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JUAN ANTONIO CAVO - LA FRÁGIL ETERNIDAD DEL BARRO


por J. Mastromatteo

Celebramos hoy la obra y la vida de Juan A. Cavo, quien seguirá siendo para quienes lo conocimos o lo recuerdan, “Cacho”, “Cacho Cavo”.

Lo perdimos hace ya veinticinco años, y en la memoria sigue vivo y presente como si el tiempo no existiera, con esa dulce y leve sonrisa, dibujada como un gesto indeleble en su cara.

Una sonrisa que lo iluminaba y a través de la cual generaba y alimentaba la complicidad del encuentro. El encuentro en su taller era con él y su obra, porque siempre lo encontrábamos con barro en las manos, preparando una pieza o tomándola con cariño para meterla en el horno. Muchas veces me preguntaba, “cómo la ves”, “te gusta”, “te parece bien por acá” y ese era su modo de compartir su trabajo con el otro,  de incluirte en su tarea, de estar a tu lado, y seguramente el gesto cotidiano de honrar su cariño por la gente y el homenaje íntimo, aunque visible, al vínculo perpetuo de la amistad. 

Nada más lejos de Cacho, que el sentimiento de gloria o trascendencia. Disfrutaba así como de la amistad, las pequeñas cosas de la existencia y con el mismo cariño con que hablaba o acariciaba al “Chiruli” o a “Simon” tomaba en sus manos el barro que amasaba, y no dudaba en humedecer sus dedos para alisar alguna zona del barro crudo.

El barro era su materia y su color, y no solo sus manos, su nariz, sus orejas, sus labios, su cuerpo entero, podría decirse, eran un tributo constante a la frágil eternidad del barro. Lo acariciaba amorosamente en sus dedos, con ese cuidado que merecen los sueños cuando están por nacer, con la plena conciencia de moldear una materia en movimiento, cambiante y maleable que sin embargo, a diferencia de otras, se consolida y fortalece con el paso del tiempo.

Si el barro era su materia y su color, la nobleza de semejante elección nos revela una clave de su peculiar condición humana. Cacho hizo del barro su objeto de trabajo y creación, entre otras cosas porque su espíritu, su mirada sobre el mundo y las cosas del mundo, como el propio material, desbordaban sencillez y ternura, esencia y paciencia, fragilidad y fortaleza.

Recordaba con frecuencia una circunstancia que se remonta al inicio de su formación, en el taller con su maestro, José Gurvich. Como muchos compañeros de su generación, Adolfo Nigro, Héctor “Yuyo” Goitiño, Ernesto Vila, Ernesto Drangosch, Manolo Lima, entre otros, comenzó a dibujar y a pintar. Algunas pocas obras de este periodo de aprendizaje, aun se conservan.

Contaba Cacho que en determinado momento, seguramente un proceso de de crisis y replanteo profundo, gestado en un proceso o periodo determinado, comenzó a sentir una suerte de imposibilidad, a la hora de enfrentar una superficie en blanco para pintar. La definía como “una angustia que me impedía pintar”. Frente a esa situación, su maestro le sugirió probara con un trozo de barro. A partir de ahí “sentí que eso era lo que andaba buscando” o sea, el material adecuado a su perfil humano y creativo.


Si bien hay artistas, que crean y se expresan con una multiplicidad de materiales, otros lo hacen, predominantemente con uno, y este se transforma así, en “su” material. Comienza de este modo un periodo de apropiación del elemento físico, soporte del objeto creado, conjuntamente con la incorporación de los elementos formales y simbólicos que nutren el pensamiento de una escuela, la del taller J.T.G.

La influencia de esta escuela, pasando luego por el espíritu y la mano del maestro J. Gurvich, se trasmite directamente a sus propios discípulos. Y Cacho Cavo es uno de ellos, quien a su vez transfiere a su obra la síntesis necesaria que le permite concretar una realidad expresiva.

Esa síntesis lo define, construyendo su personal modo de interpretar lo aprendido y al concretarlo nos ofrece su particular visión artística. Es así entonces, que toda una iconografía formal y simbólica, transformada y adaptada a las diversas personalidades, por efecto de acumulaciones históricas, termina conformado un panorama diverso pero reconocible, variable, aunque con rasgos comunes. Esta cualidad edifica en nuestro medio cultural, la razón de ser de una escuela y los fundamentos filosóficos y conceptuales que le otorgan base y estructura, consolidando el cuerpo de un lenguaje artístico, regional y universal, una simbología emergente de nuestras particularidades y en definitiva, la construcción del imaginario visual y formal a través de una  visión artística, esto es en síntesis, la consolidación de una estética.

De ese universo de imágenes, Cacho Cavo seleccionó y procesó su mundo expresivo. Pero además se nutrió de realidad, de una realidad que, atravesada por una mirada sensible, quedó plasmada en el barro, ese mismo barro que recogía de su propio suelo, del suelo de su barrio. Por eso nacen en sus obras las formas que aluden a los seres que lo rodean, un niño, un hombre, una mujer, una pareja, un grupo humano, la casa en que habitan, las ventanas por donde asoman para que el mundo los vea, los objetos que rodean la cotidianeidad de la existencia, y entre todos ellos, la cercanía de los afectos, la generosa convivencia de lo diverso.
No pueden faltar, por su propia historia, el mar y los barcos, muchas veces cargados de gentes y objetos, los lejanos horizontes que nos traen el recuerdo de un país que desde sus costas vio como cientos de emigrantes bajaban esperanzados, huyendo de los desastres de una guerra lejana. Un mundo de seres solidarios se reúne en torno a sus obras, un mundo de formas e imágenes de barro que nos recuerdan, una y otra vez, qué somos, y de dónde venimos.

Ese barro frágil y duro, líquido y sólido, que se diluye a veces y otras veces se eterniza, es hoy el testimonio de una escuela y una estética, pero por sobre todas las cosas testimonio de una vida que se alimentó de sueños, que vivió a través de esos sueños, y nos legó con ellos, la esperanza de un mundo mejor.


(CENTRO CULTURAL PAREJA / julio de 2019)

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