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EL LEGENDARIAMENTE ESCANDALOSO CAPÍTULO VIII DE PARADISO (3) - LEZAMA LIMA


Se prolongó la vibración de la campana, convocando para la asistencia al refectorio. Era el único comensal en aquel salón preparado para cuatrocientos alumnos ausentes en día del Señor. El mármol de la mesa, la blancura de las losas, la venerable masa de pan, las paredes de cal apuntaladas por las moscas, trajeron con sus motivos de Zurbarán, el contrapeso armonizador de aquel domingo orgiástico.

La cocinera del director se encontró el lunes por la noche con la criada de enfrente. Era la única sirvienta de un matrimonio cerca ya de la cuarentena fatal para los desgastes de la reproducción. Observaba día y noche el inmenso tedio de la pareja a la que servía. El aburrimiento era ya el único imán aglutinante de los caminos. Cuando se ayuntaban en espaciado tiempo, el reloj de ese encuentro chirriaba por la oxidación del disgusto cotidiano, del malhumor en punta. Parte de la frustración del ejemplar femenino, se vaciaba en interminables conversaciones droláticas con la criada, al mismo tiempo que le rascaba unos pies reñidos al minueto. La criada le repetía a la señora el relato que a su vez había recibido de la cocinera aun con el recuerdo de la fiebre en el éxtasis de recibir tamaño aguijón. La señora exigió reiteraciones en el relato, detalles en las dimensiones, minuciosas pruebas en las progresiones de lamentos y hosanas del encuentro dichoso. La hacía detenerse, volver sobre un fragmento del suceso, dilatar un instante en que el sueño fingido estuvo a punto de trocarse en un alarido guerrero o en las murmuraciones de la flauta. Pero tanto demandaba la señora en el relato, las detalladas descripciones de la danza y el cuenco, que la criada le decía con extrema humildad: -Señora eso únicamente se puede describir bien cuando uno lo tiene delante, pero, créame, entonces ya uno se olvida de todo y después no puede describir nada en sus detalles.

Llegadas las diez de la noche tibia, la criada comenzó a cerrar las ventanas de la sala, a bajar las ventanas polvosas, preparó el termo para la mesa de noche de la señora. Descorrió las sobrecamas, sacudió los almohadones de la cama que mostraban una voluptuosidad no surcada. Media hora después la señora ganaba el sueño entrecortado por unos suspiros anhelosos. ¿Qué extrañas mariposas venían a posarse al borde mismo de su descanso nocturno?

El segundo domingo para el sancionado transcurrió con un aro subiendo y bajando las hondonadas de un tedio de agua embotellada. Al llegar el crepúsculo una leve brisa comenzó a insinuarse con cautela. Un garzón miquito, hermano de la llamada cocinera mamey, penetró en el patio del colegio en busca de Farraluque. Le dijo que en la casa de enfrente, la señora quería también que la ayudara a pintar la casa. El priápico sintió el orgullo de que su nombre se extendía de la gloriola del patio de la escuela a la fama más anchurosa de la vecinería. Cuando penetró en la casa, vio la escalerilla y a su lado dos cubos de cal, más lejos la brocha, con las cerdillas relucientes, sin ningún residuo de un trabajo anterior. Estaba la brocha sin haber perdido su intacta alegría de un rebuscado elemento para una naturaleza muerta de algún pintor de la escuela de Courbet. Como en una escenografía se situaba de nuevo una puerta entornada. La madura madona fingía sin destreza un sueño de modorra sensual. Farraluque también se creyó obligado a no fingir que creía en la dureza de semejante estado cataléptico. Así, antes de desnudarse, hizo asomar por los brazos todo el escándalo de las progresiones elásticas de su lombriz sonrosada. Sin abandonar el fingimiento de la somnolencia, la mujer empezó a alzar los brazos, a cruzarlos con rapidez, después ponía los dedos índice y medio de cada mano sobre los otros dos, formando un cuadrado, que se soldaba y se rompía frente a las proximidades de la Niké fálica. Cuando Farraluque saltó sobre el cuadrado espumoso por el exceso de almohadones, la mujer se curvó para acercarse a conversar con el instrumento penetrante. Sus labios secos al comienzo, después brevemente humedecidos, comenzaron a deslizarse por la filigrana del tejido poroso del glande. Muchos años más tarde él recordaría el comienzo de esa aventura, asociándola a una lección de historia, donde se consignaba que un emperador chino, mientras desfilaban interminablemente sus tropas, precedidas por las chirimías y atabales de combate, acariciaba una pieza de jade pulimentada casi diríamos con enloquecida artesanía. La viviente intuición de la mujer deseosa, le llevó a mostrar una impresionable especialidad en dos de las ocho partes de que consta una opoparika o unión bucal, según los textos sagrados de la India. Era el llamado mordisqueo de los bordes, es decir, con la punta de dos de sus dedos presionaba hacia abajo, el falo, al mismo tiempo que con los labios y los dientes recorría el contorno del casquete. Farraluque sintió algo semejante a la raíz de un caballo encandilado mordido por un tigre recién nacido. Sus dos anteriores encuentros sexuales, habían sido bastos y naturalizados, ahora entraba en el reino de la sutileza y de la diabólica especialización. El otro requisito exigido por el texto sagrado de los hindúes, y en el cual se mostraba también la especialidad, era el pulimento o torneadura de la alfombrilla lingual en torno a la cúpula del casquete, al mismo tiempo que con rítmicos movimientos cabeceantes, recorría toda la extensión del instrumento operante. Pero la madona a cada recorrido de la alfombrilla, se iba extendiendo con cautela hasta el círculo del cobre, exagerando sus transportes, como si estuviese arrebatada por la bacanal del Tanhauser! Tanteaba el frenesí ocasionado por el recorrido de la extensión fálica, encaminándose con una energía imperial hasta la gruta siniestra. Cuando creyó que la táctica coordinadora del mordisqueo de los bordes y de el pulimentado de la extensión, iban a su final eyaculante, se lanzó hacia el caracol profundo, pero en ese instante Farraluque llevó con la rapidez que sólo brota del éxtasis, su mano derecha a la cabellera de la madona, tirando con furia hacia arriba para mostrar la arrebatada gorgona, chorreante del sudor ocasionado en las profundidades.

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