La
pulpería (5)
Marchaban ya en fila
india todos los jugadores. El Biguá, a quien al iniciar la marcha le había
salido desde lo más adentro cierta sonrisa, ahora no sabía si seguir sosteniéndola
o mandarla para atrás, pues advirtió el ardor de algunas miradas por entre las
cejas.
Cuando llegados al cuarto
de la timba, donde aguardaba el coimero Aperiá, dio tres golpes el Hurón, la
puertita, sigilosa, como enseñada, abrió apenas una rendija y, escurrido el
Hurón sólo, volvió a cerrarse. Ya iba a llamar a su vez el de la quesería,
cuando con cortés diligencia la puerta se le abrió de par en par. Y tras él se
clausuró de nuevo. Quienes tuvieron que golpear con insistencia, y debieron
esperar un rato, fueron el Gavilán y el Biguá, porque el coimero, sin duda,
estaría ocupado en atender al rosado de cara. Al fin, también aquellos quedaron
introducidos. Y la puerta, trancada con pasadores, se ofreció entonces a la
general contemplación de los del salón tal como se le pone la tapa al horno y
adentro queda depositado el amasijo.
Al verse tan bien encerrado,
el Chancho, en cabeceos y sacudidas de hombros, soltó una nueva risotada que,
esta vez, fue un ¡Viva la patria!
-¡Juijuijuijuijuiiiii!
Sacudiéndose del pecho
ciertas rezagadas migajas, se sentó hecho un jefe en el primer taburete que
encontró a mano, y medio quiso manotear el muy hinchado cinto. Pero el Hurón,
el Gavilán y el Biguá lo hicieron incorporar enseguida, dando tiempo a que el
Aperiá, agarrando de atrás una vieja poltrona con posa-brazos, la allegara a su
huésped.
-¡No faltaba más! ¡Usté
tie…ne que est…ar cómodo…!
De la fuerza que hacía al
afirmarse, se estiraba el coimerito cuan largo era hasta doblar las puntas de
las flamantes alpargatas.
Allá por el salón, era de
velorio, mismo, aquel silencio cruzado de continuos revolares de cuchicheos que
se estableció. Con acento fiero, pero también por lo bajo, el dueño de casa
hizo retirar a los agolpados a la puerta.
-¡Pero es cosa grande!
¿Ahora resulta que ustedes nunca han visto jugar, me van a a decir?
Errando la recta, y
recobrándole con el cuidado de quien va por un andamio, el Carancho y el Chimango
ya se venían acercando. Al ver la desolación del grupo ambos retrocedieron
hacia sus copas y hacia su compañero Lechuzón, que había permanecido como un
pegapega en el mostrador y que, ahora, los ojos ya agarrándole toda la cara, no
podía salir de su pasmo; porque, medio borrosos, como absorbidos por empalizadora
cerrazón, estaba viendo venir de lejos a sus dos amigos, y él no los había
visto ir. Fríos cuentos de aparecidos le oscilaron, también neblinosos. Y desde
mucho más lejos, desde el horizonte de la mente, entonando sus fantasmas como
un coro sin abrir la boca, lo que lo hacía más desabrido y lúgubre, dando hasta
a sospechar al Lechuzón que aquellos remotos espectros talareaban con la ropa.
Para peor, su aparcero Carancho le era y no le era. Alguna cosa en él
presentaba como un desconocimiento. Por suerte recuperó de lleno a su compadre
cuando, al llegarle y empinarse este el resto de su copa, lo oyó exclamar:
-¡Barbaridá! -entre unos “juí
juí jujujuí” a los que pretendía en vano sofocar la puerta del misterio.
Sin embargo, algo de
razón hubo en la extrañeza del Lechuzón. Es que el Carancho, recogidas sobre
los hombros las haldas del poncho, ya no estaba de facón atravesado. Ahora
remedaba andar de mucha espada a la cintura porque, asaltado por un amago de
asma, se le hundía el vientre a cada aspiración anhelosa y el arma aprovechaba
la consiguiente aflojadura del cinto para deslizársele hacia abajo. Así, de a
poquito y como con paciencia, el arma iba subiendo de categoría.
-¡Barbaridá!
Mientras tanto, un
reproche de dulce acento, que por lo quedamente musitado no llegaba a nadie
como a ninguno llega el tímido perfume de una flor del pasto, se entreabría en
el expectante silencio del recinto.
-¡Ah, no! ¡En minha terra,
a isto se le chama roubar!
-¡Juí! ¡Juí! ¡Jujujuí!
¡Juajuajuajuajuá!
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