lunes

PETER BROOK - EL ESPACIO VACÍO (7)


Arte y técnica escénica

EL TEATRO MORTAL (7)

Cabe también abordar el problema de manera distinta. Si el buen teatro depende de un buen público, entonces todo público tiene el teatro que se merece. No obstante, ha de ser muy duro para los espectadores que les hablen de la responsabilidad de un público. ¿Cómo puede hacerse frente a esto, en la práctica? Sería triste que un día la gente fuera al teatro sin sentirse obligada. Una vez dentro de la sala el público no puede hacerse “mejor” de lo que es. En cierto sentido, el espectador no puede hacer nada. Y sin embargo, lo anterior encierra una contradicción que no se puede ignorar, ya que todo depende de él.

En su gira por Europa con El rey Lear, la interpretación la Royal Shakespeare Company fue mejorando constantemente, alcanzando su punto más alto entre Budapest y Moscú. Resultaba fascinante comprobar hasta qué extremo influía en los actores un público formado en su mayoría por personas con escasos conocimientos del inglés. Estos públicos aportaron tres cosas: amor hacia la obra, vehemente deseo de ponerse en contacto con los extranjeros y, sobre todo, la experiencia de una vida en la Europa de los últimos años que los capacitaba para adentrarse en los dolorosos temas de la pieza. Este público expresaba la calidad de su atención en silencio, concentrado, creando en la sala un ambiente que afectaba a los actores, como si se hubiera encendido una luz brillante sobre su trabajo. El resultado fue que quedaron iluminados los pasajes más oscuros; la interpretación adquirió tal complejidad de significado y espléndido empleo del idioma inglés que pocos podían seguirlo literalmente y, sin embargo, todos eran capaces de sentirlo. Los actores, emocionados y excitados, partieron hacia Estados Unidos, dispuestos a mostrar a un público de lengua inglesa todo lo que esta experiencia les había enseñado. Hube de regresar a Inglaterra y tardé unas semanas en reunirme con la compañía en Filadelfia, donde tuve la desagradable sorpresa de comprobar que gran parte de la calidad interpretativa había desaparecido. No cabía culpar a los actores. Lo que había cambiado era la relación con el público. El de Filadelfia, que entendía inglés perfectamente, estaba compuesto en su mayoría por personas en la obra, que habían acudido por razones de tipo convencional: porque era un acontecimiento social, porque las esposas habían insistido, etc. Sin duda, existía una manera de adentrar a este público en El rey Lear, pero no era la nuestra. La austeridad de su puesta en escena que tan apropiada había parecido en Europa, dejaba ahora de tener sentido. Al ver bostezar a la gente, me sentí culpable y comprendí que se nos exigía algo más. De haber montado la obra para el público de Filadelfia, lo hubiera acentuado todo de manera distinta, sin hacer ninguna concesión, y el desarrollo del espectáculo hubiera ido mejor. Pero nada podía hacerse con una puesta en escena pensada para una gira. De manera distintiva los actores respondían a esta nueva situación subrayando todo lo que podía atraer la atención del espectador, es decir, explotando cualquier pasaje excitante o el mínimo asomo de melodrama, interpretando de manera más tosca y en tono más alto y, naturalmente, haciendo desaparecer esos pasajes intrincados que tanto habían gustado al público extranjero y que, irónicamente, sólo un público de lengua inglesa podía apreciar por completo. Por último, nuestro empresario llevó la obra al Lincoln Centre neoyorquino, gigantesca sala de masa acústica donde el público se resentía de su escaso contacto con el escenario. Nos llevaron hasta este teatro por razones económicas, hecho que ilustra cómo se cierra el círculo de causa y efecto para que un público o una sala malos o ambos a la vez hagan aparecer la interpretación más ordinaria. También aquí los actores respondían a la situación, pero no tenían elección, hablaban en voz alta y malgastaban todo lo valioso de su trabajo. Este peligro acecha en cada gira, ya que se aplican pocas de las condiciones de la interpretación original, y el contacto con cada público nuevo es a menudo una cuestión de suerte. Antiguamente los cómicos ambulantes adaptaban su trabajo a los distintos lugares; hoy día las elaboradas puestas en escena carecen de esa flexibilidad. Cuando montamos US, espectáculo sobre la guerra del Vietnam realizado por el grupo de happening del Royal Shakespeare Theatre, decidimos rechazar cualquier invitación para hacer una gira. Cada elemento del espectáculo había surgido en función de esa parte de público londinense que acudía al teatro Aldwych en 1966. La particularidad de este experimento consistía en que no teníamos ningún texto escrito por un dramaturgo. El contacto con el público, a través de compartidas referencias, se convirtió en la esencia del espectáculo. De haber tenido un texto hubiéramos podido interpretarlo aunque sólo fuera en Londres durante cinco meses. Una representación hubiera sido el ideal. Cometimos el error de incluirlo en nuestro repertorio. Un repertorio repite y para repetir algo hay que fijarlo. Las normas de la censura británica prohíben a los actores adaptar e improvisar durante la representación. En ese caso concreto, el hecho de fijar al espectáculo fue el comienzo de su deslizarse hacia lo mortal, ya que la vivacidad de los actores se desvaneció al disminuir la inmediata relación con su público y con su tema.

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