Así, pues, la forma espacial no es, en un sentido
exacto, la forma de la obra en tanto que objeto, sino la forma del héroe y de
su mundo en tanto que sujeto; en esto la estética expresiva tiene mucha razón
(por ejemplo, tomando en cuenta la inexactitud, se podría hablar de que la
forma de una vida representada en una novela es la forma de la novela, pero la
novela, comprendida ahí la forma del aislamiento que es la ficción, es
precisamente la forma de aprehender la vida); pero, muy a pesar de la estética
expresiva, la forma no es la expresión pura del héroe y de su vida, sino que es
algo que, al expresarlo, expresa también la actitud creativa del autor, y esta
actitud es precisamente un momento estético de la forma. La forma estética no
puede ser fundamentada desde el interior del héroe, desde el interior de su
propósito significativo, es decir, de su importancia estrictamente vital; la
forma se fundamenta desde el interior del otro: el autor, como su
reacción creativa frente al héroe y su vida, reacción que crea valores que transgreden
tanto al héroe como a su vida pero que tienen un vínculo importante con ellos.
Esta reacción estética es el amor estético. La relación de una forma estética transgresiva
al héroe y a su vida, tomados desde el interior, son la única relación en su
género del amante al amado (claro, con la completa eliminación del momento
sexual), relación de una apreciación no motivada al objeto (“sea como fuere, lo
amo” -y sólo después sigue una idealización activa, la donación de la forma),
relación que afirma la aceptación de lo afirmado y admitido, relación del don a
la necesidad, del perdón gratis (28) al crimen, de la bienaventuranza al pecador
-todas estas relaciones (la serie puede ser aumentada) son semejantes a la
relación del autor con el héroe o de la forma con el héroe y su vida. El
momento esencial que es común a todas estas relaciones aparece como el don de
la transgresión al donado por una parte, y su profundo vínculo precisamente con
el donado, por otra; no él, sino para él; de ahí que el enriquecimiento tenga
un carácter formal y transformador y transfiera al donado a un nuevo plano del
ser. A un nuevo plano no se transfiere el material (el objeto), sino el héroe
que es sujeto, porque sólo con respecto a él puede ser posible el deber
estético, así como el amor estético y la donación del amor.
La forma debe utilizar el momento que transgreda
la conciencia del héroe (su posible vivencia propia y autovaloración concreta),
pero deben establecer una relación que defina al héroe como una totalidad externa,
o sea, que se establezca su orientación hacia el exterior con sus fronteras en
tanto que fronteras de su totalidad. (…) La forma es frontera trabajada
estéticamente. Al mismo tiempo, se trata de la frontera del cuerpo, de la
frontera del alma y la del espíritu (de la orientación semántica). Estos límites
se viven de una manera radicalmente distinta: desde el interior de la
autoconciencia y desde el exterior, en la vivencia estética del otro. En todo
acto, interior y exterior, de mi orientación teleológica vital yo parto de mí
mismo, no encuentro un límite valorativo que concluya positivamente;
sigo adelante y rebaso mis fronteras, desde afuera puedo percibirlas como
obstáculo pero no como conclusión; un límite estéticamente vivido del otro lo
concluye positivamente, lo concentra con toda su actividad, la cierra. El propósito
vital del héroe se le confiere en su totalidad a su cuerpo en tanto que límite
estéticamente significante; se encarna. Este doble significado del
límite se aclarará más adelante. Al vivenciar al héroe desde el interior,
abrimos las fronteras, y las volvemos a cerrar cuando lo concluimos
estéticamente desde el exterior. Si en el primer movimiento interno somos
pasivos, en el movimiento que viene desde el exterior somos activos, creando
algo absolutamente nuevo, excedente. Este encuentro en dos movimientos en la
superficie del hombre es el que define sus fronteras valorativas, el que
enciende el fuego del valor estético.
De ahí que el ser estético -hombre total- no se
fundamente desde el interior, desde una posible autoconciencia, y es por eso
por lo que la belleza, dado que nos abstraemos de la actividad del
autor-contemplador, nos parece pasiva, ingenua y espontánea; la belleza no sabe
de su existencia, no la puede fundamentar, la belleza solamente es, es
un don prestado en abstracción del donante y de su actividad fundamentada
internamente (porque este don sí está fundamentado, pero desde el interior de la
actividad donante).
Notas
(28) Cf. el razonamiento
de San Agustín acerca de que la gracia (lat. Gratia) se llama así porque
se da gratis.
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