martes

SELECCIÓN DE CUENTOS DE CABALLERÍA ROJA (18) - ISAAK BÁBEL


18 / LOS IVANES

Dos veces había desertado del frente el diácono Iván Agguev. Por eso lo destinaron al regimiento penitenciario de Moscú. El comandante en jefe Kaménev, Serguei Serguéievich pasó revista a ese batallón en Mozhaisk antes de enviarlo a la primera línea de combate.

-No me sirven para nada -dijo el comandante en jefe- mejor los devolvemos a Moscú a limpiar letrinas…

Con esos disciplinarios se formó, como se pudo, una compañía en Moscú. Entre ellos iba el diácono. Llegó al frente polaco y allí se declaró sordo. El ayudante sanitario Barsustki, del destacamento de primeros auxilios, estuvo bregando con él una semana entera asombrado de su obstinación.

-El diablo se lo lleve al sordo ese -le dijo Barsutski al sanitario Soitschenko-. Pide un carro al convoy y lo enviaremos a Rovno, a que lo examinen…

Soitschenko fue a la Administración y de allí volvió con tres carros. En el primero estaba Iván Akinfiev de cochero.

-Iván -le dijo Soitschenko- vas a llevar al sordo a Rovno.

-Puedo llevarlo, claro -respondió Akinfiev.

-Y me traerás un recibo…

-Entendido -dijo Akinfiev-. Pero ¿de dónde viene su sordera?

-De que tiene más estima por su pellejo que por el de sus hermanos -dijo el sanitario Soitschenko-, esa es la única causa. Un pillo, eso es lo que es, y no un sordo.

-Yo lo llevaré -repitió Akinfiev y se puso en marcha tras la fila de carros.

En la enfermería pararon los tres carros. En el primero instalaron a una enfermera que iba destinada a la retaguardia, en el segundo a un cosaco enfermo de nefritis y en el tercero se sentó Iván Agguev, el diácono.

Cuando todo estuvo dispuesto, llamó Soitschenko al ayudante médico.

-Ya se va el sinvergüenza -le dijo-. Lo he mandado contra recibo en el carro del Tribunal Militar. Van a salir de un momento a otro.

Barsurski miró por la ventana, vio el carro y con el rostro enrojecido y sin gorra, se precipitó fuera de la casa.

-¡Eh! ¿Quieres matarlo? -le gritó a Akinfiev-. Hay que mandarlo en otro carro.

-¿A dónde quieres trasladarlo? -contestaron, entre risas, unos cosacos que estaban por allí-. Nuestro Iván es un muchacho con recursos…

Iván Akinfiev, con el látigo en la mano, estaba de pie junto a los caballos. Se quitó la gorra y dijo con cortesía:

-Buenos días, camarada sanitario.

-Buenos días, amigo -contestó Barsustski-. ¡Pero eres un animal! Hay que acomodar al diácono en otro carro.

-Me gustaría saber -dijo entonces el cosaco y su labio superior se replegó hacia arriba, temblando sobre los dientes blanquísimos-, me gustaría saber si le parece a usted oportuno o no que cuando el enemigo nos atormenta de esa manera tan indecible, cuando nos da golpes bajos, se cuelga de nuestras piernas como un fardo y nos ata las manos como una serpiente, si es decente o no, en una hora fatal como esta soldarse los oídos…

-Iván apoya a los comisarios -gritó Korotkov, el cochero del primer carro-. ¡Ah sí, que los apoya!...

-¿Y qué si los apoya? -murmuró Barsutski volviendo la espalda-. Todos los apoyamos. Pero las cosas hay que hacerlas como se debe.

-¡Pero si es que oye, nuestro sordito! -lo interrumpió Afinkiev, dando vueltas al látigo entre sus gruesos dedos. Luego rompió a reír y le hizo una guiñada al diácono. Este, sentado en el carro, tenía los hombros caídos y movía la cabeza.

-¡Bueno, váyanse, por Dios! -gritó el sanitario, desesperado-. Pero tú eres el responsable de todo, Iván…

-En eso estoy totalmente de acuerdo -dijo lentamente y asintió con la cabeza-, Siéntate cómodo -le dijo al diácono sin volverse-. Ponte con más comodidad -repitió, tomando las riendas.

Los carros se colocaron en fila y se pusieron en marcha. Delante iba Korotkov, Akinfiev, en el tercer puesto, silbaba una canción y agitaba las riendas. Anduvieron unas quince verstas, cuando al anochecer fueron sorprendidos por una inesperada ofensiva enemiga.

Aquel día, 22 de julio, los polacos en una maniobra rápida habían desmantelado nuestra retaguardia; irrumpieron de golpe en la aldea de Kosin y lograron hacer un buen número de prisioneros de la décimo primera división. Los escuadrones de la sexta división fueron enviados al sector de Kosin para detener el avance del adversario. Las fulminantes maniobras de las unidades desarticularon los equipos y los carros del Tribunal Revolucionario anduvieron dos días con sus noches entre el fragor de las avanzadas de combate. Recién a la tercera noche pudieron llegar al camino donde se había retirado el estado mayor de retaguardia.

En ese camino los encontré a medianoche. Fue después de la batalla de Jotin. Yo estaba desesperado. En esa batallo me habían matado mi caballo, Lavrik, mi consuelo en este mundo. Sin montura, me subí a un carro sanitario y estuve recogiendo heridos hasta el anochecer. Después a los hombres sanos nos hicieron descender y me quedé sólo en una cabaña derruida. La noche avanzaba sobre fogosos caballos. El clamor agudo de los convoyes parecía llenar el universo. En la tierra, henchida de gemidos, se apagaban los caminos. Las estrellas se deslizaban sobre el frío cuerpo de la noche y en el horizonte ardían las aldeas abandonadas. Con la silla a la espalda, eché a andar por el lindero removido, y a la vuelta del camino me detuve para aliviar una necesidad.

Una vez aliviado, observé al abrocharme que tenía unas salpicaduras en la mano. Encendí la linterna, me di vuelta y vi en el suelo el cadáver de un polaco mojado por mis orines. El líquido chorreaba de su boca, se escurría entre los dientes y llenaba las cuencas hundidas de sus ojos. Al lado del cadáver había un libro de notas y parte de un folleto de la proclama de Pilsudki. En el libro denotas del polaco figuraban los gastos diarios, el calendario de espectáculos del teatro de Cracovia y el cumpleaños de una mujer llamada María Luisa. Con la proclama de Pilsudki -mariscal jefe del ejército polaco- sequé del rostro de mi hermano desconocido aquel líquido maloliente y me marché encorvado bajo el peso de la silla.

En ese momento sentí el chirrido de unas ruedas no lejos de allí.

-¡Alto! -grité-. ¿Quién va?

La noche era todavía más oscura y los incendios resplandecían en el horizonte.

-Los muchachos del Tribunal Revolucionario -respondió una voz apagada en medio de las tinieblas.

Marché en esa dirección y me tropecé con un carro.

-Han matado a mi caballo -dije en voz alta-. Se llamaba Lavrik…

Nadie me contestó. Me subí al carro, puse la cabeza sobre la silla y me dormí. Al amanecer me despertó el calor del heno en fermentación y del cuerpo de Iván Akinfiev, mi accidental vecino. Despertó poco después que yo.

-Ya es de día, gracias a Dios -dijo. Sacó su revólver y disparó un tiro junto al oído del diácono, que iba sentado delante de nosotros guiando los caballos. En la calva imponente de su cráneo alzaron vuelo unos pocos pelos grises. Akinfiev volvió a dispararle un tiro junto al oído y después guardó el revólver en el estuche.

-¡Buenos días, Iván! -le dijo al diácono, mientras se ponía las botas entre quejidos por el esfuerzo-. Vamos a desayunar.

-¡Eh, muchacho! -le grité cuando pude reponerme de la sorpresa-. ¡Qué haces!

-Lo que hago es demasiado poco -contestó Akinfiev sacando los víveres-. Lleva tres días enteros fingiendo conmigo…

Entonces, desde el primer carro, intervino Korotkov en la conversación. Yo lo conocía del trigésimo primer regimiento y me contó la historia del diácono desde el principio. Akinfiev escuchaba atentamente. Luego sacó de debajo de la silla una pata de buey asada. Estaba cubierta con una tela y con briznas de paja. El diácono bajó del pescante, cortó con un cuchillo aquella carne verdosa y nos repartió un pedazo a cada uno. Terminado el desayuno, Akinfiev volvió a guardar la pierna de vaca en la bolsa y la metió en el heno.

-Vania -le dijo a Agguev- ven, vamos a exorcizar los demonios. De todas maneras tenemos que hacer un alto para que beban los caballos.

Y sacó de su bolsillo un frasco de medicamento y una jeringuilla de Tarnovski y se la tendió al diácono. Se bajaron los dos del carro y se alejaron por el campo una veintena de pasos.

-¡Enfermera! -gritó Korotkov desde el primer carro-. No mires para allá si no quieres quedarte ciega con lo que le sobra a Afinkiev.

La mujer murmuró algo y se dio vuelta.

Afinkiev se levantó la camisa, el diácono se arrodilló delante de él y le puso la inyección. Luego limpió la jeringa con un trapo y la miró a la luz. Akinfiev se subió los pantalones. Aprovechando la ocasión se acercó al diácono por detrás y le disparó junto al oído.

-Un saludo, Vania -dijo, y se abrochó.

El diácono dejó el frasquito sobre el pasto y se puso de pie. Un aire ligero le movió los pocos pelos.

-A mí me juzgará el Tribunal Supremo -dijo en voz baja- pero tú, Iván, no estas por encima de mí…

-Ahora todos pueden juzgar a todos -se entremetió el cochero del segundo carro, un vivillo que parecía jorobado-. Incluso condenamos a muerte con gran facilidad.

-Sería mucho mejor… -dijo Agguev, y se enderezó-. Mátame, Iván.

-No digas tonterías, diácono -diijo Kortokov aproximándose-. Tienes que entender con quién estás viajando. Otro te habría retorcido el cuello como a un pato sin andarse con vueltas, mientras que él quiere sacar la verdad de ti y darte una lección, renegado…

-Sería mucho mejor -repitió el diácono tozudamente avanzando un paso-. Mátame, Iván.

-Te vas a matar tú solo, carroña -silbó Akinfiev, que se había puesto pálido-. Tú mismo vas a cavar tu fosa y tú mismo te enterrarás en ella.

Levantó los brazos, se desgarró el cuello de la camisa y cayó al suelo presa de un ataque.

-¡Ay, madre mía!-. ¡Ah, sangre de mi sangre! Tú, mi poder soviético.

-Vania -dijo Korotkov y le puso suavemente una mano en el hombro-. Iván, no te atormentes, quedido amigo, no te desesperes. Tenemos que seguir, Vania…

Korotkov se llenó la boca de agua y roció con ella a Akinfiev. Después lo subió al carro. El diácono volvió a sentarse en el pescante y seguimos nuestro camino.

Hasta el poblado de Verbi no quedaban más que dos verstas. Aquella mañana se habían acantonado allí innumerables convoyes. La undécima división, la decimocuarta y la cuarta. Los judíos con sus chalecos y sus hombros puntiagudos, estaban delante de sus puertas como pájaros desplumados. Los cosacos iban y venían por los patios, se llevaban las toallas y se comían las ciruelas todavía verdes. Apenas llegamos Afinkiev se tumbó en el heno y se durmió. Yo tomé una manta del carro y me fui a buscar un sitio a la sombra. Pero el campo, a ambos lados del camino, estaba sembrado de excrementos. Un campesino de barba, con anteojos de cobre y un sombrero tirolés, que leía un periódico a cierta distancia, captó mi mirada y dijo:

-Nos llamamos hombres, pero olemos peor que chacales. Somos la vergüenza de la tierra-. Se dio vuelta y volvió a la lectura de su diario con sus enormes anteojos.

Me dirigí entonces hacia la izquierda, hacia un bosquecillo y vi al diácono que venía en dirección a mí.

-¿Adónde vas tú, paisano? -le gritó Korotkov desde el primer carro.

-A hacer mis necesidades -murmuró el diácono y tomó mi mano y la besó-. Usted es un buen hombre -me dijo en un susurro, temblando y respirando agitado-. Le ruego que cuando tenga un minuto libre mande usted noticias a la ciudad de Kassimov, para que mi mujer pueda llorarme.

-¿Pero usted es sordo o no, padre diácono? -le grité en la oreja-. ¿Sí o no?

-¿Cómo? ¿Cómo? -me dijo y acercó la oreja.

-¿Es sordo, Agguev?, ¿sí o no?

-Así es, soy sordo -contestó apresuradamente-. No lo era hasta hace tres días, pero el compañero Akinfiev me ha destrozado los oídos con sus disparos. Tiene la obligación de llevarme a Rovno, pero creo que no me llevará al fin y al cabo…

Cayó de rodillas y se deslizó entre los carros adelantando la cabeza y sus pelos rebeldes de pope. Después se levantó, y fue a donde estaba Korotkov. Este le dio un poco de tabaco. Los dos armaron un cigarrillo y se lo encendieron mutuamente.

-Es mejor así -dijo Kortokov y le hizo un lugar a su lado. El diácono se sentó y los dos permanecieron en silencio.

En eso despertó Akinfiev. Sacó la pata de vaca de la bolsa, cortó con el cuchillo la carne verdosa y repartió un trozo para cada uno. Cuando vi aquella carne podrida me sentí mal y la rechacé.

-Adiós, muchachos. Buen viaje -les dije.

-Adiós -contestó Kortokov.

Saqué mi silla del carro y me marché. Al alejarme, oí el murmullo de Iván Akinfiev.

-Vania -le decía al diácono-, cometiste un gran error, Vania. Mi nombre debía haberte dado miedo, pero tú resolviste sentarte en mi carro. Si hubieras podido zafar antes de cruzarte en mi camino… pero ahora voy a terminar contigo, Vania, seguro como que te estoy mirando, que voy a terminar contigo.

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