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APUNTE SOBRE EL (NO-) SIGNIFICADO DE “MOBY DICK”


por Óscar Sánchez Vadillo
Para producir un libro poderoso, hay que elegir un tema poderoso.
Herman Melville, “Moby Dick”, capítulo CIV
¿Y si «Moby Dick» no simboliza nada, no alegoriza un pizca, no significa más que lo que nos da en su propia exposición, y que no es en absoluto poco?  Más o menos esto viene a decirnos Somerset Maugham en su libro «Diez grandes novelas y sus autores«, pero sin profundizarlo mucho más. Voy a intentar explicar la idea un poco mejor, tal como a mí se me ocurre. Cuando un niño juega al Mario Bros en su videoconsola, nadie se pregunta si las plataformas a las que tiene que saltar significan un ascenso espiritual, o cuando dispara bolas de fuego a esos feísimos y coloridos monstruos con los que se topa, tampoco viene mucho a cuento indagar si nos hallamos en una especie de lucha épica del Bien contra el Mal o gigantomaquias maniqueas parecidas. No quiero insinuar que «Moby Dick» sea en absoluto un pasatiempo infantil análogo a un videojuego: al contrario, la lectura que se ha hecho a menudo -también reiteradamente en el cine- de «Moby Dick» como mera fábula marítima juvenil me parece bastante trivializadora y pueril de lo que es, en su parte final, un tragedión a la altura de Sófocles o Shakespeare.

Sólo pretendo destacar que exigimos a Herman Melville algo que no buscamos en otras actividades culturales más o menos elevadas o más o menos sutiles. Porque, por comparar con otro lugar más acreditado culturalmente, pensemos no en el tonto videojuego Mario Bros, sino en los viejos y siempre vivos mitos griegos. ¿Tiene que significar algo necesariamente la Quimera, o basta con que se trate del enemigo preternatural de Belerofonte, un obstáculo bestial más al que el  héroe se tiene que enfrentar para llegar a ser precisamente un «héroe» acreditado? Naturalmente, siempre es posible que los helenistas actuales, o los artistas de todo tipo del pasado, quieran hacer de ello el símbolo de alguna cosa que les interese a ellos especialmente, pero no creo que un niño griego antiguo tuviese afán ninguno de llegar tan lejos. Para el infante griego, no menos para el adulto griego que se lo cuenta o lo pinta en una vasija, el hecho de que Belerofonte deba matar forzosamente a la Quimera es un argumento lo suficientemente válido por sí mismo como para justificar la transmisión del relato de padres a hijos. «-¡Qué bárbaro, así que Belerofonte derrotó a la Quimera subido a lomos de Pegaso!, ¿Y qué vino después?«, «-Pues después combatió a las amazonas; te lo voy a contar…

Si «Moby Dick« tiene esa dimensión mítica que, en efecto, tiene, al margen del contenido concreto de la novela (que es una auténtica amalgama de prosa científica, ironía lírica, referencias cultas, peripecia aventurera, monólogos vehementes y hasta teatro), la tiene en este sentido, que es, seguramente, el más primitivo de todos. Melville nos dice que se trata de la venganza del amargado Ahab frente al fiero cachalote que le arrebató una pierna, y no veo por qué no vamos a creerle a pies juntillas. Ese Macguffin -que está tomado, además, de auténticas anécdotas náuticas de la época- sirve para que Melville despliegue toda una plétora de reflexiones y estilos que no constituyen algo así como el relleno banal del relato, sino que espesan su consistencia última, y con los que el lector disfruta sublimemente.

El hecho de que pidamos algo más misterioso a «Moby Dick» tiene que ver más bien con algo que tuvo lugar después y fuera de ella, como señalaba antes: comoquiera que fue reivindicada tras un largo olvido por Dreisser, FaulknerDos Passos y otros en tanto iniciadora de una tradición americana de belleza y dureza narrativa, parecía obligada a ofrecer un tipo de profundidad simbólica que es la que ellos querían conferir entonces a sus respectivas obras. Se trató,  pues, de lo que Louis Althusser llamaba una historia de «futuro anterior», es decir, que el futuro proyectó en el pasado unas intenciones que eran las suyas propias.  Pero hay que decir que, desgraciadamente, el propio Melville también puso de su parte para abonar esta interpretación: haber escrito, además del desenlace sobrecargado de pathos infernal de «Moby Dick», cosas como «Bartleby, el escribiente«, «Pierre o las ambigüedades«, o «Billy Budd, marinero«, parece inducir al crítico la sensación de que está buscando un cierto espíritu existencialista avant la lettre…

O sea, está claro, y resulta difícil negarlo, que el propio Melville siempre quiso jugar a que en «Moby Dick», sobre todo, quería decir algo más de lo que estaba escrito, y por eso hizo esas otras novelas que han quebrado las cabezas de los filosofantes de la Literatura durante tanto tiempo. Incluso en la propia «Moby Dick» hay un pasaje donde se dice claramente que todo en este mundo significa algo distinto de lo aparente, y luego termina la frase con cierto tono de broma[1]. Pero si realmente es así, yo no veo que lo consiguiera, sencillamente. O es algo tan particular de un cierto aspecto religioso americano, del estilo de su coetáneo y amigo Nathaniel Hawthorne, que se me escapa enteramente. Sea como fuere, no creo que justificase la lectura de ese extraño tocho que es «Moby Dick» hoy. Si la diferencia entre el pretexto argumental de Mario Bros y el de Melville es sólo de grado -aunque sea un grado muy, muy superior, teniendo en medio de esa escala el mito de Belerofonte, por ejemplo-, o más bien cualitativa no voy meterme ahora a teorizarlo, porque no sabría, pero, sin pensarlo mucho, me inclino poderosamente hacia lo primero.

Pero es que de verdad creo que «Moby Dick» no se merece ese trato. Es un libro lo suficientemente formidable de por sí como para no necesitar de planteamientos filosóficos tan marcados. Su escritura es enérgica, chispeante y, para mí, amenísima. La altura de perspectiva desde la que lo juzga todo, sin perjuicio de un uso constante del humor, avalan de sobra su lectura hoy y siempre. Es una gran novela, no un mal templo. Sería absurdo y fatigoso pensar que lo más valioso queda escondido, a la espera del adivino o augur o exégeta que lo descifre. Cuando Melville la terminó, con sólo 31 años, dijo aquello de que acababa de terminar un libro malvado, pero que a pesar de ello se sentía inocente como un cordero. Tal vez se refería únicamente a que la terrible ballena blanca se salía finalmente con la suya, y vencía a los hombres que habían estado cazando a sus congéneres durante siglos. «Moby Dick» es, desde luego, también un canto al hecho prodigioso de la existencia de las ballenas, que Melville sitúa casi por encima de las locuras los hombres en pasajes como el siguiente, donde Ismael cuenta sus románticas impresiones acerca de la manada de cetáceos que el Pequod tiene rodeados para tratar de matar a los más posibles -capítulo 87:

(…) Así vio Starbuck[2] largos rollos del cordón umbilical de Madame Leviatán, que parecían sujetar todavía al joven cachorro a su mamá. No es raro que, en las rápidas vicisitudes de la persecución, ese cable natural, con su extremo maternal suelto, se enrede con el del cáñamo, de tal modo que el cachorro quede preso. Algunos de los más sutiles secretos de los mares parecían revelársenos en ese estanque encantado. Vimos en la profundidad juveniles amores leviatánicos.

Y así, aunque rodeados por círculos y círculos de consternaciones y horrores, esos inescrutables animales se entregaban en el centro, con libertad y sin miedo, a todos los entretenimientos pacíficos: sí, se gozaban serenamente en abrazos y deleites. Pero precisamente así, en el ciclónico Atlántico de mi ser, yo también me complazco en mi centro de muda calma, y mientras giran a mi alrededor pesados planetas de dolor inextinguible, allá en lo hondo y tierra adentro, sigo bañándome en eterna suavidad de gozo.

De hecho, si algún mensaje hubiese que extraer, de todos modos, y por pura cabezonería, de la voluminosa lectura de  «Moby Dick», yo me decantaría por este: un alegato (pre-ecologista o no) en favor de lo que lo que el disparatado y cruel hombre puede aprender de un magnífico y enigmático animal como es la ballena, algo, creo, sin apenas resonancias teológicas o trascendentes destacables. Melville bien podía sentirse malvado y a la vez inocente por ello, puesto que su ballena blanca consigue vengar como representante de su especie marina en el capitán Ahab lo que Ahab quería vengar egocéntrica, resentidamente en ella. En cualquier caso, «Moby Dick» es caza mayor literaria, de esto caben pocas dudas, y por eso hay que leerla y volverla a releer
[1] Se trata del capítulo 99, donde dice, traducido por el infatigable José María Valverde: Y en todas las cosas se alberga algún significado cierto, o de otro modo, todas las cosas valen muy poco, y el mismo mundo redondo no es más que un signo vacío, a no ser como se hace con los cerros de junto a Boston, para venderse por carretadas para rellenar alguna marisma en la Vía Láctea.
[2] Por cierto que este personaje de Starbuck es el que da, curiosamente y como parece, nombre a la famosa cadena de establecimientos de café que nació en Seattle.

(hypérbole / intersecciones creativas)

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