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LA VOZ HUMANA EN EL BOSQUE: “LA EXTRACCIÓN DE LA PIEDRA DE LA LOCURA” EN EL BOSCO Y ALEJANDRA PIZARNIK

por Aitor Boada Benito
“Hablo como en mí se habla. No mi voz obstinada

en parecer una voz humana sino la otra que atestigua
que no he cesado de morar en el bosque.”


                                                         La extracción de la piedra de la locura (1964).

En el Museo del Prado de Madrid, según se entra a la sala de El Bosco, a la espalda queda un cuadro. Su tamaño es casi insignificante en comparación a los grandes trípticos expuestos unos metros enfrente. Dentro del marco rectangular se dibujan unas letras doradas sobre fondo negro, encima y debajo de un óvalo que recuerda a un espejo y en cuyo interior aparecen tres personajes. El personaje masculino de la izquierda lleva un embudo en la cabeza y sujeta un escalpelo con la mano; la mujer un libro y el del centro aparece sentado, con la mirada desviada, el cuerpo lánguido. El que está a su lado, el clérigo, lleva una jarra de cerveza en la mano: la embriaguez. Cuatro personajes: los cuatro con la cabeza ocupada. De la cabeza del personaje central sale algo: un nenúfar. Esta escena aparece en una de las obras más conocidas de El Bosco (ca. 1450-1516): La extracción de la piedra de la locura, realizada entre 1501 y 1505.

Se representa una extracción, sí, pero no una piedra. Al personaje intervenido, ahora que conocemos el título, es fácil tomarlo por loco, pero sería demasiado evidente. El nenúfar que sale de la cabeza del personaje central suele asociarse a la lujuria, a una sexualidad extirpada en aras de devolver al paciente a los cauces del decoro y la vida civilizada. La escena, si se piensa, es muy significativa: en un entorno rural aparecen cuatro personajes vestidos y relacionados con la vida y las prácticas de la ciudad. Personajes bien definidos, pero fuera de su contexto; el nenúfar, si representa la sexualidad, convierte a quien mira en asistente a una operación quirúrgica de lo que había servido antes como expresión de lo humano y que ahora estaba extirpándose.

En 1964, durante su viaje a París, Alejandra Pizarnik (1936-1972) escribiría los poemas que cuatro años más tarde verían la luz bajo el título de La extracción de la piedra de locuraLa vida de Pizarnik fue un continuo huir y volver a sí misma; nacida en Argentina, de antepasados judíos, cambió su nombre de Flora a Alejandra y vivió continuamente a la sombra de una hermana mayor que encarnaba el ideal de hija perfecta. Todo alrededor de ella era pulso, en su interior nada podía contenerse, todo existía sin existir. El título al volumen se lo da un poema en prosa de tres hojas, donde aparece de una manera concreta la intervención quirúrgica:

No sé los nombres. ¿A quién le dirías que no sabes? Te deseas otra. La otra que eres se desea otra. ¿Qué pasa en la verde alameda? Pasa que no es verde y ni siquiera hay una alameda. Y ahora juegas a ser esclava para ocultar tu corona ¿otorgada por quién? ¿quién te ha ungido? ¿quién te ha consagrado? El invisible pueblo de la memoria más vieja. Perdida por propio designio, has renunciado a tu reino por las cenizas. Quien te hace doler te recuerda antiguos homenajes. No obstante, lloras funestamente y evocas tu locura y hasta quisieras extraerla de ti como si fuese una piedra, a ella, tu solo privilegio.

Y continúa:

En un muro blanco dibujas las alegorías del reposo, y es siempre una reina loca que yace bajo la luna sobre la triste hierba del viejo jardín. Pero no hables de los jardines, no hables de la luna, no hables de la rosa, no hables del mar. Habla de lo que sabes. Habla de lo que vibra en tu médula y hace luces y sombras en tu mirada, habla del dolor incesante en tus huesos, habla del vértigo, habla de tu respiración, de tu desolación, de tu traición. Es tan oscuro, tan en silencio el proceso a que me obligo. Oh, habla del silencio.

Pizarnik habla del silencio en la exploración propia. De alejarse de sí misma y conocerse. Habla de su vértigo, de su respiración. Las viejas metáforas quedan a un lado y ahora es el cuerpo el que ocupa el centro del poema. La paradoja es evidente: el eterno desplazarse, el no estar en ningún sitio, se convierte en el centro del mundo. El silencio supone el eje de una realidad en ruido constante, que cruje y se tambalea y a menudo estalla y hiere.

Pizarnik buscaba una cornisa a la que poder agarrarse: en sus Diarios anotaba sus reflexiones literarias, “aun las más obvias, aun aquellas que me avergüencen. Es la única manera de aprender y tomar conciencia de lo que leo y de mí misma”. Explorando los textos se exploraba e intentaba buscar algo con lo que sofocar el desarraigo que la invadía desde niña; su grito es un grito a la búsqueda de uno mismo, un muro que se enfrenta a la figura del falso cirujano con el embudo en la cabeza.

Pizarnik se construía sobre palabras de difuntos, en el espacio que separa la vida y el temor a ella. Admitía en sus Diarios:

Sé, de una manera visionaria, que moriré de poesía. Esto no lo comprendo perfectamente, es vago, es lejano, pero lo sé y lo aseguro.

Su vida y su obra se entrelazaban, peleaban y se hacían zancadillas por encontrarse un hueco, siempre moviéndose. La vida y la muerte. El pulso y lo inerte, Pizarnik oscilaba de una esfera a otra y se metía de lleno, sin miedo. Confiaba en la poesía como ahondamiento y búsqueda. Los varios intentos de suicidio dieron cuenta de una mente que hacía por buscarse, que vivía sin vivir y sin temor.

El cuadro de El Bosco y el texto de Pizarnik, en fin, hablan de un sujeto arrojado a un mundo, un sujeto que a menudo se deja hacer por integrarse y que, en cambio, continuamente ve frustrados sus esfuerzos. El cirujano de El Bosco tiene un embudo en la cabeza, e intenta extirpar la misma piedra que lo posee. El cuadro de El Bosco condena la reinserción de lo diferente; Pizarnik defiende la exploración y la aceptación de uno mismo, la expresión más pura y salvaje no de una voz humana, sino de la voz “que no ha cesado de morar en el bosque”.

(El vuelo de la lechuza / 9-12-2018)

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