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EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (28)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018

PARTE 1

11 (2)

Llegó al final de la calle y atravesó el campo en pendiente. Al llegar al arroyo se sentó un rato sobre una piedra de la orilla, hundiéndose en una indolente somnoliencia, y después volvió a trepar. Los reflejos dorados de la tarde sin nubes y sin viento ya cortaban el bosque sesgadamente. Entonces empezó a escuchar los gritos que llegaban desde las canchas llenas de gente, y de golpe vio docenas de cuerpos jóvenes y brillantes sudando atrás de una pelota y esforzándose por ser los mejores, los más ágiles, los primeros.

Y estaban los cuerpos de las muchachas, también. Pero de la cintura para abajo, fuera de las necesidades elementales. Él ya no funcionaba. Como si Ella, aquella noche. Lo hubiese anulado para siempre, robándole toda voluntad e interés.  Veía a las mujeres por la calle o en las revistas y escuchaba las conversaciones de los otros cuatro en la pensión recordando vagamente el deseo, épocas en las que la mera contemplación de una mujer sentada con las piernas abiertas en un restaurante, aunque usara pantalones, lo dejaba excitado todo el día. Y estaba Hilda, también, pensó. Parecía que los recuerdos de las tardes y noches pasadas bajo esos árboles, rodando sobre el pasto con manos trémulas y el aliento apretado en otra boca, fuesen de otra persona.

Mirando las figuras que corrían incansables como él lo hizo algún día sin imaginar lo que le reservaba el futuro. Le dio asco tanta salud. “Y sin embargo, amiguitos, cada uno de ustedes tendrá su momento. Uno por uno”. Y de repente se sintió cansado y se tiró en el pasto. Observaba el cielo limpio, escuchaba el griterío de los muchachos y sentía el bosque completamente vivo a su alrededor: no era difícil imaginar el silencioso y lento esfuerzo de la vegetación extrayendo de la tierra los jugos necesarios para imponerse día a día, en su obstinada confirmación del existir. Entonces volvió a odiar a los muchachos y a todo el mundo y a la propia vida tanto como a la enfermedad, su mal. Y era un sentimiento oscuro y contradictorio, porque principalmente odiaba a quien, de tener tanta fuerza, intentaría destruir y anular todo, convirtiendo la vida en una noche eterna. De ojos cerrados y sintiendo zumbar a las abejas adentro de sus pulmones podía proyectar sobre la piel de los párpados la imagen de cómo el mal actuaba sobre su cuerpo, propagado como una peste: veía el reflejo de las explosiones de las células que eran atacadas, vencidas y superadas, el contorno luminoso de horizontes glandulares o linfáticos por donde se arrastraba el fuego de la destrucción. Y todo en una linda tarde de miércoles, abajo del sol. Y entre los gritos de afuera y el zumzum de adentro, él parecía habitar una zona intermedia y fronteriza del gran agujero negro, tan alejado de unas como de otros.

Cuando se decidió a regresar y llegó al límite del bosque, en el otro extremo del parque, la oscuridad era casi total y pudo ver cómo las luces iban siendo encendidas y divisó el arroyo reflejando todavía la bruma anaranjada del atardecer. Era un mundo de paz, pensó, pero ahora él ya sabía que debajo de aquella superficie el mal se agitaba como una víbora imprevisible, silenciosa y oculta. El mal estaba ahí y en todos lados, aprontándose para dar su salto en cualquier momento.

Subió la pendiente con los huesos flojos, cruzando calles de tierra apenas iluminadas y recién abiertas, hasta que se perdió y tuvo que seguir avanzando por el campo. Y de golpe sucedió. En un primer momento no alcanzó a comprenderlo, pero el remolinear de las abejas se hizo perceptible sin que tuviera que tocarse los pulmones. Entonces sintió un olor denso, espeso y amargo y supo dónde estaba. El miedo le dio náuseas y empezó casi a correr, rabioso y asustado, como si Ella pudiera aparecer detrás de cualquier sombra y él no tuviera más remedio que obedecerla, igual que la primera vez. Atravesó la calle junto al muro blanco que de pronto se terminó a su derecha y recién se detuvo cuando aparecieron las luces de la primera transversal, sin mirar hacia atrás. Podía captar la extraña quietud de la tierra bajo sus pies, sin embargo, y supo que ellos estaban allí, cada uno en su celda definitiva, los imaginó por fin tranquilos, sosegados, conformes con su suerte y resignados para siempre. Pero después empezó a sentir los murmullos que subían por su cuerpo como brazos y piernas reptantes que se le trepaban por el esternón, reconociéndose en el agitado baile de las abejas y oscilándole alrededor de los sobacos, hasta dejarse oír con toda claridad: estamos muertos muertos muertos muertos. Eran los suyos llamándolo, los anteriores, y él los podía escuchar porque ya era uno de ellos. Hasta que de golpe le dijeron que no: no estaban muertos, porque después de muertos vuelve la vida y después nuevamente la muerte, y así, vida-muerte, muerte-vida, continuándose sin fin. Entonces, de pie y súbitamente tranquilo, supo que ya no estaba solo, que otras víctimas juntaban su fuerza con la suya y lo guiarían hasta donde debía llegar y harían con él lo que tenía que hacer. Y fue ahí, en ese momento, que supo su misión: arrastrar hacia la muerte a quien se le ocurriera. Porque Ella ahora estaba en él y podría concedérsela a cualquiera con un simple movimiento de sus dedos o con el soplo y negro y pesado de su aliento o con escupitajo. Acabar con cualquiera.

Siguió caminando despacio, conforme con el peso que cargaba. Las luces de la calle paralela se encendieron recortando el muro del cementerio y dejaron entrever los mármoles y las siluetas de los ángeles que proyectaban sus volúmenes negros contra el cielo. Dobló cortando campo y al retomar una calle de tierra parecía que ellos ya lo guiaran en su certeza y supieran muy bien adónde lo llevaban. Entonces se dejó conducir. Y fue en esa misma calle, casi en la esquina, que vio los ojos espejeantes del perro que lo esperaba en la oscuridad.

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