miércoles

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (51)


La pulpería (6)


Ahora parecía que alguien iba a reventar de risa detrás de la puerta. Pero como todos sabían que acercarse a ella estaba prohibido, las miradas que cada carcajada hacía posar allí daban vuelta irresolutas y, de retroceso, mariposeaban sin saber qué hacer, ya encima de las acres bordalesas de vino, ya de los tufientos barriles de caña, ya de los perfumados aperos, de las pilas de zapatillas y alpargatas también con su olorcillo, como se hincaban, un momento insistentes, en la profusión de botellas del mostrador. O, si tomaban altura, surcaban las zonas del aire en que pendían botas, rebenques, cinchones, pretales, riendas, bozales, frenos, bornales, para permanecer, meciéndose, entre ellos y, al escucharse de nuevo aquellas risas de latón golpeado y blandido, en relámpago volver a encontrarse todas juntas sobre la puerta inexorable.

Aunque al revés hubiera sido lo lógico, nadie se movió de su sitio, sin embargo, cuando se produjo la intempestiva aparición con su cara de muerto del Hurón. Y la mirada en flecha que intentó llegar hasta donde estaría el ex-quesero fue parada en seco, pues la puerta había dado paso entreabriendo una rendija y, enseguida, se cerró. El del desconsuelo no tomó hacia el salón; se metió tras el mostrador, no más, por donde el dueño de casa le salía al encuentro llave en mano y el aire de quien estuviera viendo, en lugar del Hurón, a la misma pandilla de fantasmas que acababa de retirarse de la mente del parroquiano don Lechuzón. Todas las dispersas miradas de los concurrentes juntáronse en bandada y emprendieron vuelo para, con el insistente ardor del tábano, ponerse a las ancas del patrón y, cuando este se paró frente al socio, quedar como trasmutadas en estacas. Mas sin ellas obtener nada de lo que ambos se decían, ¡claro!, porque eran de ojos.

-¿Usté me quiere creer que nos ha dejado limpios?

La estupefacción del Vizcacha no fue menor de la que el Hurón había traído de la “sala de juego” y tenía, todavía, como grabada a fuego en las facciones.

-¡Limpios, me estás vos diciendo! -exclamó con la cara bruscamente iluminada por sus propios ojos.

Enseguida, entornó con pesadumbre los párpados el pulpero. Luego, echó la cabeza hacia atrás como si, justo en el medio, se le hubieran afirmado a martillo.

Sin lugar a dudas iba a repetir la exclamación, pues le volvieron a fulgurar las pupilas y pudo apreciarse que trataba de hablar (y es difícil que en el estado en que se había quedado le pudiera salir otra cosa) cuando la puerta tornó a abrir una rendija. Y por allí salieron el Biguá y el Gavilán, uno detrás del otro, como para el matadero. Rodeando, ahora los tres, al comerciante, lo acompañaron cuchicheándole en su retroceso hasta que se detuvo, hasta que metió la llave en la cerradura del cajón y, apoyándose con vigor en el mueble, se dio vuelta, ofreciéndole el frente.

-¿Más plata? ¡Y tenés cara! ¡Deseando estoy que él se mande mudar; que ya me tiene enfermo con su tanta alegría!

El Hurón insistía, sudando:

-¡Si eso fue una fatalidá! ¿Cómo va a dejar así las cosas? ¿Cómo se va a ir él, no sólo con su tanta plata, sino también, con la de nosotros?

-¿Cómo? -resolló él en ascuas. Y se agarró la cabeza-. ¿Con la de qué nosotros, hace el bien? ¡Con la muy mía, manga de perdularios!

El Gavilán y el Biguá intervinieron, cada cual por cuenta propia:

-Mire, yo le garanto a usté…

-Mire, yo le agaranto a usté…

-¡Sí, como me garantieron hoy! ¡Y ya ven en lo que hemos ido a parar! ¡Lo que ha pasado, miren, es una vergüenza para todos ustedes!

En la “sala”, a solas con el abrumado Aperiá, aquel que hasta entonces parecía la cosa más feliz del mundo hallábase sin consuelo por causa del ingrato demorar de sus amigos. Un rato tan lindo como el que estaban pasando y, de repente, dijeron los tres contertulios: “Compermiso “Compermiso” “Compermiso”…

-Algunos los ha de haber engatusado con alguna caña… o con alguna butifarra o con pasas de uva… -presentía, triste, tristemente el ex-quesero cuando le cayó a la mente una idea que no era mala:

-Bueno, coimero, ¿vamos a jugar nosotros dos solos, mientras? Yo le pongo una banquita chica, no más… Cosa de hacer tiempo, ¿no?

El Aperiá sufrió un frío que lo sobresaltó y que le hizo llevar la mano al bolsillito donde guardaba dos pesos solitos. Fue a la manera de quien, en medio de un gran gentío, sintiese de golpe que la ropa se le está corriendo hacia los pies y que, por más que haga, va a quedar en cueros de cintura para abajo. Así que, en vez de contestar agarró para la puerta, más que ligero. Pero sin librarse del compañero, puesto que, cuando agarró el pestillo y abrió y se asomó, por encima de él y como a babuchas, la cabeza de don Chancho se hizo también presente al público y, para mejor, imploró desde lejos:

-¡Pero vengan , muchachos! Vamos a pasar otro lindo rato. ¡Vengan los tres! ¡Vamos a farrear lindo otro poco!

El Aperiá consiguió darse vuelta. Y se puso de frente con resolución. Tal como momentos antes había empujado la pesada poltrona, la de los amplios posa-brazos, así se le doblaban las puntas de las alpargatas en su estirarse todo contra el vientre del otro para obligarlo a retroceder hasta que se hiciera posible cerrar la puerta.

Un lastimero:

-¡Venga, pues! -fue escuchado junto con el triunfal portazo.

-¡Bueno, esto ya no tiene nombre! -repetíase para sí el pulpero-. En jamás de los jamases hay aquí más jugarretas. Dígase lo que se diga, por algo están fuera de la Ley. ¿Quiere coimear el Comisario? Pues que ponga banca con su plata… ¡y en su Comisaría!

Así se decía en silencio. Y como quien, en medio de sus desoladas ideas, larga de golpe, y ya deja librada a su propio peso la recién levantada tapa del panteón, agregó, pero ahora con la voz, perfectamente oída por el Hurón y por el Biguá y por el Gavilán:

-¡Nunca más!

Justo ahí, el de poncho hecho con una bandera nuestra, desde la “sala” hizo su entrada en el recinto. Pudo distinguirse enseguida al Aperiá. Venía de escolta. Meneando la cabeza, que había puesto casi a la altura de la hebilla del cinto.

Preso de una corazonada, el pulpero salió corriendo y se perdió en el cuarto de sus preocupaciones. Al punto volvió a aparecer con la vela apagada, el brazo extendido para defenderse la respiración de la humaza tufienta.

Orientábase hacia sus recientes camaradas don Chancho, cuando divisó la pálida ristra de butifarras del mostrador. Y se le fue derecho…

-¡Muito bonito! -había recobrado dom Pedro-. ¡Ah, Banda Oriental ista!

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