lunes

PETER BROOK - EL ESPACIO VACÍO (8)


Arte y técnica escénica

EL TEATRO MORTAL (8)

Durante una charla ante un grupo universitario intenté ilustrar cómo un público influye sobre los actores por la calidad de su atención. Pedí un voluntario. Al joven que salió le di una hoja en la cual estaba mecanografiado un fragmento de La investigación, obra de Peter Weiss sobre Auschwitz. El párrafo describía el conjunto de cadáveres en el interior de una cámara de gas. Cuando el voluntario comenzó a leer el fragmento para sí, del público surgió esa risita burlona que todos los públicos dedican a uno de los suyos cuando creen que está a punto de hacer el ridículo. Pero el voluntario estaba demasiado impresionado y aterrado por lo que leía para reaccionar con las acostumbradas muecas de timidez. Algo de su seriedad y concentración llegó hasta el público y se hizo un silencio. A solicitud mía comenzó a leer en voz alta. Las primeras palabras estaban cargadas con su propio y horrible significado, así como con la respuesta del lector ante ellas. El público comprendió inmediatamente. Se hizo uno con el lector, con el párrafo; la sala de conferencias y el voluntario que había subido a una plataforma se desvanecieron, y la desnuda evidencia de Auschwitz era tan intensa que se apoderó de todo. No sólo el lector continuó hablando en medio del más atento silencio, sino que técnicamente su forma de leer era perfecta; ni tenía ni le faltaba gracia, ni era hábil ni le faltaba habilidad, su perfección se debía a que el lector no tenía que concentrarse para tomar conciencia de sí mismo, para preguntarse si empleaba la entonación adecuada. Sabía que el público deseaba escuchar y quería dejarle escuchar: las imágenes encontraron su propio nivel y guiaron su voz inconscientemente hacia el apropiado volumen y tono.

Solicité después otro voluntario, a quien di a leer el párrafo de Enrique V con el número y nombres de los franceses e ingleses muertos. Al leerlo en voz alta aparecieron todos los defectos del actor aficionado. Una ojeada al libro de Shakespeare había puesto en funcionamiento una serie de reflejos condicionados sobre la forma de decir el verso. Le salió una voz falsa que pugnaba por ser noble e histórica, redondeaba pomposamente las palabras, acentuaba con torpeza, se le trababa la lengua, caía en envaramiento y confusión, y el público le seguía con escaso interés. Al terminar, pregunté a los espectadores por qué no se habían tomado la lista de muertos en Agincourt con la misma seriedad que la descripción de los gaseados en Auschwitz, pregunta que provocó un vivo coloquio.

-Agincourt es el pasado.

-También Auschwitz es el pasado.

-Sólo desde hace quince años.

-Entonces, ¿cuánto tiempo ha de transcurrir para considerarlo pasado?

-¿Cuándo un cadáver es histórico?

-¿Cuántos años se necesitan para hacer romántica la matanza?

Tras un rato de coloquio propuse un experimento. El voluntario leería el párrafo de nuevo, haciendo una pausa tras cada nombre, y el público aprovecharía esos silencios para rememorar y agrupar sus impresiones de Auschwitz y Agincourt, para esforzarse en llegar al convencimiento de que esos nombres fueron individuos, como si la matanza siguiera viva en el recuerdo. El voluntario comenzó a leer de nuevo y el público se aplicó a desempeñar el papel que le correspondía. Después de pronunciar el primer nombre, el silencio se hizo más denso. La tensa emoción que se apoderó del lector, compartida entre este y el público, le llevó a olvidarse de sí mismo y concentrarse en lo que leía. El público, que se mantenía absorto, comenzó a guiarle: sus inflexiones se hicieron sencillas y su ritmo auténtico, lo que a su vez aumentó el interés del público, estableciéndose así una doble corriente. Al terminar la lectura, no fueron necesarias las explicaciones, ya que el público se había visto en acción, había comprendido qué densidad puede tener el silencio.

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