EL TEATRO TOSCO (10)
Ya he citado las
representaciones que se podían ver en Alemania después de la guerra. En una
buhardilla de Hamburgo asistí a una versión de Crimen y castigo de
cuatro horas de duración, y esa velada ha sido una de mis experiencias
teatrales más sorprendentes. Por pura necesidad, todos los problemas de estilo
teatral se habían esfumado: nos hallábamos ante la auténtica y principal
fuerza, ante la esencia de un arte que surge del narrador que, tras abarcar con
la mirada a su auditorio, comienza a hablar. Las salas de teatro de todas las
ciudades alemanas estaban destruidas, pero allí, en esa buhardilla, cuando un
actor sentado en una silla tan próxima que casi tocaba nuestras rodillas comenzó
a decir “Corría el año 18… Un joven estudiante llamado Roman Rodianovitch
Raskolnikov…”, todos nos sentimos atrapados por el teatro vivo.
Atrapados. ¿Qué quiere
decir eso? No sé decirlo. Lo único que sé es que esas palabras, dicho con un
tono de voz serio y suave, suscitaron algo singular en todos los espectadores.
Éramos oyentes, niños embelesados por la historieta que le narran cuando están
acostados y, al mismo tiempo, adultos, plenamente conscientes de lo que
estábamos presenciando. Un momento después, a pocos centímetros de distancia,
rechinó una puerta al abrirse y, cuando apareció el actor que personificaba a
Raskolnikov, ya estábamos sumidos por entero en el drama. Por un instante la
puerta recordaba una farola, segundos más tarde se convirtió en la entrada del
piso de la usurera, inmediatamente después era el pasillo que conducía al
cuarto interior de la vieja prestamista. Sin embargo, como estas no eran más
que impresiones fragmentarias cuya acción sólo duraba el tiempo requerido,
desvaneciéndose en seguida, no se nos olvidaba que estábamos apiñados en un
cuarto siguiendo el hilo de una historia. El narrador añadía detalles,
explicaba y filosofaba, los intérpretes pasaban de la representación
naturalista al monólogo, un actor, encorvando la espalda, saltaba de una a otra
caracterización, y punto por punto, toque tras toque, se iba recreando el
complejo mundo de la novela dostoyevskiana.
¡Qué libre es la
convención en la novela, que fácil resulta la relación entre novelista y
lector! Los antecedentes pueden evocarse y descartarse, la transición del mundo
exterior al interior es natural y continua. El éxito del experimento que
presencié en Hamburgo me hizo pensar de nuevo en lo grotescamente torpe,
inadecuado y lastimoso que ha llegado a ser el teatro, no sólo por necesitar un
grupo de hombres y de máquinas chirriadoras para trasladarnos de un lugar a
otro, sino también porque el paso del mundo de la acción al del pensamiento ha
de explicarse con algún artificio: música, cambio de luces, subida de un actor
a una plataforma. Lo único que sé es que esas palabras, dichas con un tono de
voz serio y suave, suscitaron algo singular en todos los espectadores.
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