lunes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (35)


La partida del Sargento Cimarrón (3)

-¡Pucha, somos una manga de bárbaros, todos, sobre el suelo! ¡Y tener que andar entre nosotros un ser como ese!

Giraba Don Juan, a su vez, para tornar al rancho, cuando, a pesar de sus congojas, sonrió. Bajó el ombú, exactamente en el mismo sitio en que él estuviera sentado momentos antes, ahora había alguien, también sentado, también mateando: el Zorrino, su primo. Allí, las riendas volcadas en una rama, estaba, asimismo, el apreciado cebruno.

Aproximándose, Don Juan iba advirtiendo que el caballo tenía los ijares como fuelles; que se hallaba tapado en sudor. Por lo cual, de esa observación, preocupados sus ojos pasaron a clavarse en los ojos del llegado.

-¿Qué anda haciendo tan temprano?

-A prevenirte, Don Juan. Las cosas se están medio como queriéndose ladear.

-¿Qué hay?

Y Don Juan miró hacia atrás, como con el temor absurdo de que la Mulita, ahora apenas un punto blanco, el de su pañuelo en el chilcal, pudiera llegar a oír.

Sin abandonar su asiento ni interrumpir el mate enteró el Zorrino de su encuentro con un chasque. Iba este a dar contraorden a la partida procurante de una lavandera que hizo un desmán a su propia patrona…

El comisario mandaba abandonar esa búsqueda y empeñarse en prender a Don Juan, pues por el resto del lazo que le quedó al Peludo en la cintura había identificado al autor del atentado.

Agregó el Zorrino que, siguiendo con precauciones al “parte”, lo vio alcanzar a la partida y cómo el grupo se dirigía a las poblaciones viejas de Don Juan. Topados con que se habían pelado la frente, salieron como sin rumbo. Siempre sobre sus huellas, el primo de Don Juan observó que hablaba con un Terutero…

-Ese, Juan, que anda de flor porque heredó al finado su hermano, muerto de un pasmo siendo tan gente como era, para que su plata la disfrutara el perdulario que quién sabe hasta cuándo queda vivo.

Advirtió el Zorrino lo ligero que por curiosear salió el Terutero al encuentro de la partida. Y estaba firmemente convencido de que los haría dirigirse hacia la nueva vivienda de Don Juan, siendo, como era, sabedor de ella, el repelente.

En la mano el mate que el otro, siempre sentado a pesar de su agitación rabiosa, le alcanzara, Don Juan había quedado meditabundo, cada vez más pronunciado el entrecejo.

Y, precisamente en el momento en que su primo iba a incorporarse para disponerse a la acción, Don Juan, de pronto, con imponente calma,

-¿Cuántos eran? -preguntó tomando asiento sobre un cráneo vacuno, frente a su interlocutor.

-Siete -respondió el Zorrino arrellanándose otra vez, aunque un poco desacomodado por la tamaña calma que se le puso adelante. -Al principio, Juan, eran cinco milicos y el Sargento Cimarrón. Pero a estas horas hay que contar la incorporación del chasque.

Con el mismo acento helado, aunque como brasas los ojos, Don Juan contuvo la bombilla que se llevaba a la boca, para decir:

-Está bien. Los voy a esperar, y los voy a pelear a los siete. Yo ni les huyo ni me entrego.

El Zorrino aparentó calma, por más que, presa de brusco júbilo, la mente se le pobló de belicosas imágenes. Y empezó a aplacar:

-Pelear -le decía- es lindo cuando hay necesidá; pues no es cosa de que, a la primera ocasión, ya nos estemos haciendo el gusto. Eso se deja para la juventú.

-Aquí hay que pelear o irse del pago. Y yo me les hago estaca.

-¿Pero hasta cuándo creés que vas a poder seguir peleando? Yo sé que a esta partida la exterminamos. (Y recalcó el plural nuestro amigo.) Pero, ¿y después? ¿No hay más que siete milicos en el mundo? Después, a la más o menos larga, hay que apretar el gorro o morir. Y para morir, Juancito, siempre hay tiempo.

-Eso dicen -sonrió Don Juan al recibir el mate. Fue como un encogimiento momentáneo. En seguida volvió a hundirse en tenebrosas conjeturas. Y su silencio hizo cancha al discurrir de su interlocutor.

-¡Claro! Mal que bien, a esto ya uno lo conoce. Pero a la muerte, ¡qué querés!, toditos le desconfían. En ella -y el Zorrino se fue reconcentrando- en ella los vivientes entran muy allá a las obligadas, como ganado chúcaro al río; bufando, olfateando fuerte, sentándose en los garrones, mientras la vida, con paciencia, viene haciendo costado.

Había recibido el mate. Mientras se inclinaba a cebarlo, pretendió con concretar su argumentación. Pero como desde el principio se debatían en él dos poderes opuestos, el que le hacía brotar la belicosidad de Don Juan, por él, en el fondo, compartido, y aquella fuerza contraria, la de su posición de cuidador de una existencia preciosa; como sufría ese tira y afloja, al Zorrino le empezó a aparecer en el meollo una oleada que le empujó el pensamiento por cuesta abajo sin obstáculos. Presintiendo tanto inminente peligro, mientras argumentaba a Don Juan, había sido llevado a la idea de la muerte. Engolfado en ella, se fue olvidando de los riesgos que intuía y que en su propia muerte podrían desembocar. Grave, circunspecto ahora, con un dejo si no es altanero, se elevó de la muerte de un ser en particular para seguir los efectos de la Flaca Vieja sobre el conjunto entero de vivientes:

-Sí, Juan, la vida nos va arriando como por campos ajenos. Y sin que nos dé alcance, atravesamos los esteros, los montes, las cerrilladas, que nos desflecan el cuero -esos son los dolores… -y las lluvias y las heladas son las penas menos duras- y después cruzamos unos trebolares y cañaditas como pintadas -esas son las alegrías-. Pero allí no puede parar. La vida bien montada, y no calla el ¡Hopa! ¡Hopa!... y siga, no más, y siga, topándonos entre nosotros como si los porrazos ya llevados en el mundo fueran pocos. Y al que caiga, se le pasa por arriba, y que se levante, si puede, cuando hayan pasado los últimos… ¡Hopa!, no más; ¡Hopa! ¡Hopa! (Don Juan sorbía el mate que le correspondía, lo devolvía… La Mulita estaba presente ahora en su mente y se la ocupaba toda. Por eso no escuchaba). La vida va unas veces como distraída, como en otra cosa y, otras veces, como airada; parece que como diciendo: “¡Puta que los parió! ¡Cuándo se van a morir todos, y me dejan tranquila!” Sube el sol, se baja el sol para hacerle lado a la luna y sus estrellas… Y chirlazo aquí, pechada allá con el encuentro, todito el mundo va siendo arriado al final de su destino. “¡Linda altura para establecerse con pulpería!” “¡Como para aguantar a un ejército esas sierras y quebradas, hermanito!” “¡Y aquel rancho allí, al lado del arroyo, que si usté lo completa con caña y guitarra…!” Y cuando uno medio quisiera sofrenar y echar un pial y un tiro de bola a alguno de aquellos lindos porvenires para todos los gustos que está viendo, ya lo llevan entrando a una picada barrosa y, en seguida, ya está otra vez dejando las lonjas de su cuero entre las cinacinas y los talas… (-Si uno se queda, hay que pelear -pensaba Don Juan-. Y si pelea, entonces menos es posible quedarse. ¿Y la Mulita, entonces, sola?). Era en vano, pues, que el Zorrino le siguiera explayando: -Usté se queja, protesta, mira para atrás, revolviendo los ojos… y en un derrepente usté advierte que vienen apurando… Y ahí, sí, se da cuenta usté mismísimo de todo. De buena gana, entonces, usté cambiaría por lo peor de lo que le ha pasado esto que se le apareció tendido en un bajo y en noche de cerrazón, para peor o ya medio como para helar. Y usté siente como el borbollón, no más, de unas aguas negras, y no divisa barrancas. Ya a usté ya le viene el sudor frío. Porque sabe que la vida va a pegar la vuelta, y que usté, entonces, solito se tiene que internar entre balidos. Y que el sol y que la luna y que las bandadas de estrellas también van a pegar la vuelta todas juntas, porque de allí no pasan. Y en otro derrepente comprende usté que ya no es de atrás que empujan; que es de adelante que lo han como enlazado a usté del cogote y como que se lo llevan de la cincha, inútilmente arando usté el suelo con las patas. ¡No, compañero! Para morir siempre hay tiempo… Nosotros, aquí, lo que tenemos que hacer…

Don Juan, que había escuchado a medias las últimas palabras, lo interrumpió, llevándose con brusco ademán la mano al ala del sombrero y hundiéndoselo sobre la frente.

-¡Usté se va! -exclamó-. ¡Usté no tiene que comprometerse!

-¡No se me pare de manos, compañero, que mi medio bozal es casi un tiento, y de nadita se me rompe! El macho nunca debe comprometerse al santo botón… Haciendo esfuerzos por decir lo contrario de lo que volvió a sentir -ganas de llevarse todo por delante- consiguió aconsejar: -El macho piensa bien y, después, recién después, procede. Ahora creyendo que era más que fiel a su intención aplacadora, continuó: -Después, sí, procede, y le mete para adelante, no más, caiga quien caiga… Pero lo primero es lo primero, Juan. Yo te he venido a buscar para llevarte a casa. Allí, con tranquilidá, planearemos las cosas. Y, después…

Don Juan se había echado el sombrero a la nuca. Estirado el pie derecho, rascaba el suelo con la espuela. Sin saber todavía qué hacer, pero sereno, sonrió ante las palabras de su primo y le vino el capricho de contrariarlas con ambigüedad, a fin de mantener su libertad de pensamiento.

-¡No haga corral, que no entro! ¡Ya van a saber quién es Don Juan!

-¿Pero, y qué culpa tiene el milicaje? Con el Peludo todo está bien. Con el Comisario Tigre, todo más que bien. ¡Pero matar y hacerse matar en esta forma,,,!

A Don Juan lo volvieron a anegar las sombras.

-¡Todos ellos son una misma cosa! -resonó como rebencazo-. Todos ellos son como un viento malo que arrasa, ciego. ¿Qué es un viento malo de esos? Es el mismo aire que respiramos. Pero de golpe empujado quién sabe por qué y por quién… Y te martiriza la hacienda, te hace volar el techo del rancho, te traba el respiro mismo, ¡él que es el aire!

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