I
Transversal a los
andariveles, escribe
cruces
un alambre de
hormigas.
En la última curva,
en
los trescientos
metros,
donde el tartán se
hace
légamo, lodo, agujas,
los pequeños animales
trabajan a la sombra
de sus paraguas
verdes.
Los corredores
atraviesan el collar
con clavos en los
pies;
los hunden
en la cruz viviente
del
tartán,
enceguecidos en el
ácido de sus glóbulos
rojos.
Y así cruzan la meta,
blanca cruz
sintética,
para alzar las manos
sin un mísero pedazo
de pasto por la vida.
II
Las hormigas trazan
líneas negras
con la sabia
mansedumbre de sus
pasos.
Yo enredo mis piernas
en la fécula
de las líneas de la
pista. Blancas
pero negras cuando el
corazón despunta
gritos que no debe,
cuando los músculos
se entumecen en las
aguas ácidas del
cuerpo.
No se trata de
correr.
Hay que enfrentar el
abismo, mantenerse
en el carril una vez
terminada la carrera.
Las hormigas seguirán
incólumes
mientras uno se
retira
con las piernas
derrotadas
a peinarse los huesos
frente al espejo.
Sólo allí, solo, en
el
mar del azogue,
deberán sacarse las
líneas blancas del
cuerpo
para poder ordenar
los carriles y vivir.
La carrera es siempre
contra la vida.
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