miércoles

PETER BROOK - EL ESPACIO VACÍO (20)


SEGUNDA PARTE

EL TEATRO SAGRADO (3)

El actor busca en vano captar el eco de una tradición desvanecida, lo mismo que los críticos y el público. Hemos perdido todo el sentido del rito y del ceremonial, ya estén relacionadas con las Navidades, el cumpleaños o el funeral, pero las palabras quedan en nosotros y los antiguos impulsos se agitan en el fondo. Sentimos la necesidad de tener ritos, de hacer “algo” por tenerlos, y culpamos a los artistas por no “encontrarlos” para nosotros. A veces el artista intenta hallar nuevos ritos teniendo como única fuente su imaginación: imita la forma externa del ceremonial, pagano o barroco, añadiendo por desgracia sus propios adornos. El resultado raramente es convincente. Y tras años y años de imitaciones cada vez más débiles y pasadas por agua, hemos llegado ahora a rechazar el concepto mismo de un teatro sagrado. Lo sagrado no tiene la culpa de haberse convertido en un arma de la clase media para que los niños sigan siendo buenos.

Cuando fui a Stratford por primera vez, en 1945, todo valor concebible estaba enterrado bajo un sentimentalismo mortal, una complaciente valía, un tradicionalismo ampliamente aprobado por la ciudad, los eruditos y la prensa. Se necesitó la audacia de un anciano caballero excepcional, sir Barry Jackson, para tirar todo eso por la ventana y hacer aun posible la búsqueda de auténticos valores. Y fue en Stratford, años después, en ocasión de un almuerzo oficial para celebrar el cuadrigentésimo aniversario del nacimiento de Shakespeare, donde vi un claro ejemplo de la diferencia existente entre lo que es y lo que podría ser un rito. Se pensó que el nacimiento de Shakespeare requería una celebración ritual. La única celebración que se nos podía ocurrir era un banquete, que hoy día significa una lista de personas incluidas en el Who’s Who, reunidas alrededor del príncipe Felipe, para comer salmón ahumado y bistecs. Los embajadores se saludaban con una ligera inclinación de cabeza y se pasaban el vino tinto del rito. Charlé con el diputado local. Luego, alguien pronunció un discurso oficial, le escuchamos y nos levantamos para brindar por Shakespeare. En el momento en que chocaron los vasos -por no más de una fracción de segundo, en la común conciencia de todos los presentes, por una vez todos concentrados en la misma cosa- pasó el pensamiento de que cuatrocientos años atrás había existido tal hombre, y que por ese motivo nos habíamos reunido. Por un instante el silencio se agudizó, hubo un esbozo de significado. Un momento después todo quedó borrado y olvidado. Si entendiéramos más sobre ritos, la celebración ritual de una persona a la que tanto debemos pudiera haber sido intencional, no casual. Pudiera haber sido tan poderosa como sus obras teatrales, tan inolvidables. La verdad es que no sabemos cómo celebrar, ya que no sabemos qué celebrar. Lo único que sabemos es el resultado final: conocemos y gustamos de la sensación y el clamor de lo celebrado mediante el aplauso, y ahí nos quedamos. Olvidamos que hay dos posibles puntos culminantes en una experiencia teatral: el de la celebración, con el estallido de nuestra participación en forma de vítores, bravos y batir de manos, o, también, en el extremo opuesto, el del silencio, otra forma de reconocimiento y apreciación en una experiencia compartida. Hemos olvidado por completo el silencio, incluso nos molesta; aplaudimos mecánicamente porque no sabemos qué otra cosa hacer y desconocemos que también el silencio está permitido, que también el silencio es bueno.

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