lunes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (50)


La pulpería (5)


Marchaban ya en fila india todos los jugadores. El Biguá, a quien al iniciar la marcha le había salido desde lo más adentro cierta sonrisa, ahora no sabía si seguir sosteniéndola o mandarla para atrás, pues advirtió el ardor de algunas miradas por entre las cejas.

Cuando llegados al cuarto de la timba, donde aguardaba el coimero Aperiá, dio tres golpes el Hurón, la puertita, sigilosa, como enseñada, abrió apenas una rendija y, escurrido el Hurón sólo, volvió a cerrarse. Ya iba a llamar a su vez el de la quesería, cuando con cortés diligencia la puerta se le abrió de par en par. Y tras él se clausuró de nuevo. Quienes tuvieron que golpear con insistencia, y debieron esperar un rato, fueron el Gavilán y el Biguá, porque el coimero, sin duda, estaría ocupado en atender al rosado de cara. Al fin, también aquellos quedaron introducidos. Y la puerta, trancada con pasadores, se ofreció entonces a la general contemplación de los del salón tal como se le pone la tapa al horno y adentro queda depositado el amasijo.

Al verse tan bien encerrado, el Chancho, en cabeceos y sacudidas de hombros, soltó una nueva risotada que, esta vez, fue un ¡Viva la patria!

-¡Juijuijuijuijuiiiii!

Sacudiéndose del pecho ciertas rezagadas migajas, se sentó hecho un jefe en el primer taburete que encontró a mano, y medio quiso manotear el muy hinchado cinto. Pero el Hurón, el Gavilán y el Biguá lo hicieron incorporar enseguida, dando tiempo a que el Aperiá, agarrando de atrás una vieja poltrona con posa-brazos, la allegara a su huésped.

-¡No faltaba más! ¡Usté tie…ne que est…ar cómodo…!

De la fuerza que hacía al afirmarse, se estiraba el coimerito cuan largo era hasta doblar las puntas de las flamantes alpargatas.

Allá por el salón, era de velorio, mismo, aquel silencio cruzado de continuos revolares de cuchicheos que se estableció. Con acento fiero, pero también por lo bajo, el dueño de casa hizo retirar a los agolpados a la puerta.

-¡Pero es cosa grande! ¿Ahora resulta que ustedes nunca han visto jugar, me van a a decir?

Errando la recta, y recobrándole con el cuidado de quien va por un andamio, el Carancho y el Chimango ya se venían acercando. Al ver la desolación del grupo ambos retrocedieron hacia sus copas y hacia su compañero Lechuzón, que había permanecido como un pegapega en el mostrador y que, ahora, los ojos ya agarrándole toda la cara, no podía salir de su pasmo; porque, medio borrosos, como absorbidos por empalizadora cerrazón, estaba viendo venir de lejos a sus dos amigos, y él no los había visto ir. Fríos cuentos de aparecidos le oscilaron, también neblinosos. Y desde mucho más lejos, desde el horizonte de la mente, entonando sus fantasmas como un coro sin abrir la boca, lo que lo hacía más desabrido y lúgubre, dando hasta a sospechar al Lechuzón que aquellos remotos espectros talareaban con la ropa. Para peor, su aparcero Carancho le era y no le era. Alguna cosa en él presentaba como un desconocimiento. Por suerte recuperó de lleno a su compadre cuando, al llegarle y empinarse este el resto de su copa, lo oyó exclamar:

-¡Barbaridá! -entre unos “juí juí jujujuí” a los que pretendía en vano sofocar la puerta del misterio.

Sin embargo, algo de razón hubo en la extrañeza del Lechuzón. Es que el Carancho, recogidas sobre los hombros las haldas del poncho, ya no estaba de facón atravesado. Ahora remedaba andar de mucha espada a la cintura porque, asaltado por un amago de asma, se le hundía el vientre a cada aspiración anhelosa y el arma aprovechaba la consiguiente aflojadura del cinto para deslizársele hacia abajo. Así, de a poquito y como con paciencia, el arma iba subiendo de categoría.

-¡Barbaridá!

Mientras tanto, un reproche de dulce acento, que por lo quedamente musitado no llegaba a nadie como a ninguno llega el tímido perfume de una flor del pasto, se entreabría en el expectante silencio del recinto.

-¡Ah, no! ¡En minha terra, a isto se le chama roubar!

-¡Juí! ¡Juí! ¡Jujujuí! ¡Juajuajuajuajuá!

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