24 / LA CANCIÓN
Cuando nos acantonamos en el pueblito de Budiatichi me tocó alojarme en
casa de una mujer de muy mal carácter. Era viuda y pobre. Algunas cerraduras
rompí en su despensa, pero nunca encontré en ella nada de comer.
No me quedaba otro remedio que acudir a la astucia, y un día, al volver a
la casa temprano, antes de que anocheciera, vi que ella cerraba la tapa del
horno, todavía caliente. La casa olía a sopa de coles, ¡y era probable que allí
hubiera hasta carne! Sentí el olor de la carne entre el aroma de las coles y
puse mi revólver sobre la mesa. Pero la vieja no se dejó intimidar. Su
semblante se crispó, apretó con fuerza los puños sucios, y me miró con espanto
y con un odio indescriptible. Sin embargo, nada hubiera podido salvarle, con mi
revólver la hubiera reducido en un instante, si no me hubiera estorbado Sashka
Koniáiev, también conocido como Sashka el Cristo. Con su acordeón bajo el
brazo, y unas botas que le quedaban grandes, Sashka entró en ese momento a la
isba.
-Vamos a tocar una canción -dijo, fijando en mí sus ojos azules y
soñolientos-. Una canción -repitió. Tomó asiento en una banqueta y empezó a
tocar la introducción. Aquel preludio melancólico parecía venir desde una
remota lejanía. El cosaco se interrumpió de pronto y sus ojos azules mostraron
una expresión contrariada. Se volvió de espaldas y, seguramente para darme
gusto empezó una canción de Kubán.
“Estrella del campo -cantó-. Estrella del campo sobre la casa paterna, y tú
la triste mano de mi madre…”
Me gusta esa canción y el amor que siempre me inspira llenó mi corazón de
un sublime entusiasmo. Sashka la sabía porque él y yo la habíamos escuchado por
primera vez en 1919, en la desembocadura del Don, en la aldea cosaca de
Kagalnitskaia. Nos la enseñó un cazador que pescaba en aguas de la reserva.
Allá, en esas aguas de la reserva, van a devorar los peces y se posan
incontables bandadas de aves. Los peces se reproducen allí con una profusión increíble
y uno puede pescarlos con cubos o sencillamente con las manos. Si ponías un
remo en el agua, era posible que se mantuviera vertical, porque los peces lo
sostenían y se lo llevaban. Eso lo habíamos visto con nuestros propios ojos,
por eso nunca olvidaríamos esas aguas cerca de Kagalnitskaia. Los sucesivos
gobiernos prohibieron siempre cazar allí, y es una prohibición justificada, pero
en 1919 había una guerra cruel en las orillas del Don y el cazador Yákov que
ejercía su industria fraudulenta delante de nuestros ojos, a cambio de silencio
le regaló su acordeón a Sashka el Cristo, nuestro cantor… Él mismo le enseñó
sus canciones, entre ellas unas antiguas melodías que conmovían el alma. Por
eso perdonamos al cazador, porque nos hacían falta sus canciones: nadie veía
entonces el final de la guerra y sólo Sashka llenaba de música nuestros
fatigados caminos. Nuestros pasos dejaban unas huellas sangrientas sobre las
que sobrevolaban nuestras canciones. Así había sido en la campaña del verde
Kubán, así fue en el Ural y en las estribaciones del Cáucaso, y así era en
nuestros días. Necesitábamos canciones, nadie imaginaba el final de la guerra y
Sashka el Cristo, el cantor del escuadrón, no estaba maduro todavía para morir…
Fue así como aquella tarde, cuando me hice ilusiones con la sopa de coles de
mi patrona, Sashka consiguió endulzarme con su voz baja y equilibrada.
“Estrella del campo -cantaba-. Estrella del campo sobre la casa paterna, y
tú la triste mano de mi madre…”
Yo lo escuchaba tendido en un rincón, sobre mi miserable jergón. Aquella
ensoñación me conmovía hasta los huesos, hacía palpitar bajo mi cuerpo el heno
enmohecido y a través de la ola ardiente que me inundaba apenas podía
distinguir a la vieja que sostenía con la mano su arrugada mejilla. Con la
cabeza inclinada, permanecía de pie junto a la pared, inmóvil, y no dejó su
sitio ni cuando Sashka terminó de tocar. Sashka dejó a su lado el acordeón,
bostezó y rompió a reír como después de un largo sueño. Luego, al ver el
abandono de la casa de la viuda, barrió con un gesto la suciedad de encima de
la banqueta y después trajo un cubo de agua.
-Ya ves, mi querido -le dijo la patrona, mientras se rascaba la espalda
contra la puerta y me señalaba con el dedo-, tu jefe llegó hace un rato, empezó
a gritarme y a dar patadas en el suelo. Forzó las cerraduras de la casa y ha sacado
el arma contra mí. Es un pecado contra Dios venir con un revólver, soy una
pobre mujer, yo…
De nuevo se frotó contra la puerta y después colocó unas mantas de piel de
cordero sobre su hijo dormido. El niño roncaba bajo el ícono sobre la cama
grande. Era un chico mudo, de cabeza blanquecina y voluminosa y tenía unos pies
gigantescos como los de un campesino adulto. La madre le limpió la sucia nariz
y volvió a la mesa.
-Patrona -le dijo entonces Sashka y le puso la mano en la espalda- si usted
quiere puedo ayudarla…
La mujer pareció no haberlo escuchado.
-Ya no me queda sopa de coles -dijo siempre con la mano en la mejilla-. La
sopa despareció y conmigo lo único que hacen es mostrarme un revólver, pero si
cayera por aquí un buen mozo con el que podría darme algún gusto… estoy tan
cansada que ya ni el pecado me alegra…
Salmodió su retahíla de amargas quejas y, murmurando, dio vuelta al mudito
contra la pared. Sashka se acostó con ella sobre la cama revuelta, y yo traté
de dormir inventándome sueños para adormecerme con buenos pensamientos.
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