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EL ARTISTA COMO PORTADOR DE UN DEBER: VASILI KANDINSKY

por Carlos Javier González Serrano
Con la aparición de la filosofía de Arthur Schopenhauer (1788-1860), en el primer tercio del siglo XIX, comienza a configurarse un modo nuevo de apreciar la labor del artista. Sólo podemos adivinar el carácter de la esencia del mundo, de lo en sí de la existencia –explicaba Schopenhauer–, a través de un tipo muy particular de experiencia humana: el arte.

Hasta aquel momento la mayor parte de las corrientes de pensamiento habían otorgado al arte una enjundia únicamente sensible (practicable tan sólo a partir del sentimiento y del juicio que de él se deriva). Con Schopenhauer pasa a convertirse en una disciplina que facilita la aparición no sólo de la experiencia estético-sentimental; también, a la vez, se da un conocimiento de lo universal del mundo, las ideas (a las que no tenemos acceso por la vía meramente sensible).

La contemplación de tales ideas (que son eternas, inmutables y válidas para un sinfín de objetos en el mundo de la representación) hace que el motor del sufrimiento y la desidia, la voluntad, se detenga en aras de un puro no-interésEl deseo es apaciguado. Se da entonces un paso fundamental desde el terreno epistemológico (conocer) al ontológico (ser): en el arte descubrimos, al fin, un universo de contemplación pura más allá de los terribles y tediosos avatares de este mundo.

Todo ser inserto en el tiempo es a la vez un no-ser, caracterizado por la evanescencia. Cualquier conocimiento asociado al tiempo (al tipo de relaciones que se dan en el mundo empírico o fenoménico) siempre encerrará alguna conexión con una voluntad particular, mientras que en el análisis desplegado por la metafísica de lo bello de Schopenhauer observamos que tal voluntad ha de quedar aplacada por completo –aunque momentáneamente–, pues el interés es sinónimo de voluntad y, por ello, contrario a la objetividad (a la puridad, en lenguaje del filósofo alemán).

Al desprendernos del tormentoso imperio de la voluntad, ya no importa el dónde, el cuándo, el cómo ni el porqué, sino sólo lo esencial, el qué (Was): el sujeto se pierde (verlieren) por completo en el objeto, y queda convertido en su espejo. Como leemos en el Capítulo 19 de Parerga y Paralipómena II (§ 205):

El verdadero problema de la metafísica de lo bello se puede formular de manera muy simple: ¿cómo es posible el agrado y alegría en un objeto sin referencia ninguna de éste a nuestro querer? […] Mi solución ha sido que en lo bello captamos siempre las formas esenciales y originales de la naturaleza viva e inerte, es decir, sus ideas platónicas, y que esa captación tiene como condición su correlato esencial, el sujeto avolitivo del conocimiento, esto es, una inteligencia pura sin propósitos ni fines. […] Convertirse en puro sujeto del conocimiento significa liberarse a sí mismo: pero, puesto que la mayoría de los hombres no puede hacerlo, son de ordinario incapaces de captar las cosas de forma puramente objetiva, que es lo que constituye el don del artista.

En 1911 (cincuenta años después de la popularización de los textos de Schopenhauer) apareció el texto teórico más conocido de Vasili KandinskyDe lo espiritual en el arte, donde leemos que “Este ‘qué’ no será ya el ‘qué’ material y objetivo del período superado, sino un contenido artísticoel alma del arte, sin la que su cuerpo (el ‘cómo’) no puede llevar una vida completa y sana, al igual que un individuo o un pueblo. Este ‘qué’ es el contenido que sólo el arte puede tener, y que sólo el arte puede expresar claramente por los medios que le son exclusivamente propios”.

A juicio de Kandinsky, todo artista alberga un deber ineludible: hacer frente a su labor como una responsabilidad, como un quehacer inquebrantable e insoslayable. Una responsabilidad que no es subjetiva, individual, sino objetiva y humana. Su capacidad natural es un don, pero también y a la vez un imperativo. El artista, en sus palabras, ha de considerarse “como servidor de designios más altos cuyos deberes son precisos, grandes y sagrados”. Para ello ha de “ahondar en su propia alma, cuidarla y desarrollarla para que su talento externo tenga que vestir y no sea como el guante pedido de una mano desconocida, un simulacro de mano, sin sentido y vacía”.

El arte que pierde de vista el “qué” y se centra en el “cómo”, en el puro manierismo, asegura Kandinsky que es un arte sin alma. El artista que se “especializa”, que se inmiscuye técnicamente por el camino del “cómo”, sólo resulta comprensible para otros artistas, y sus productos pierden su necesaria conexión con la humanidad.

 La pintura es un arte, y el arte, en su aspecto global, no es una creación inútil de objetos que se deshacen en el vacío sino una fuerza útil que sirve al desarrollo y a la sensibilización del alma humana.

Al igual que en Schopenhauer, el pintor ruso explica que el arte es uno de los más bellos y distinguidos métodos para obedecer a la frase de Sócrates “conócete a ti mismo”. No sólo la pintura, sino también el resto de artes deben servir igualmente a la comprensión total del mundo a través de la confección del “verdadero arte monumental” (lo que recuerda sin duda a aquella obra de arte total [Gesamtkunstwerk] a la que Wagner siempre aspiró).

El artista no es un privilegiado de la vida, no tiene derecho a vivir sin deberes, está obligado a un trabajo pesado que a veces se convierte en su cruz. Ha de saber que cualquiera de sus actos, sentimientos y pensamientos constituyen el frágil, intocable, pero fuerte material de sus obras, y que, por lo tanto, no es libre en la vida sino sólo en el arte.
El artista, comparado con el que no lo es, tiene tres responsabilidades: a) ha de restituir el talento que le ha sido dado; b) sus actos, pensamientos y sentimientos, como los de todos los hombres, forman la atmósfera espiritual que aclaran o envenenan; c) sus actos, pensamientos y sentimientos son el material de sus creaciones que contribuyen a su vez a la atmósfera espiritual. No es “rey”, como le llamó San Peladán, en el sentido de que posee gran poder, sino de que su obligación también es muy grande.
Las obras del genio no suscitan admiración en una sola época, sino que se dirigen a e influyen en todas, y por eso albergan un valor permanente e imperecedero para la humanidad: son eternamente jóvenes, proceden del conocimiento de lo que siempre permanece idéntico (las ideas en Schopenhauer, la necesidad interior del artista en Kandinsky). El genio reproduce lo eterno en sus obras, y a través de éstas comparte sus únicas intuiciones con la humanidad.

De ahí que el goce estético sea siempre uno y el mismo; la obra de arte es un medio mágico, maravilloso, que facilita el conocimiento que ocasiona el goce estético. El artista nos presta sus ojos para ver con ellos el mundo. Tal es el don del genio: el conocimiento de lo esencial con independencia de sus relaciones con el mundo fenoménico.

Por esta razón, explica Schopenhauer en Senilia, guardamos una particular esperanza: “la satisfacción perfecta, la tranquilidad final, el verdadero estado deseable se nos representan siempre sólo en el cuadro, en la obra de arte, en la poesía, en la música. Por supuesto, de ahí puede cobrarse la esperanza de que tienen que estar en algún lugar”.

(El vuelo de la lechuza / 24-10-2016)

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