ELLA ES LA INSPIRATUS PARA LAS ALMAS QUE SUFREN
EL
BORRACHO Y LA SEÑORA (2)
Lo
primero que hicimos fue construir las partes importantes
No hablamos de dinero ni de diseños. Empezamos a la
antigua: por intercambiar historias. Primero las topográficas, después las de profundidad media y por último los
cuentos del tipo “quiero prenderle fuego a mi cabello y correr gritando por la
carretera para siempre”, los más duros de escuchar y de contar.
De los últimos: este hombre que había entrado tambaleándose en mi vida era
un cantero de oficio, y un alma que en la infancia vivió en instituciones que
rompieron los huesos de su espíritu y los del cuerpo, y lo dieron por muerto.
Era visible su fuerza física de la cintura para arriba, de toda una vida de
cargar pesados ladrillos y aplanar cementero, de trabajar a la perfección la
plomada.
Sin embargo, una pierna era la de un hombre fuerte, pero la otra era la de
un niño: más que delgada, con el tobillo de un infante. La arrastraba y cojeaba
a cada paso. Era por la polio.
Cuando tenía ocho años, sus papás, que ya estaban en la miseria, los
dejaron con los que cuidan a los que tienen polio. Sus padres no volvieron. Con
el espíritu destrozado, y después, por años, orillado a ser adoptado
temporalmente, y luego liberado y vuelto a encerrar en varios orfelinatos, el
niño que sobrevivió a la polio se convirtió en uno de esos que guardaban su
cerveza bajo el catre, la única madre que muchos tendrían jamás para ayudarlos
a sobrevivir las noches.
En esos tiempos, los niños abandonados no fumaban mota ni se metían
metanfetaminas. Ellos tomaban la Madre Cerveza. La Madre Chianti. La Madre Vino
Barato. Económica. Diez por ciento buena de una forma y cien por ciento letal
de todas las demás.
Estas eran las historias centrales dentro del cantero cuando llegó a mí
cojeando, con los ojos rojos y nublados, apestando, arrastrando las palabras,
tambaleándose, y de alguna manera radiante. Radiante en serio. Cualquiera con
ojos para ver podía darse cuenta de que había algo en la oscuridad, en un
cuartito muy en lo profundo: en él todavía quedaba una minúscula velita encendida
que titilaba en el viento.
El mínimo comienzo del “momento transformador”
Y así continuamos. ¿Cuánto tiempo tomaría hacer una gruta
para Guadalupe? Solo un ratito, respondió. El cantero y yo trazamos planos sobre muchas servilletas
de papel manchadas de pizza. Su enfermedad con la bebida era tan terrible que
su lugar favorito de reunión era la cantina. Estaba bien, pero también vengo de
gente que frecuentaba y se encargaban de las pequeñas cantinas de la esquina, y
que tenían las mismas enfermedades del licor tan fatales para el alma. Yo misma
conocía bien a Bill W. (2)
Mientras le contaba historias de La Guadalupe, Nuestra Santa Madre,
pasamos de vernos en el deteriorado bar a reunirnos en una mesa con superficie
amarilla de roble en el lado de la cantina que era un restaurante. Podía ver
que lo provocó esta pequeña evolución de solo beber hasta comer y tomar algo,
era hablar de La Señora, Guadalupe.
A medida que fuimos avanzando, poco a poco, el cantero se fue centrando de
manera torpe y no precisamente indolora en un corazón más sensato y más grande
que un simple corazón humano.
Le conté la historia de Nuestra Señora en el Cerro del Tepeyac, de cómo
decidió aparecérsele al pequeño Don Diego de flacas piernas, cuyo nombre
verdadero era su nombre tribal náhuatl. (Los españoles llaman “aztecas” a los
nahuas.) La versión larga de su nombre era Cuauhtlatoazin, que se puede
traducir como “Águila que habla”.
Con esa descripción del frágil y pequeño indígena y el sonido de ese nombre
de resonancias tan intrincadas -Cuauhtlatoazin-, los oídos del cantero
reaccionaban. Y así siguió. Podías ver que algo en lo más profundo del ser estaba
escuchando. Era claro que comenzaba a despertar alguna conexión significativa
que había dormitado demasiado.
Le conté cómo este pequeño y dulce nombre, Cuauhtlatoazin, Don Diego, fue
testigo de horrores indescriptibles durante la conquista de nuestro pueblo
ancestral, pero de alguna manera sobrevivió con el corazón intacto. De cómo Cuauhthatoazin
todavía hoy es recordado entre muchos de los ancianos como alguien que le tenía
miedo a los “superiores”, cómo lo habían golpeado y lastimado mucho; cómo ante
sus ojos asesinaban y mutilaban a sus parientes y vecinos. Y después contempló cómo
a los sobrevivientes se les trató con desdén y azotes, y aun arrancándoles la
piel, y solo se les permitió vivir si se comportaban de manera “decorosa”, es
decir, tomando la única salida: convirtiéndose en esclavos, en esclavos que se
doblegan y humillan, en esclavos que arrastran los pies, que bajan la vista.
(3)
A medida que iluminé las historias profundas detrás de la mística de
Guadalupe, el cantero asumió el auténtico rostro de un niño, en vez del de oso
maltratado de circo.
Le conté cómo varias mentes, que se suponían al cuidado del legado numinoso
de Don Diego y Guadalupe, al parecer limpiaron la historia de Cuauhtlatoazin,
Don Diego, pero en algún momento tomaron el camino equivocado de los
presupuestos y el afán por publicidad.
El cantero asintió como un guerrero cansado, y dijo que entendía por
completo esa rendición, que la había visto muchas veces.
Notas
(1) Dios: Este es un hermoso poema de la forma hebrea de
escribir D-d (Gid), cosa que se hace por respeto. El rabino Zalman Schacter me
dijo que estima que la letra de en medio, ya que el Creador tan, digamos,
creativo, podría ser un punto de exclamación. Me encantó la exuberancia que
implica. Cuando le conté esto al cantero que me vino a ayudar, puso una
tonadita en la mente, para levantar el corazón, imaginarlo de esta manera: una
especie de jubiloso batiburrillo (¿) en una hermosa palabra: Dios.
(2) Bil Williams, fundador de Alcohólicos Anónimos. (N. de la
T.)
(3) Esta forma de tratar a los indígenas de México siguió por cientos de años
después de la Conquista. México era el sueño del esclavista, ya que se capturó
a más africanos para obligarlos a ir a México más que al resto de Norteamérica.
A esto hay que sumar el Palacio de la Inquisición, en lo que hoy en día es la
ciudad de México, un gran trabajo construido por los trabajos forzados de los
esclavos para poder ejecutar y quemar vivos en la quemadera a los
clérigos invasores que osaban hablar con verdad o justicia a miles y miles de
indígenas durante el transcurso de más de ochenta años.
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