antes se habían casado con Estela. Carlos, viudo fidelísimo desde hacía dieciocho años, iba por la calle pensando bodas de qué se le llama al vigésimo cuarto aniversario. Sabía que las del año siguiente habrían sido las de plata, pero ésas...
Iba tan concentrado que, cuando quiso acordarse, se había pasado tres cuadras del prostíbulo al que concurría cada año a darle un poco de gusto al cuerpo, para conmemorar la sacrosanta fecha.

CONTROL PRESUPUESTAL

García, de pie, miraba, desde la puerta de su dormitorio y en pasmado silencio a su mujer, a quien el hijo de los vecinos, treinta años más joven que ella, abordaba entusiasta por la popa.

-¿De dónde sacará las ganas el tipo?- se preguntó mentalmente para de inmediato, con terror, preguntarse de dónde sacaría la muy yegua la plata para pagarle por los servicios al mozo.

García dio media vuelta y bajó la escalera, con el mayor sigilo y jurándose que, a partir de ese momento, las cuentas de la casa las iba a revisar él.

Con microscopio.

HERVOR

La lluvia había dejado de caer muy pronto. La gente cumplía sus vueltas laborales como cociéndose al vapor.

Pedro iba a dejar el laburo a fines de esa semana, para tomar un empleo de temporada en "Punta". Cuando tuviera esposa e hijos no iba a poder ser tan aventurero.

Postergando el encargo de su jefe, bajó por Andes para ir un bar que le gustaba, el "Madison"; a tomar una cerveza fría. ¡Que lo echaran del laburo!

Cinco minutos después, en "18" y Río Negro, nadie se tropezó con la que hubiera debido ser la mujer de su vida.

DEL SABER Y SUS EFECTOS

Cuando toda la ciudad supo que el Intendente le metía los cuernos a la mujer, con conocimiento de ella, que dejaba hacer porque estaba cómoda, la ciudadanía se indignó tanto que eso le costó al político no sólo la ya asegurada tercera reelección sino también toda futura carrera política.

Pero no importó mucho, porque el tipo era un zopenco, y todos los partidos tenían zopencos aún mayores para disputar el cargo.

MILAGRO EN EL PARQUE (FABULITA CLERICAL Y CÉLIBE)

Al Padre Heriberto le había tocado esa mañana ser el anfitrión de su encuentro ecuménico mensual con los pastores evangélicos a cargo de iglesias en el territorio de su parroquia.

Como siempre, había quedado inquieto por su celibato. No había caso: después de esas reuniones la comida siempre le caía mal. La solicitud de las esposas de sus pares protestantes al preparar y servir el almuerzo -o su torpeza al prepararlo y servirlo él, cuando era locatario - le hacían sentir el peso de su opción vocacional de ser un hombre sin mujer.

Cincuentón largo, más bien regordete y bajito de estatura, no solía sentirse acuciado por la libido y era consciente de no estar desperdiciando nada de sex apeal. Lo que sí le dolía era no contar con una compañera a la que confiarle sus proyectos y en quien apoyarse cuando sus fracasos. Y mucho más aún lo atormentaba el no poder proyectarse en unos hijos que siguiesen en esta tierra cuando él ya hubiese partido rumbo al Paraíso, vía Purgatorio.

Trató de rezar, pero el calor veraniego se concentraba en la casa parroquial de techo de zinc. En el templo, trajinaban algunas mujeres, adornándolo para un casamiento que tendría lugar al día siguiente.

Decidió ir al parque: caminar entre árboles solía ser para él una especie de oración inconsciente y ambulatoria. Pero el calor de esa tarde era, incluso a la sombra de los árboles, húmedo y pesado, por lo que a poco de caminar tuvo que sentarse en un banco.

Al otro lado del sendero, en el banco simétrico al suyo, una pareja de su misma edad conversaba. Se les notaba que discutían, con una violencia que, no por contenida, dejaba de ser intensa.

El cura, para nada fisgón, había sin embargo desarrollado un oído muy fino, porque consideraba su deber enterarse de los sufrimientos de su feligresía, sobre todo de aquellos que por vergüenza no se atrevían a confesarle, en especial sus feligresas. Nunca había utilizado su facultad con fines persecutorios, sino para ayudar, y esto último siempre con mucha cautela y delicadeza. Con el tiempo, lo suyo era oír de manera natural, sin ponerse a escuchar adrede, pero con una especie
de alarma que le hacía atender de inmediato aquello en lo que pudiera ser necesaria alguna clase de intervención sacerdotal.

-¡Con quién te habrás acostado, que la nena salió tan imbécil! -oyó que decía él.
-Es obvio que contigo. Si acaso, con alguno de tus hermanos. -respondió la mujer.

El cura se levantó de inmediato, dio las buenas tardes a la pareja, salió del parque y se tomó un taxi rumbo a su parroquia. Cuando llegó, las mujeres se habían ido, tras concluir su tarea.

Cayó dormido ante al sagrario, rezando. Había pedido el perdón y la paz de Dios para ese matrimonio pero más aún el amparo del Cielo para aquella muchacha desconocida.

Y había agradecido su vocación, con lágrimas en los ojos.

SOLIDARIDAD PASIVA

Es sabido que las cosas horribles que nos pasan y peor aún las cosas horribles que nos hacen suelen dolernos mucho más cuando las recordamos tiempo después que cuando las estamos viviendo.

Yo, por eso, cuando me entero de que a algún prójimo le está pasando o le están haciendo algo horrible, me abstengo de toda intervención que pueda poner fin a tal estado de cosas, porque no quiero arriesgarme a ser responsable de precipitar a la pobre víctima en un sufrimiento todavía mayor que el que ya está padeciendo.

Quiera Dios evitar que algún día le haga yo nada horrible a nadie. Si tal desgracia ocurriese, me vería en el deber moral de seguirle infligiendo ese sufrimiento al prójimo en cuestión, para no ponerlo en riesgo de aflicción más grave aún. Cumplir ese deber resultaría para mí en extremo cansador y desagradable.

EN LO OSCURO

Aquella mañana de invierno, los que nos levantamos temprano para ir a nuestros trabajos fuimos testigos de un hecho inusual: habiendo debido presenciar el tránsito de la noche al día en el trayecto entre nuestros domicilios y nuestros empleos, tan en lo oscuro arribamos como habíamos partido.

Estábamos, sin embargo, y estamos hoy todavía, tan enrrutinados, que cada cual se dijo que aquello debía sin duda ser un sueño y en lo oscuro seguimos la jornada hasta llegar a la hora de la cena y luego a la cama. Al día siguiente amaneció con normalidad, de manera que el asunto pasó de inmediato a un prudente olvido.

Nadie ha dejado testimonio alguno del caso, salvo este escritorzuelo de poca monta que lo hace ahora y aquí, con plena tranquilidad ante las posibles consecuencias de su acto: todos han de tomar estas líneas por ficción de mal gusto.

EXTREMOS (FABULITA SEMÁNTICO/POLÍTICA)

-Los extremos, se sabe, siempre son malos…

-Ya lo quisiera yo ver a Ud. tratando de sorber o ingerir un tallarín infinito. Se desesperaría por hallarle el extremo.

-Problema fácil el que Ud. plantea: se cortan cuantos segmentos de tallarín desee uno comer, cada uno de ellos con sus dos tranquilizadores extremos, se los prepara “al dente”, aceite de oliva, parmesano, medio vaso de buen tinto…

-¡Estos centristas pequeñoburgueses! Mucha moderación cuando el problema es de otros, pero basta que los afecte a ellos y enseguida les viene el extremismo.

DEL INVOCAR LA DESGRACIA

-¡¿Cuándo me vas a embarazar de un nieto?! -le preguntó divertidísima la suegra, cincuentona pero aún de muy buen ver, a su yerno, muchacho un tanto tímido, mientras cenaban en familia. -¡Mirá que si seguís demorándote le voy a recomendar a Mercedes que se consiga un querido!.

Tres noches después, la veterana y el muchacho se hicieron amantes. A los dos meses, Mercedes tuvo la certeza de que estaba esperando, y de que era del vecino, con quien se había acostado, como por impulso, hacía unas cuatro, cinco semanas. Cosa rara, la verdad, porque el tipo le había resultado siempre -y le seguía resultando- de lo más desagradable.

CHISPAZO METAFÏSICO

-Lo único que creo saber con certeza es que hay cosas cuya existencia desconoce uno por completo. Algunas de esas cosas son las más importantes -dijo el tipo, para volver, tras darle un trago a su whisky, a su tan apasionada como sabihonda disertación sobre cómo el árbitro había perjudicado a Peñarol en el último clásico, que vaya a saber por qué habría interrumpido con semejante exabrupto o afloramiento de lo arcano.

UN RECUERDO CON UN CUCHILLO (FABULITA ACÉFALA)

Para Alan Morales, con afecto

Foto en blanco y negro. El tipo la mira, nostálgico. Recuerdos grises de pueblo chico. Apenas unas pocas casas solas. Campo con pocas vacas alrededor. Tristeza casi unánime, la vida. Sólo felices los niños chiquitos. Y de golpe un cuchillo.

Bernarda era la más buena. Y además alegre: siempre cantaba. Daba caramelos a los gurisitos. Saludaba a las del quilombo. Soportaba al marido, borrachísimo siempre. Era también la más linda.

Las viejas empezaron a alacranear. Otro tendría que la entretuviese. Para ella, escaso el borrachín. Se habló de varios amantes. Incluso ricos de otros pueblos. Se habló como sin querer. Pero se hablaba buscando algo. Algo que entretuviera tanto hastío.

Él, casi ni la tocaba. Muchos amantes hubiera podido tener. Porque él, con su botella…Pero si habla la gente…

La hallaron sin la cabeza. Nadaba en toda su sangre. En el piso y desnuda. Con semen en el sexo. Seguía hermosa, de algún modo.

Se entregó a las horas. La camisa manchada de sangre. El cuchillo de trabajo, también. Se murió en la cárcel. Nunca se halló la cabeza.

EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO (FABULITA ESPARTANA)

Los trescientos uno, incluido nuestro Rey, pelábamos con armas iguales. La intención era evitar que los bárbaros pudieran de entrada cebarse en el Jefe: debía, de ser posible, caer entre los últimos, de modo que su guía y ejemplo hiciesen más efectiva y prolongada nuestra resistencia. Todos nosotros sabíamos al salir de Esparta que ninguno regresaría, ni con el escudo ni sobre él: cientos de miles de pies medos machacarían nuestros cadáveres, hasta disolverlos en el suelo que hollaran. Pero antes tendrían que pagar bien caro ese placer.

Yo no debiera ser ahora este mendigo ambulante que canta lo mal que puede la hazaña de un puñado de lacedemonios. Mi cuerpo era el único sólo contuso entre el último grupito de cadáveres. Los camaradas muertos me defendieron de los pies enemigos.  Les fallé: apenas recobrado el conocimiento, hubiera debido tomar la espada por última vez, para matar al menos otro persa. Un súbito y estúpido amor a una vida de ahí en más detestable es lo que me trajo a mi nuevo oficio.

He recorrido todas las grecias –menos mi tierra natal, que tengo por lo menos la vergüenza de no quererla ofender otra vez– cantando a cambio de mendrugos la gloria de los trescientos. Y la de Leonidas, al que evoco vistiendo su armadura real, peleando siempre en la primera fila, muriendo el último de todos.

De tanto en tanto en mis vagabundeos topo con algún compatriota, uno de los tantos que sirven mercenarios al tirano que mejor les pague, pero jugándose por él la piel, como si por la patria combatiese. No doy a conocer la procedencia de la que ya no soy merecedor. Con todo, unas pocas veces, paisanos maduros y experientes me han descubierto.

Han respetado con pudor – y con desprecio también– mi mentir callando. Gran servicio le han hecho a la patria incumpliendo el deber de matarme. Han sido sabios al comprender que es mejor para Esparta que Leonidas siga habiéndose muerto en las Termópilas.
LOS TRIUNFOS DE LA MODESTIA

Fruto de un constante trabajo sobre su ego, el Dr. Armado Garmendia (Montevideo, 1892 – 1949), llegó a creer que de veras creía ser apenas un mediano docente de historia, cuando en realidad era excelente, uno de los mejores de su tiempo.

Tras dos años de mediocre práctica jurídica –se había recibido por presión de su padre– a partir de 1919 se dedicó a la enseñanza de la historia, primero en los Institutos Normales, luego en la Sección Secundaria y Preparatoria de la Universidad y, desde 1937 hasta su repentino fallecimiento, en varios liceos del entonces Consejo de Enseñanza Secundaria. Dejó entrañable recuerdo en cientos de estudiantes, que no dudaban en afirmar que desde su cátedra les había cambiado la vida.

La opción de Garmendia por la modestia no fue natural, sino fruto de una decisión consciente, por lo menos en parte. Acaso el único factor visceral tras su actitud fuera el rechazo a la vanidad y fanfarronería de su padre, un vasquito que, habiendo bajado del barco con una mano atrás y otra adelante, era propietario al momento de su muerte de más de cien inmuebles de alquiler. La madre había muerto cuando Armando, el menor de seis hermanos, recién cumplía los siete años. Tenía treinta cuando falleció su padre, y con el alquiler de las doce casas que recibió en herencia pudo vivir tranquilo, dedicado a la docencia. Nunca se casó.

La principal razón de su modestia “de cultivo” era evitar que una exagerada satisfacción por su desempeño le hiciera bajar la guardia, mermando la calidad de su enseñanza. No era ningún tarado: tenía plena consciencia de que cambiaba para bien la vida de sus estudiantes y se había juramentado a cuidar ese don, que era su orgullo. Orgullo que sepultaba, para mejor preservarlo.

A pocos años de ejercer, era cosa sabida por alumnos y colegas que no había que elogiarlo, porque uno se ponía terriblemente mal de verlo al hombre tan genuinamente abochornado. Insistía en que era apenas un profesorcito del montón y no había peor crítico de sus supuestas falencias profesionales y humanas que él mismo. Lo único parecido a reconocerse un mérito que hizo en su vida fue mencionar en varias conversaciones de café con su último Director, al que consideraba su único amigo, un cierto librito sobre la Guerra Grande en el que estaba trabajando, pero que aún no publicaba porque había detalles por ampliar, verificar o corregir. Y entonces fue que falleció, de un infarto fulminante.

El velatorio fue modestísimo. Todos sus estudiantes, muy apenados, consideraron que ni pensar en aparecerse, no fuera que el finado se avergonzara. Dos ramos, enviado uno por los profesores del liceo y el otro, más pequeño, por los hermanos. Seis colegas, en riguroso turno de dos horas cada uno. De la familia, sólo la hermana mayor, calladísima. Al cementerio lo acompañó el Director, que fue ayudado a cargar el ataúd por cinco empleados de la cochería. Cuando se despidió de la hermana, esta lo citó en la casa de Armando para el día siguiente, sábado, por la mañana: le iba a donar los libros y papeles del difunto.

El director llevó todo a su despacho del liceo, donde se entretuvo un buen rato hurgando entre las doce grandes cajas de libros: una muy buena biblioteca de la especialidad (el Director podía apreciarlo, porque también había enseñado historia). Los papeles eran pocos, una caja medianita, en la que la pieza principal era una carpeta con los originales del trabajito sobre la Guerra Grande. Lo leyó en algo menos de cinco horas, hallándolo muy bueno.

No tuvo que hacerse mucha fuerza para convencerse de que publicarlo a nombre de Garmendia, siempre tan modesto, habría sido una traición. Así que negoció con una editorial de medio pelo presentarlo como suyo, corriendo él mismo con los costos.

El libro no tenía nada que envidiarle a los trabajos de historia nacional publicados ese año, nada. Pero vaya a saber por qué –acaso por una terca y fantasmática modestia póstuma– el volumen pasó sin pena ni gloria.

COSAS DE LA SALUD

 -Mi pasado me condena -dijo la casi nonagenaria que se había enamorado de un adolescente, furiosa consigo misma por cargar con tanto pasado. -Esto es lo que gana una por pasarse una vida cuidando la salud.

-Mi pasivo me condena -dijo el pequeño comerciante, que repasaba en vano por enésima vez sus libros, ante la quiebra inminente de su negocio y cinco minutos antes de hacer el tercer y definitivo infarto, porque con esto del estrés no hay salud que aguante.
EL QUE MUERE, EN RIGOR

-El que muere, en rigor, es Alonso Quijano -afirmó el docente-, dicho esto en el sentido de pasar con lucidez por el trance de morirse. Don Quijote no cumple con ese trámite. Cierto que Don Alonso, en su retorno a la cordura, procede a matarlo y eso mismo le pide al bueno de Sancho que haga en su corazón. Pero eso de morirse, Don Quijote no sabe lo que es. Y añado: Alonso Quijano tampoco se muere, o al menos no se muere como nosotros. Cada vez que volvemos al libro nos lo encontramos tan vivito y coleando como pueda estar un personaje ficticio. Y sobre el mismo Cervantes, persona de carne y hueso como nosotros, en tanto con su novela ha logrado que estemos aquí y ahora, cuatrocientos años después de su deceso, ocupándonos de él, no podemos
sostener que se haya muer...

Fue entonces que el tipo se llevó la mano al pecho, se encorvó, emitió un breve estertor y cayó seco de un infarto fulminante. Me he enterado porque justo uno de sus estudiantes lo estaba filmando con el celular, subió el video a Youtube, lo compartió en Facebook y se viralizó.

Sobre si esto sea o no una manera de vencer a la muerte, habrá de pronunciarse la posteridad, siempre que no ande ocupada en otras cosas.

ASPECTO  CUANTITATIVO

-Si de alguna manera te ofendí alguna vez, apelo a tu probada condición de mujer buena y comprensiva para que me digas cuál fue esa manera, en qué modo te ofendí, para que sepa yo por qué debo pedirte perdón, qué debo compensar y reparar, en qué detalle debo enmendar mi conducta. Quiero que me ayudes, para que a partir de este tropezón podamos construir un cambio cualitativo en nuestra relación de pareja.

-Mirá, querido, el lío no es cualitativo sino cuantitativo, cuanti. No me ofendiste de alguna manera ni alguna vez sino de muchas maneras y muchísimas veces. Es mucho lo que tendríamos para reformar. Tanto que habría que demoler el edificio hasta los cimientos y levantar otro nuevo y diferente en su lugar. Y si hiciéramos eso, no se te escapa que nosotros, los de ese entonces, ya no seríamos los mismos. Nuestra relación, más que "de pareja", ha sido "despareja". Muy.

Tras ese dialoguito en la mesa de un café céntrico partieron ambos, cada cual a construir lo restante de su vida.

Él falleció con hijos pero sin nietos, poco antes de cumplir los setenta, luego de haberle complicado la vida a otras cuatro. Seguía pensando de sí mismo que era un buen tipo, pero que no había tenido la suerte de toparse con una compañera que lo comprendiese.

Ella, en cambio, salió del café tan contenta de sí misma y de su declaratoria de independencia que en su euforia cruzó la calle con el semáforo en rojo, fue atropellada por un ómnibus y en esas pocas feneció su vida, quiero decir que murió. Pero eso sí, se fue para el otro barrio sintiéndose de lo más libre, de lo más firme y de lo más digna.
HISTORIA CON PIANISTAS

Había una vez una joven pianista con gran vocación y talento, aunque vacilante en su autoestima, que sentía una admiración enorme por un concertista de fama mundial nacido, por esas casualidades que tiene la vida, en el mismo suburbio de clase media baja de la misma pequeña ciudad provinciana que ella, aunque treinta y cinco años antes.

Grande fue el entusiasmo de la joven cuando quedó seleccionada, si bien entre los últimos cupos, para un seminario de una semana con el maestro. Pero fue mayor aún cuando al segundo día, en una pausa para el café, su ídolo la buscó para discutir un comentario que ella había hecho en la primera sesión de esa mañana. A la noche, sin llegar a cumplir su promesa de ver unas piezas que ella había compuesto, se acostaron por primera vez.

Ese fue el comienzo de un quinquenio terrible para la muchacha. Se acostaban de apuro y a  escondidas, cuando él recalaba en la ciudad, para una breve pausa entre giras, porque no iba él a dejar a su compañera de toda una vida, madre de sus hijos y abuela de sus nietos, la mayor de los cuales era apenas ocho años menor que su amante. Tuvo que soportarle rumores de otras queridas, que él le confirmó varias veces, incluso no siendo ciertos. Nunca hablaban de música, nunca la escuchó tocar, nunca leyó ninguna de sus piezas. Tuvo dos abortos, de los cuales pagó él uno, y a regañadientes. Varias veces le recomendó que se consiguiese marido, porque bien podía compartirla, que lo de ellos no le daba a él para andarse poniendo celoso. Pero cuando ella le contó de un joven cellista que la pretendía, con las más serias de las intenciones, el viejo le hizo jurar fidelidad absoluta y eterna, con amenaza de asesinato y posterior suicidio. Dio fin a todo eso la caída del avión en que él viajaba para un ciclo de conciertos en Viena, Praga y Budapest.

A los dos años se casó ella con un industrial muy rico y muy septuagenario al que le resultó de lo más decorativa y que, tras algo más de tres años de no molestarla mucho, la dejó viuda, millonaria y sin hijos que atender. Ella decidió dedicarse al mecenazgo.
Su modus operandi era el siguiente: elegía a algún joven pianista talentoso ma non troppo, le manifestaba su interés en promoverlo, le organizaba una serie de conciertos, sobornando con generosidad a los críticos para que abundasen en elogios, entre la segunda y la tercera presentación comenzaba a acostarse con el muchacho, la víspera del concierto en el que él estrenaría una pieza de ella -elegida ex profeso por sus defectos- ella le revelaba que había abortado un hijo suyo (por completo inexistente: se había ligado las trompas poco después del segundo aborto) y el concierto -para el que ella había interrumpido la "subvención" a la prensa especializada– salía desastroso, tras lo que, recriminándole ser un vividor sin talento, ella lo expulsaba de su vida, su cama y su presupuesto.

Murió ella joven aún, a los cuarenta y tres, en accidente de tránsito. Chocó a ciento treinta por hora con un camión que venía en sentido contrario, un día de clima seco y soleado. En la guantera, la policía técnica le halló seis gramos de cocaína de la mejor.

En su caja fuerte encontraron sus albaceas, con la instrucción de pagar fuertes sumas para que fuesen estrenadas por pianistas mujeres, una veintena de piezas para piano solo y con orquesta. La prensa especializada fue unánime, sin necesidad de soborno alguno, en que eran composiciones de exquisita originalidad.

AUTOESTIMA
Cuando en el curso de su tratamiento la joven bulímica se dio cuenta de que su trastorno alimentario era a la vez el síntoma y la tapadera de una ilevantable visión negativa de si misma y de la naturaleza humana decidió dedicarse al stand up, que es más o menos lo mismo, pero por lo menos te pagan de vez en cuando.

OTRAS PARTES

La joven bulímica vivió atormentada por su padecimiento entre los catorce y los veintinueve años.

Tan extremo era lo suyo que sufría subirse a los ómnibus, porque estaba segura de que todos le miraban la panza.

Cuando se dio cuenta de que en realidad lo que le miraban era el busto, su vida dio un giro, pero no fue de ciento ochenta grados.

FIRMEZA Y NEGOCIACIÓN

El tipo despertó aquella mañana resuelto a decirle basta a las agresiones gratuitas que venía recibiendo desde hacía algún tiempo en el ámbito laboral.

Cuando llegó a la oficina se fue derecho al despacho del Señor Gerente, que era quien acaudillaba en eso de las agresiones gratuitas contra el tipo a todos los demás empleados, entró sin avisar ni pedir permiso y planteó, tajante, que a partir de ese día no iba a tolerar una sola agresión gratuita más.

El Señor Gerente le dijo que le parecía muy bien y que era una afortunada casualidad: desde hacía meses el personal venía hallando bastante injusto eso de tener que agredirlo sin cobrar.

El tipo se puso firme y manifestó que bajo ningún concepto iba a pagar más de dos dólares por agresión recibida. Cerraron trato en tres dólares.


Se fue al escritorio paladeando en secreto los frutos de su firmeza: hubiera podido pagar, sin problema, cinco dólares por agresión, hasta incluso seis, apretándose un poco.

VANIDAD DE VANIDADES

El tipo soñó que escuchaba Radio Clarín, cosa que nunca, porque no era tanguero en lo más mínimo. El locutor informó:

-Y ahora, en Clarín, como a todas las horas impares, calla Carlos Gardel, para que cante cualquier otro y la audiencia pueda apreciar por cuántos cuerpos les gana el Mago a todos los demás.

Despertó radiante. Había entendido al fin por qué Dios, en lugar de crearlo a él solito, había puesto también sobre el planeta a los demás seres humanos.

DEL RENUNCIAMIENTO (FABULITA POLÍTICO - MORAL)

Una mañana, el Sr. Presidente de una república sudamericana más bien medianita, de población escueta y envejecida y economía precaria ma non troppo sintió que el cuerpo le estaba pidiendo destituir un Ministro.

Gran contrariedad: todos ellos eran hombres con décadas de historial partidario, lealtad política, probidad personal, competencia técnica y obsecuencia mesurada, es decir, abyecta y vil sin llegar a lo empalagoso. En pro de la Patria debería renunciar a darse el gusto.

Se puso melancólico, porque a situación lo hizo acordarse de la vez aquella en que le habían venido ganas de violar a la hija de su secretaria y que a ambas les gustara, y se había tenido también que quedar con las ganas.

-¡Una mierda, la política! Cada día me exige mayores privaciones.

Cuando lo de la hija de su secretaria, sólo había tenido que privarse de que a ellas les gustase.
VÉRTIGO Y NOVEDAD

-¡Estos jóvenes de hoy! ¡Siempre queriendo resolverlo todo con la nueva tecnología! Yo no sé cómo no se dan cuenta que con esa actitud facilista terminan volviéndose cada día más débiles ante las contrariedades de la vida -pensó el hombre paleolítico, tras ver a su congénere que le había tirado una piedra a un ciervo en lugar de correr intentando darle alcance.

UN HORROR DE ESTOS TIEMPOS

Cuando el hombre casado, católico e infiel pero con prestigio de santo varón abrió la puerta tras haberse "ocupado" con la mujer -madura pero aún con algo de apetecible- que había elegido entre todas las del quilombo, se quedó como de piedra, porque esperando turno, sentadito muy tieso, se topó con su párroco. El reverendo se horrorizó mucho más aún, pero no por toparse con y ser descubierto por uno de sus feligreses en trance tan non sancto -que al cabo eso podía arreglarse con un sencillo pacto entre no caballeros- sino por reconocer en la mujer madura pero aún con algo de apetecible a su hermana a la que no veía desde adolescente, pues ella había huido de la casa familiar, luego de que él, una noche que se había emborrachado con licor de huevo del que hacía su abuelita, le quitara de prepo su virginidad (a la hermana, no a la abuelita, por razones obvias). El cura, que nunca había confesado el hecho en el ámbito familiar ni en el policial y luego judicial ni tampoco en el eclesiástico, huyó abrumado por tan repentino horror. Huyó hasta otro lupanar, distante unas siete u ocho cuadras del que había sido escena del inconveniente encuentro.

Al domingo siguiente, mientras el cura decía Misa, entró al templo, a los tiros y gritando "Alá es el más grande" un muchacho que tuvo la mala fortuna de volarle la cabeza al libidinoso presbítero, que entregó en el altar su vida. Luego se pudo saber que el joven era un pobre alienado sin conexión real alguna con grupos terroristas islámicos.

Reza mucho por él mucha gente (por el cura, no por el alienado). Me incluyo en el lote de los orantes. Primero porque sé que esos fanáticos y quienes los imitan son una plaga contra la que mucho necesitamos que Dios nos ayude. En segundo lugar, porque nada gano con que el cura y su asesino queden para siempre sufriendo en el Infierno. Y finalmente porque creo en Dios, el alma inmortal, la Iglesia y los curas, pese a que conozco a unos cuantos de ellos que no son santos ni mucho menos. Pero como yo no olvido mis propios desastres, no tiro la primera piedra ni las siguientes, por no estar libre de pecado.

Cómo vine a enterarme de esta historia es algo que no he de escribir aquí, en estos papeles que me guardaré, porque conviene que lo sepamos nada más Dios, mi confesor, quien escribe y otros pocos, los inevitables. Ni siquiera a mis hijas les he contado, porque una, ya madura, ha aprendido hace rato que hay verdades que causan mucho daño sin producir bien alguno.

LITERAL Y FIGURADO
Esa mañana, como tantas otras antes, como tantas otras después, el Sublime Maestro impartió su enseñanza a la multitud, con esas parábolas suyas tan conmovedoras, capaces de ir directo al corazón.

Cuando acabó su discurso y se retiró a orar, todos sentíamos vívidamente el mensaje, todos estábamos convencidos de haber captado la intención: debíamos limpiarnos de la impureza que habitaba entre nosotros, de los ferenghe-buh-dahs, que huyendo de los tiranos que regían su patria desde hacía algo más de una década nos contaminaban con su politeísmo, sus vicios diversos, su comida grasosa y nauseabunda, su poligamia y su obsesión por jugar a la pelota. La matanza empezó en la capital, poco después de ese mediodía, y en menos de tres meses los habíamos exterminado. En ninguno de esos que desde entonces conocemos como los Días de la Sangre dejó el Venerable de impartirnos su lección matinal.

Meses después, y sólo a algunos de sus más íntimos, nos reveló el Dechado de Virtudes que no había tenido la menor intención de que nos limpiásemos de nada ni extermináramos a nadie, pero como nos viese abocados con tanto entusiasmo y método a la masacre, le había dado no sé qué arruinarnos la ilusión.

Es de todos conocido que el Dignísimo siguió con sus parábolas hasta que, nonagenario largo y en pleno control de sus facultades mentales -aunque no de sus esfínteres- ascendió a otro nivel de la existencia.

Ahora, nonagenario yo mismo, sé que se acerca el momento de mi propio pasaje. Es por eso que escribo estas palabras que haré llegar a mi albacea, con orden de hacerlas públicas luego de mi partida, en la esperanza de que el próximo Maestro que el Cielo nos depare tenga la cortesía de explicar sus parábolas, para evitar equívocos e inconvenientes.
MONSTRUOS

Café de barrio. Piojoso, mismamente. De los que casi no quedan. Acodados al mostrador, tres señores se toman su whiskycito. No constituyen trío: son dúo y solista.

En rigor, se trata de un fanfarrón que vocifera las innúmeras veces y diversos modos en que ha engañado, guampeado, cagado, etc., etc. a su mujer, un amigo que lo escucha sin poder disimular del todo la vergüenza ajena y un desconocido que bebe lo suyo, lento e imperturbable.

Del otro lado, el gallego se ocupa en sus cuentas menudas, sin enterarse de la conversa. Sabe que, de haber oído la décima parte de lo que en ese local se ha dicho, no llevaría ya sesenta años al frente de su negocio, que no será la gran cosa pero le ha dado para que el hijo le saliera contador y escribana la hija, así como también para malcriar a cinco nietos y dos bisnietos aunque no -que todo no se puede en esta vida- para volver a morirse a su pueblo. ¡Qué va a andar escuchando! Es bruto pero no idiota.

En esas están cuando al hablador le suena el celular y atiende. Con forzada cortesía, le contesta a quien por sus respuestas se colige que es la esposa que sí, que cómo no, que no te preocupes, mi amor, que pagará esas cuentas y llegará sin retraso, con todo para la cena. Terminada la comunicación, el tipo se toma de un trago lo que le resta del whisky, le dedica tres puteadas a la madre de sus hijos, paga, palmea la espalda del amigo y se va.

El bebedor solitario termina su copa, pide la segunda y mira al otro parroquiano, que pone cara como de estarle pidiendo disculpas por la escenita.

El tipo, en correspondencia al gesto, pregunta:

-¿Otra?

-¡Cómo no! ¡Muchas gracias! José Rodríguez -responde el amigo del cid guampeador y tiende la mano.

El otro, que aprieta fuerte ma non tanto, responde que García, y nada dice después por cinco minutos largos.

De pronto quiebra el silencio:

-Los hombres somos distintos de los demás bichos. Una fiera da miedo, pero también admiración. Hay bichos bien asquerosos, pero no dan miedo, salvo la rata, que es un caso aparte. Pero nosotros...

-Es que mi amigo... -amaga a decir Rodríguez pero se frena, porque se sabe sin argumentos.

-Su amigo es un hijo de puta. Un monstruo. Como tantos que hay por ahí. Como este que aquí le está hablando por propia experiencia. Pero basta de chupe y charla por esta tarde. Pasen bien.

Deja un billete de doscientos pesos -el importe de tres Whiskys más propina decente-, se pone la gorra y sale.

Ya solo, Rodríguez pide un café. Melancólico, piensa que algún día le irá bien de laburo y tendrá con qué rescatar a la mina y los gurises de aguantar a semejante imbécil. Por ahora, habrá que seguir conformándose con dos o tres tardes al mes de amueblada furtiva (o telo a la disparada: eso de la "alta rotatividad" le suena demasiado cajetilla).

Como tres horas más tarde, al ir a pagarle a un proveedor, el gallego descubre que le han pasado un billete de doscientos falso. Tras cagarse en la leche que mamara - blasfemia de lo más galaica– decide regalárselo al bisnieto más chico, para que se haga algún gustito.

EL DEBIDO PROCESO

-Soy severo pero justo.

Tras decirlo, el papá procedió al degüello de su hijo, el menor, aunque no sin antes haberse tomado sus buenos diez minutos para escuchar los descargos del mocoso.

MISTERIO
Ya en cuarto año de escuela sabía que iba a ser químico. Era un niñito solo y retraído, que no daba problemas. Por eso sus mayores estaban convencidos de que era muy bueno.

Si sus mayores les hubiesen prestado la debida atención, habrían descubierto en su conducta pequeñas señales de gran crueldad. Era capaz, por ejemplo, de quedarse tranquilito las horas y horas meditando en el jardín de su abuela, pero si descubría escarabajos apareándose, separaba violentamente al macho y le seccionaba las partes pudendas con las uñas del índice y el pulgar, para regodearse luego presenciando la agonía del bichito.

En la adolescencia adquirió un acné que hubiera hecho las delicias de cualquier congreso de dermatólogos. Su habitual timidez se hizo aún más acusada para con las muchachas. Le era imposible hallar la manera de abordarlas. Y cuanto más inabordables se le hacían, más crecía su deseo por ellas.

Un día, cuando ya casi terminaba el bachillerato, cayó ante su vista un artículo sobre la metacualona, esa droga que usan algunos degenerados para abusar de las mujeres sin que la víctima pueda siquiera recordarlo. Como tenía un pequeño laboratorio en su casa, en el que sus padres le permitían pasarse las horas porque así el muchachito los dejaba tranquilos, pudo, tras algunas semanas de trabajo, sintetizarla, o al menos llegó a obtener lo que le pareció que era esa droga.

En veintiocho ocasiones intentó hacer uso de la sustancia, En todas falló, porque su torpeza y timidez nunca le permitieron acercarse lo suficiente a la presa como para poder administrársela. Desistió de sus planes.

Entonces fue que, ya cursando el primer año de facultad, cierta vez que había entrado a comprar unos bizcochos a una panadería que había cerca del centro de estudios, trabó conversación con una de las dependientas, más bien feúcha y regordeta, pero de bella sonrisa y carácter franco y enérgico. Al año y medio se casaron.

Duró su matrimonio cincuenta y dos años, hasta la muerte de él. En el velatorio, la mujer, los hijos, los nietos, los colegas y los clientes no tenían sino palabras de elogio para quien había sido excelente tipo en todos los campos en los que le había tocado moverse, tanto en la vida hogareña como en la académica y profesional.

De cómo haya podido producirse semejante cambio, quien escribe estas líneas verídicas no logra hacerse ni puta idea.

REDENCIÓN

Hubo una vez un cura que se ordenó sin vocación ninguna. Ni en Dios creía. Pero la madre era, como suele decirse, “muy católica”, y en el lecho de muerte le pidió al único hijo –y mejor recuerdo de un esposo que la había abandonado dejándola en la calle y con una montaña de deudas– que se hiciera cura.

Buen hijo, cumplió aunque no creía, y aunque era un tipo de lo más carnal. Tras llevarlo y traerlo como vicario por varias parroquias de su ciudad, terminaron por destinarlo como párroco en un pueblito pequeño, donde era el único sacerdote.

Vio allí nuestro hombre la oportunidad para desfogar sus deseos sexuales, ya por casi dos décadas reprimidos. Tomó la rutina de, un lunes de cada mes, subirse a su auto, manejar varias decenas, y alguna vez un ciento largo de kilómetros y, en algún burdel de alguna ciudad lo bastante lejana de su parroquia, darse un rato de placer corporal con alguna de esas muchachas que le alquilan sus carnes por un rato a los hombres tristes. No imagine el lector extrañas parafilias y depravaciones: nuestro cura era de lo más ortodoxo en la cama, y todo lo respetuoso y caballero que un hombre pueda ser con una mujer a la que le paga por sexo.

En una de esas ocasiones, mientras esperaba para ocuparse, una de las mujeres salió en pelotas y en shock de su cuarto, gritando que el cliente se le moría. La portera llamó a la emergencia y a la policía.

Nuestro hombre, aunque asustado como todos los presentes, pudo escuchar que el agonizante pedía por un sacerdote. Entró a la pieza.

Lo conmovió la desesperación –o acaso la esperanza– con la que el pecador desnudo y acostado reclamaba, más que ayuda médica, auxilio espiritual. Al no tener consigo los óleos para la unción de los enfermos, procedió a confesarlo y darle la absolución. El infortunado putañero tuvo tiempo para bendecir al cura y prometerle que intercedería por él, para que Dios lo ayudase a dejar el vicio que habían tenido en común. Y entregó su espíritu.

Tras superar los trámites de comisaría y juzgado, debió nuestro cura enfrentar a su Obispo, quien dictaminó que se recluyese tres años en un monasterio, a rezar por sus muchos pecados y por los del mundo.

Cumplida la penitencia, y tras una nueva entrevista, el Obispo lo mandó de vicario a una parroquia de un barrio misérrimo, donde hasta su muerte, más de veinte años después, nuestro hombre fue el cura más ejemplar que uno pueda imaginarse, en lo litúrgico, en la disposición a comprender y ayudar a sus prójimos (creyentes o no) y en la más irreprochable castidad. En la Misa de cuerpo presente no cabía un alma en el templo.

Ninguno de los concurrentes supo que el pobre no había creído en Dios ni un solo segundo, ni antes ni después de su conversión. Lo había movido al cambio de actitud el descubrir la profunda necesidad espiritual de los hombres y comprender que, en su oficio de cura, podía hacer algo para, si no satisfacerla, al menos consolarla.

De cómo juzgó Dios al sacerdote cuando compareció ante Su Trono, conviene aquí callar, con la mayor reverencia.

EL GUSTO

Cuando el tipo comprendió que incluso viviendo con otra, y eso en el difícil caso de que alguna quisiera, se iba a sentir infeliz, porque era un infeliz, desechó sus sueños de asesinar a la esposa y huir en busca de otro amor. Procedió a suicidarse, claro está que no sin antes estrangular a su mujer. Del gusto de matarla, no había razón alguna que lo obligara a privarse.

DE LA PERSEVERANCIA Y EL CONSUELO

Una tarde de septiembre -de uno de esos septiembres manchegos que se obstinan en negarse a asumir la inminencia del otoño-, huyendo de un abad malvado que la atiborraba de arroz y palíndromos, pasó una zorra debajo de unos parrales, de los que pendían muchos y muy nutridos racimos de uvas, en el punto exacto de su madurez.

Recordar la fruición con la que su reciente amo y torturador consumía esos frutos azuzó en ella el deseo: habría de probar uvas.

Tres horas estuvo saltando sin éxito. No, lector, no hizo la zorra de esta historia como su parienta la griega: muy imbécil hubiera tenido que ser para mentirse y creerse que estaban verdes aquellas colgantes delicias.

Asumió la cánida que no estaba en condiciones de llevar a buen puerto la empresa... todavía. Decidió perseverar.

Dedicó las siguientes estaciones a saquear los gallineros más prósperos de la comarca, para fortificar el organismo. Como eran también los mejor custodiados, adquirió pronto el sigilo para entrar y salir, el zarpazo y la dentellada precisos para la faena, la rapidez
para la huida.

No hizo acopio de grasas. Fuera de dormir lo mínimo, gastaba su tiempo diurno en ejercitar el salto de altura, logrando cada día mejores marcas.

Corrido el año volvió bajo los parrales. No eran las mismas uvas, porque estaban mejores. Igual que la zorra. Si hubiera habido testigos, habrían presenciado algo así como el salto en seco de un delfín pequeñito, rojizo y peludo.

A lo que bajó el manjar y probólo, halló que no le placía. Nadita. Más bien que le disgustaba, a decir verdad.

Filosóficamente, se dijo que el sinsabor había sido en su provecho: las tales gallinas se había comido, los tales músculos fuertes y ágiles había echado.

Marchóse a su yacija a hacer la siesta, cosa de estar lúcida en sus correrías plumíferas y nocturnas.


Soñó con gallinas y arroz.

INTENSIDAD Y ALTURA

El tipo era tan pero tan vanidoso que una vez, muy deprimido, decidió suicidarse arrojándose desde la cumbre de su talento. Contra su expectativa, el porrazo dio apenas para algunos raspones. Lo resolvió convenciéndose de que el suelo había subido a atajarlo para que el Universo no perdiera semejante genio.

SENSATEZ
Al ver el tamaño de las píldoras que le habían recetado, el hombre dijo para sí:

-Menos mal que no son supositorios.

Y eso bastó para su contento de toda la jornada.

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