El bombeo de mi corazón era terrible y, como casi todos los hipocondríacos, tuve la fugaz e intimidante impresión de que esos discursos eran la materia con que se hacen los ataques cardíacos. Hasta el día de hoy no tengo idea de cómo reaccionaron mis huéspedes ante mi estallido, ante la pequeña y corrupta andanada de invectivas que le solté. El primer detalle exterior que el noté fue el sonido universalmente familiar de las cañerías. Llegaba de otra parte del apartamento. Eché bruscamente un vistazo a la habitación, a las caras cercanas de mis huéspedes y más allá de ellas.
-¿Dónde está el viejo?
-pregunté-. ¿Dónde está el viejecito? -Puse cara de carnero degollado.
Lo raro es que la
respuesta estuvo a cargo del teniente, no de la dama de honor.
-Creo que está en el baño
-dijo. La afirmación fue pronunciada con una franqueza muy especial,
proclamando que quien hablaba era uno de esos que no tienen pelos en la lengua
cuando se trata de cuestiones cotidianas de higiene.
-Ah -dije. Miré de nuevo
con aire más bien ausente la habitación. Si deliberadamente o no evité la
terrible mirada de la dama de honor, no lo recuerdo o no me interesa recordarlo.
Descubrí el sombrero de copa del tío del padre de la novia en el asiento de una
silla, en medio de la habitación. Tuve el impulso de decirle hola, en voz
alta-. Voy a buscar algunas bebidas frescas -dije-. Será cosa de un minuto.
-¿Puedo hablar por
teléfono? -me preguntó de pronto la dama de honor al pasar yo junto al diván.
Dejó caer los pies al suelo.
-Sí, sí, claro -respondí.
Miré a la señora Silsburn y al teniente-. Creo que voy a hacer algunos Tom
Collins, si hay limones o limas. ¿Les parece bien?
La respuesta del teniente
me sobresaltó por su súbita jovialidad.
-Tráigalos -dijo, y se
frotó las manos como un bebedor habitual.
La señora Silsburn
abandonó el estudio de las fotografías que había sobre el escritorio para
decirme:
-Si va a preparar Tom
Collins, hágame un favor, apenas una pizca, una pizquita de ginebra en el mío.
Casi nada, si no es mucha molestia.
Parecía que empezaba a
recobrarse un poco, aun en el breve tiempo transcurrido desde que habíamos
abandonado la calle. Quizás, entre otras cosas, porque estaba a pocos
centímetros del acondicionador que yo había puesto en marcha y el aire iba en su
dirección. Le dije que iba a buscar las bebidas y luego la dejé entre las “celebridades”
menores de la radio de comienzos de los treinta y fines de los veinte, las
numerosas caritas pasadas de moda de Seymour y mi infancia. También el teniente
parecía muy capaz de arreglárselas solo en mi ausencia; se iba acercando, como
un solitario entendido, hacia los anaqueles de libros. La dama de honor me
siguió, soltando al salir de la habitación un bostezo cavernoso, audible, que
no trató de contener ni de ocultar a la vista.
Mientras la dama de honor
me seguía hacia el dormitorio, donde estaba el teléfono, el tío del padre de la
novia se acercaba a nosotros desde el otro extremo del vestíbulo. Tenía en la
cara la expresión de feroz reposo que me había hecho caer en la trampa durante
casi todo el recorrido en coche, pero cuando se nos acercó, la máscara se
modificó; escenificó para ambos grandes saludos y congratulaciones y me descubrí
sonriendo y asintiendo exageradamente para responderle. Su pelo ralo y blanco parecía
recién peinado, casi recién lavado, como si hubiera descubierto una pequeña
peluquería oculta en el extremo del apartamento. Cuando pasó a nuestro lado, me
sentí impulsado a mirar por encima del hombro y vi que me hacía un gesto de
despedida con la mano, vigoroso, un gran gesto de bon voyage, de vuelve
pronto. Me confortó infinitamente.
-¿Qué es? ¿Un loco?
-preguntó la dama de honor. Dije que eso esperaba y abrí la puerta del
dormitorio
Ella se sentó pesadamente
en una de las camas gemelas, la de Seymour a decir verdad. El teléfono estaba
en la mesilla de noche, al alcance de la mano. Le dije que le llevaría allí un
trago.
-No se moleste…, termino
enseguida -respondió-. Pero cierre la puerta, si no tiene inconveniente… No es
que me importe, pero no puedo hablar por teléfono si la puerta no está cerrada.
Le dije que a mí me
pasaba exactamente lo mismo y me dispuse a salir. Pero justo al volverme para
salir del espacio entre las dos camas, advertí una pequeña maleta plegable de
tela sobre el asiento de la ventana. A primera vista pensé que era la mía,
milagrosamente llegada del apartamento desde Penn Station, por sus propios
medios. Mi segunda idea fue que sería de Boo Boo. Me acerqué a ella. Tenía la
cremallera abierta y una sola mirada a la capa superior de su contenido me
indicó quién era el verdadero dueño. Con otra mirada más completa, descubrí
algo sobre dos camisas militares color marrón, y pensé que no debía quedar a
solas en la habitación con la dama de honor. Lo tomé de la maleta, me lo deslicé
debajo de un brazo, hice un gesto fraternal a la dama de honor que, habiendo
metido en el primer agujero del número que pensaba marcar, esperaba que yo me
fuera, y cerré la puerta al salir.
Me quedé un instante
fuera del dormitorio, en la piadosa soledad del vestíbulo, pensando qué hacer
con el diario de Seymour que, me apresuro a decir, era el objeto que estaba en
la maleta de tela y que yo había recogido. Mi primer pensamiento constructivo
fue esconderlo hasta que mis huéspedes se hubiesen marchado. Me pareció una
buena idea llevarlo al cuarto de baño y dejarlo caer en el cesto de la ropa
sucia. Pero en la segunda y mucho más compleja de las ideas, decidí llevarlo al
cuarto de baño, leer algunas partes y sólo entonces dejarlo en el cesto de la
ropa sucia.
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