23 / DESPUÉS DEL COMBATE
Esta es la historia de mi disputa con Akinfiev.
El treinta y uno tuvo lugar el ataque de Chésnik. Los escuadrones se
concentraron en el bosque cerca de la aldea y a las cinco se lanzaron al
asalto. El enemigo nos esperaba sobre una altura distante a tres verstas.
Recorrimos esa distancia al galope sobre caballos infinitamente cansados, y al
subir a la colina vimos, delante de nosotros, una muralla de muerte: uniformes
negros y caras pálidas. Eran los cosacos que nos habían traicionado al inicio
de la campaña de Polonia y que habían sido integrados en una brigada por el
capitán Yákovlev. Después de formar un cuadro con sus jinetes, el capitán nos
esperaba con el sable desenvainado. En su boca brillaba un diente de oro y una
barba negra reposaba sobre su pecho como un ícono sobre un difunto. Las
ametralladoras enemigas abrieron fuego a veinte pasos y cayeron heridos en
nuestras filas. Pisoteamos y chocamos contra el enemigo, pero su cuadro no se
tambaleó. Entonces huimos.
Así fue conseguida la efímera victoria de los hombres de Savitski sobre la
sexta división. Fue conseguida porque los defensores de la colina no habían
vuelto sus caras hacia nuestros escuadrones de carga. Aquella vez, el capitán
se mantuvo firme y nosotros huimos sin haber enrojecido nuestros sables con la
miserable sangre de los traidores.
Cinco mil hombres, toda nuestra división, corrieron por la ladera sin que
nadie los persiguiera. El enemigo había permanecido en la colina. No habría
creído en su insólita victoria y no se decidió a perseguirnos. Por esta razón
pudimos conservar la vida y precipitarnos sin pérdidas hacia el valle, donde
Vinográdov, jefe de la sección política de la sexta división, salió a nuestro
encuentro. Vinográdov se agitaba frenético sobre su caballo endiablado y se
esforzaba en reenviar al combate a los cosacos que huían.
-¡Liutov -me gritó en cuanto me vio-, haz volver a los soldados o me las van
a pagar!
Vinográdov golpeaba al caballo con la culata del máuser, chillaba y trataba
de reunir a la gente. Me deshice de él y me acerqué al kirgis Gulímov, que
galopaba cerca de allí.
-Arriba, Gulímov -le dije-. ¡Vuelve!
-Vuélvele tu la cola a tu yegua -respondió Gulímov y luego de una mirada
furtiva, me disparó y me chamuscó el pelo encima de la oreja-. Vuélvete tú
-agregó agarrándome por el hombro con una mano mientras con la otra empezaba a
sacar el sable. La hoja venía muy ajustada en la vaina, el kirguís temblaba y
miraba a su alrededor. Me tenía abrazado por la espalda e inclinaba su cabeza
cada vez más cerca de mi cara.
-Tu caballo irá adelante -repetía con una pena apenas perceptible- el mío
seguirá detrás… -Y me golpeó ligeramente con el plano del sable.
La opresión y la proximidad de la muerte me apretaron el corazón. Puse la
palma de la mano sobre la cara del kirguís, ardiente como una piedra al sol y
la arañé con la mayor fuerza de que fui capaz. Una sangre tibia me corrió por
las uñas; me alejé de Gulímov, jadeando como después de una larga corrida. Mi
martirizado amigo, el caballo, iba al paso; cabalgué sin ver el camino, sin
volver la cabeza hasta que encontré a Vorobieb, el comandante del primer
escuadrón. Vorobieb estaba buscando a sus ayudantes y no los encontraba. Juntos
fuimos hasta el pueblito de Chésniki y nos sentamos en la taberna en compañía
de Akinfiev, el antiguo conductor del Tribunal Revolucionario. Frente a
nosotros cruzó Sashka, enfermera del 31 regimiento de caballería; y una pareja
de comandantes tomó asiento junto a nosotros. Los dos comandantes parecían
medio dormidos y por momentos se quedaban callados; uno de ellos, contuso, no
dejaba de mover la cabeza y parpadeaba con un ojo desorbitado. Sashka fue a
informar sobre este jefe al hospital y luego volvió tirando de la brida de su
caballo. Su yegua, reacia a avanzar, resbalaba sobre la húmeda arcilla.
-¿A dónde vas? -preguntó Vorobieb a la enfermera-. Siéntate con nosotros, Sashka.
-No, con ustedes no -respondió Sashka y golpeó a la yegua en el vientre-.
No.
-¿Cómo es eso? -gritó Vorobieb, riéndose-. ¿Ya no te gusta eso de tomar el
té con los hombres?
-Contigo ya no me gusta -le contestó la mujer al comandante y arrojó lejos
de sí las riendas-. Contigo he cambiado de opinión, Vorobieb, porque los vi
hoy, a ustedes los héroes, y he visto cosas muy feas…
-Cuando veías eso -refunfuño Vorobieb- era el momento de disparar…
-¿Disparar? -dijo Sashka con desesperación y se arrancó el brazalete
sanitario de la manga-. ¿Con esto iba a disparar?
En ese momento se nos acercó Akinfiev, el ex conductor del Tribunal
Revolucionario, con quien yo tenía algunas cuentas pendientes.
-Tú no tenías con qué disparar, Sashka -dijo en tono conciliador-. Nadie te
puede acusar por eso, pero sí puedo acusar a los que se meten en la pelea sin
colocar cartuchos en el arma -me gritó de pronto Akinfiev y un espasmo corrió
por su semblante-, tú estuviste allí, pero no pusiste balas en el revólver…
¿Por qué razón?
-Déjame en paz, Iván -le dije a Akinfiev, pero no se detuvo y se me aproximaba
cada vez con su cuerpo torcido de epiléptico.
-Los polacos a ti sí te pueden tirar, pero tú a ellos no… -murmuró el cosaco
volviendo su cadera rota-. ¿Por qué razón?
-El polaco sí -contesté, frontal-, pero yo al polaco, no…
-¿Eso quiere decir que eres de la secta de los bebedores de leche (14)?
-murmuró Akinfiev, retrocediendo.
-Eso quiere decir entonces que soy un bebedor de leche -dije subiendo la
voz-. ¿Y a ti qué te importa?
-A mí me importa que lo reconozcas -gritó Iván con un aire de triunfo
salvaje-, que tomes conciencia, pero yo ya tengo un decreto para los bebedores
de leche: los podemos fusilar, ya que veneran a Dios…
La gente se acercó al oír los gritos del cosaco contra los bebedores de
leche. Quise alejarme de él pero me alcanzó y me golpeó la espalda con el puño.
-Tú no pusiste cartuchos -murmuró, amortiguando la voz junto a mí oído, y,
frenético, intentó desgarrarme la boca con sus grandes dedos -porque tú veneras
a Dios, traidor…
Me apretó los labios intentando lastimarme y yo lo empujé y le golpeé la
cara. Akinfiev se derrumbó de costado al suelo y al caer, se lastimó. La herida
empezó a sangrar.
Entonces se le aproximó Sashka, bamboleando sus grandes pechos. Roció a
Iván con agua y, acercándosele retiró un largo diente que se movía dentro de la
boca negra del epiléptico, como un abedul junto al camino desierto.
-Los gallos no tienen otra obsesión que picotearse unos a otros -dijo
Sashka-, pero cuando veo cosas como las de hoy, me dan ganas de taparme la cara…
Pronunció esas amargas palabras y se llevó al descalabrado Akinfiev. Y yo
me marché al pueblo de Chésnik, bajo la incansable lluvia galitziana.
El pueblo flotaba y se henchía, una arcilla púrpura fluía de sus tristes
heridas. Una primera estrella brilló delante de mí y se escondió en las nubes
negras. La lluvia golpeó los sauces y luego perdió fuerza. El viento subió al
cielo como una nube de pájaros y las tinieblas colocaron sobre mí una húmeda
corona. Estaba exhausto. Bajo esa corona fúnebre seguí mi camino, suplicando al
destino que me concediera la más sencilla de las ciencias: la ciencia de matar
a un hombre.
Notas
(14) Se refiere a los molokanes, secta cristiana rusa que rechaza la
mayoría de los ritos ortodoxos, no reconocen a las autoridades civiles y se rehúsan
a portar armas. Son vegetarianos y sólo consumen huevos o leche, de ahí su
nombre.
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