martes

HERMAN MELVILLE - CUENTOS COMPLETOS (2)


FRAGMENTOS DESDE UN ESCRITORIO

I (1)

Mi querido M.:
Puedo imaginaros sentado en ese amado, delicioso y anticuado sofá; con la cabeza poyada en el lujoso acolchado y los pies en alto sobre el respaldo de esa silla vieja y extraña de patas rectas y cuello tieso, que, como me aseguró nuestro bromista W., es idéntica al asiento en que el viejo Burton escribió su Anatomía de la melancolía. Estoy viéndoos levantar a regañadientes la mirada del enorme tratado en cuarto que os aplasta el regazo para recibir el paquete que os lleva el criado y casi puedo imaginar cómo esos amados rasgos se iluminan por un momento con una expresión de alegría al leer el remite de vuestro gentil pupilo. Os suplico que dejéis ese odioso volumen de letras negras y no permitáis que sus hojas mohosas y marchitas mancillen la pureza virginal y la blancura de la hoja que sirve de vehículo para tanto buen sentido, pensamientos puros y sentimientos castos y elegantes.

Recordaréis cómo solíais reprocharme mi solapada vergüenza, mi mauvaise honte, como diría Lord Chesterfield. ¡Pues bien! He decidido que, de ahora en adelante, no volveréis a tener ocasión de aplicarme esos aduladores apelativos de “¡loco!”, “¡majadero!” y “¡borrego!”, que antes vertiáis indignado sobre mí, con un vigor y una facilidad que siempre suscitaba mi sorpresa, aunque provocara en mí cierto resentimiento.

¿Y cómo creéis que me he librado de semejante estorbo? Pues simplemente llegando a la conclusión de que este hermoso cuerpo mío albergas todas las gracias viriles. De que mis miembros se modelaron según la simetría de Júpiter de Fidias, de que mi semblante irradia ingenio e inteligencia y de que toda mi persona es envidiada por los petimetres, idolatrada por las mujeres y admirada por mi sastre. ¡Y qué decir, señor, de mi espíritu! He descubierto que está dotado de los poderes más inauditos y extraordinarios, henchido de conocimiento universal y embellecido con toda suerte de logros refinados.

¡Pólux! ¡Qué cómodo resulta tener buena opinión de uno mismo! Vamos, que cuando paseo por la Broadway de nuestro pueblo, me doy unos humos que me ganan el aprecio de cualquier persona inteligente con la que me encuentre, ¡como un distingué del agua más pura, una brizna del verdadero temperamento, sangre de la mejor calidad! ¡Dios mío!, cómo desprecio a esa gentuza rastrera que escurre el bulto por la calle como si fueran lacayos o vagabundos que no han aprendido jamás a llevar la cabeza bien alta, sino que cargan con el más noble de los miembros humanos como si se la hubiera golpeado alguna amazona arpía; que arrastran los pies por la acera con paso rápido y vacilante, con un movimiento atropellado y ridículo que, por la magnitud del contraste, embellece mi propio andar lento y digno, que puedo variar a voluntad desde una suerte de abandono hasta un paso más vivo y despierto, de acuerdo con el tiempo, la ocasión y la compañía.

Y también en sociedad… ¡cuántas veces me habré compadecido de los pobres desgraciados que se quedan aparte en un rincón, como un rebaño de ovejas asustadas mientras yo, hermoso como Apolo, vestido de un modo que despertaría la admiración de un Brummel y circundado por un cinturón de amor propio, bromeo con las damas, requiebro a una, intercambio unas palabras con otra, acaricio a esta bajo la barbilla y le paso la mano a esta otra por la cintura; y, finalmente, remato la operación besándolas a todas para gran edificación de los seductores y mal reprimido disgusto de la ovina multitud mencionada antes, que con los ojos abiertos como platos y la boca distendida me proporcionan materia para ejercer mi refinado ingenio, que como el centelleante filo de una espada damascena “deslumbra a todos con su brillo”!

Y entonces, cuando se abren las puertas y el lacayo anuncia que la cena está dispuesta, cuántas veces me habré adelantado y, con profunda obediencia hacia las damas, habré prometido por el arco de Cupido y puesto a Venus por testigo de mi sinceridad, al decirles que desearía tener cien brazos para ponerlos todos a su servicio, y las habré escoltado alegre y galantemente hasta el lugar del banquete; mientras esas tímidas criaturas se dirigían al salón como una manada de vacas estúpidas, tropezando, sonrojándose, balbuciendo y solas.

¡Cierto!, debido a mis logros elegantes y mi talento superior, mi gracioso porte, y sobre todo mi natural dominio de mí mismo, he provocado imprudentemente hasta un extremo irreconciliable el resentimiento de media veintena de esos petimetres de pueblo; a quienes, aunque preferiría contar con su aprecio, valoro demasiado poco para temer su mala voluntad.

¡Por mi Biblia, señor, que este mismo pueblo de Lansinburgh contiene dentro de sus hermosos límites tantas damiselas de mejillas sonrosadas como uno querría contemplar en un somnoliento día de verano! Cuando recorro las anchas aceras de mi propia metrópoli, mis ojos se detienen en esas bellas formas que mariposean aquí y allá y me paro a admirar la elegancia de su atuendo; el gusto exhibido en sus adornos; la suntuosidad de los materiales; y puede que a veces el encanto de unos rasgos que ningún arte podría mejorar ni ninguna negligencia ocultar.

Pero aquí, señor, aquí…, donde la mujer parece haber erigido su trono y establecido su imperio; aquí donde todos sienten y agradecen su influencia, florece en originales encantos; y el ojo se posa, sin dejarse deslumbrar por la profundidad de extraños ornamentos, sobre los rostros más hermosos que nuestra naturaleza de barro puede adoptar. El poeta ha cantado:

Cuando por vez primera el arte de los rodios adornó
a la reina de la belleza con su chipriota sombra,
el afortunado maestro combinó en su obra
todas las hechiceras miradas de las bellas de Grecia.
Fiel a la perfecta naturaleza, robó una gracia
de cada forma delicada y de cada dulce rostro;
y mientras estuvo en las islas del Egeo,
cortejó sus amores y atesoró sus sonrisas;
luego doró los matices, puros, preciosos y refinados,
y así combinados los mortales encantos, celestiales parecían. (*)

Ahora bien, si Apeles hubiera florecido en nuestros días, y más particularmente, hubiese establecido su domicilio en este hermoso pueblo, yo mismo habría podido presentarle más de una Hebe en la que se reuniesen todas las gracias que configuran el ideal de belleza y encanto femeninos. Tampoco, mi querido M., reina en esta brillante exhibición esa monotonía de rasgos, formas y tez que se ve en todas partes, no, aquí tenemos todas las variedades, todos los órdenes de la arquitectura de la Belleza; el dórico, el jónico, el corintio, todos están aquí.


(*) Los versos proceden de la segunda parte de The Pleasures of Hope and Other Poems, del escritor francés Thomas Campbell (1777-1844) y se refieren al famoso pintor griego Apeles (Esta nota, como las siguientes a menos que indiquen lo contrario, es del traductor.)

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