SEGUNDA PARTE
EL TEATRO SAGRADO (3)
El actor busca en vano
captar el eco de una tradición desvanecida, lo mismo que los críticos y el
público. Hemos perdido todo el sentido del rito y del ceremonial, ya estén
relacionadas con las Navidades, el cumpleaños o el funeral, pero las palabras
quedan en nosotros y los antiguos impulsos se agitan en el fondo. Sentimos la
necesidad de tener ritos, de hacer “algo” por tenerlos, y culpamos a los
artistas por no “encontrarlos” para nosotros. A veces el artista intenta hallar
nuevos ritos teniendo como única fuente su imaginación: imita la forma externa
del ceremonial, pagano o barroco, añadiendo por desgracia sus propios adornos.
El resultado raramente es convincente. Y tras años y años de imitaciones cada
vez más débiles y pasadas por agua, hemos llegado ahora a rechazar el concepto
mismo de un teatro sagrado. Lo sagrado no tiene la culpa de haberse convertido
en un arma de la clase media para que los niños sigan siendo buenos.
Cuando fui a Stratford
por primera vez, en 1945, todo valor concebible estaba enterrado bajo un
sentimentalismo mortal, una complaciente valía, un tradicionalismo ampliamente
aprobado por la ciudad, los eruditos y la prensa. Se necesitó la audacia de un
anciano caballero excepcional, sir Barry Jackson, para tirar todo eso por la
ventana y hacer aun posible la búsqueda de auténticos valores. Y fue en Stratford,
años después, en ocasión de un almuerzo oficial para celebrar el cuadrigentésimo
aniversario del nacimiento de Shakespeare, donde vi un claro ejemplo de la
diferencia existente entre lo que es y lo que podría ser un rito. Se pensó que
el nacimiento de Shakespeare requería una celebración ritual. La única
celebración que se nos podía ocurrir era un banquete, que hoy día significa una
lista de personas incluidas en el Who’s Who, reunidas alrededor del príncipe
Felipe, para comer salmón ahumado y bistecs. Los embajadores se saludaban con
una ligera inclinación de cabeza y se pasaban el vino tinto del rito. Charlé
con el diputado local. Luego, alguien pronunció un discurso oficial, le
escuchamos y nos levantamos para brindar por Shakespeare. En el momento en que
chocaron los vasos -por no más de una fracción de segundo, en la común
conciencia de todos los presentes, por una vez todos concentrados en la misma
cosa- pasó el pensamiento de que cuatrocientos años atrás había existido tal
hombre, y que por ese motivo nos habíamos reunido. Por un instante el silencio
se agudizó, hubo un esbozo de significado. Un momento después todo quedó
borrado y olvidado. Si entendiéramos más sobre ritos, la celebración ritual de
una persona a la que tanto debemos pudiera haber sido intencional, no casual.
Pudiera haber sido tan poderosa como sus obras teatrales, tan inolvidables. La
verdad es que no sabemos cómo celebrar, ya que no sabemos qué celebrar. Lo
único que sabemos es el resultado final: conocemos y gustamos de la sensación y
el clamor de lo celebrado mediante el aplauso, y ahí nos quedamos. Olvidamos que
hay dos posibles puntos culminantes en una experiencia teatral: el de la
celebración, con el estallido de nuestra participación en forma de vítores,
bravos y batir de manos, o, también, en el extremo opuesto, el del silencio,
otra forma de reconocimiento y apreciación en una experiencia compartida. Hemos
olvidado por completo el silencio, incluso nos molesta; aplaudimos mecánicamente
porque no sabemos qué otra cosa hacer y desconocemos que también el silencio
está permitido, que también el silencio es bueno.
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