“Ahora, di: ¿habría algo peor
para el hombre en la tierra, si no fuera
ciudadano?”.
Dante, Divina Comedia, Paraíso, VIII, 115-116
Poder hablar en
comunidad, dejando de las relaciones propias de “la casa”, de lo privado, se ha
convertido en un privilegio en unos tiempos en los que lo cibernético ha ganado
paso frente a lo propiamente humano. En la plaza pública es
donde no “se habla por hablar”, donde existe un tiempo compartido con los otros
y de donde se desprenden diversos efectos. Éste fue, en efecto, el espíritu
primigenio de la polis griega. Lo fundamental es
que la obediencia a la ley no se considere como algo irresistible, sino como
una obediencia racional. Por eso apuntó Aristóteles que la inteligencia posee un carácter
productor respecto al logos, respecto a la
palabra y al discurso racional.
Siempre ha
existido, y existirá, una tensión entre el deseo más
puramente animal y la racionalidad. Cuando prima el primero de estos
elementos se da la temida guerra de todos contra todos y es cuando, entonces,
“el hombre es un lobo para el hombre”. Sin embargo, también como recordaba
Aristóteles, hay que hacer que ese deseo se vuelva
inteligente, racional, lo cual sólo se consigue cuando la razón
dirige al deseo (Sócrates, Platón): así, de esta manera, es como nuestro deseo
encuentra su auténtico y más propio lugar. Pero esto no se consigue sin una
teoría política, sin que medie aquella polis, una ciudad en la que todos nos
situamos ante la ley como iguales.
La ciudad es el
lugar o espacio en el que hay que aceptar ciertas reglas: el espacio del
sentido y de las leyes que garantizan que lo que se dice pueda ser comprendido
pero, sobre todo, escuchado. En el lenguaje, decían los
griegos, esperamos encontrar lo común (lo koinón), lo que a
todos interesa porque a todos repercute: la economía, las propias leyes, las
relaciones con otros pueblos, etc. Aristóteles proponía encontrar cierto hábito
que nos condujera a la virtud por medio de la adecuada elección; la ética
propone una forma de encontrarse con esa virtud y apropiarse –para compartirlo
y sembrar la semilla– del bien. Aquí reside el poder de lo común y, en
particular, el protagonismo de la filosofía como mediadora
entre el deseo y la racionalidad.
Si los componentes
de la ciudad, es decir, los seres humanos, no conservan este empuje hacia la
virtud, hacia la justicia, se da entonces un progreso constante hacia su propia
destrucción. La política, entendida en el sentido griego, es lo que permite que
el ser humano alcance, precisamente, su humanidad, su condición más
propia: somos animales sociales y políticos porque en la ciudad se gana el
espacio donde las palabras y las acciones se dan cita acompañadas de
racionalidad. Cuando el logos, la palabra racional, desaparece del
escenario público, aparece, entonces, la barbarie, sea ésta económica,
tecnocráctica o tecnológica, en el caso de nuestros días.
En palabras
de Hannah Arendt, el poder no tiene que ver con la
obediencia o la soberanía, sino con un tejido de acciones y de discursos: nadie
posee el poder en propiedad. Todos albergamos ese poder al hablar sobre lo
justo y lo injusto, al hablar pero sobre todo al actuar: el poder nos necesita
a todos para poder constituirse, propiamente, como poder. El poder nunca es
real si no es concedido por quienes se hallan bajo su dominio. De ahí que un
poder auténticamente real, efectivo, no pueda nunca ser ejercido desde la
violencia. El poder se convierte, entonces, en tiranía. Como dejó escrito Arthur Schopenhauer: “el derecho en sí mismo es
impotente; por naturaleza impera la fuerza. Atraerla hacia el derecho, de
manera que éste impere por medio de la fuerza, constituye el problema de la
política, y es bien difícil”.
Resulta urgente
recuperar los espacios públicos, las plazas, como lugar de reunión
donde se comparten los asuntos a todos nos repercuten. El poder de la palabra
pierde fuerza cuando no puede ser comunicada públicamente, cuando es incluso
manipulada. Vivimos una época sujeta a una suerte de esquizofrenia social e
individual: resulta imposible cambiar el sistema, el gobierno, las leyes, etc.
sin estar inmerso en todo ello. Es decir, nos tenemos que llenar las botas de
fango para poder cambiar las cosas. Mas sólo existe una manera de hacerlo, y es
a partir de la colectividad, de la demanda social común, activa
y libre. De ahí la importancia de la plaza y del espacio público
como expresión de las necesidades sociales. Una sociedad son los individuos que
la componen: si no existe la plaza, el lugar de reunión libre y accesible, se
pierde nuestra condición humana, que no es más que la de seres sociales que desean
vivir lo mejor posible.
Si los filósofos, a pesar de su necesario
extrañamiento de la vida cotidiana y los asuntos humanos, han de llegar alguna
vez a una verdadera filosofía política, habrán de convertir la pluralidad
humana de la cual surge todo el ámbito de los asuntos humanos, con toda su
grandeza y miseria, en el objeto de su thaumadzein [asombro]
(Hannah Arendt).
Hay un hecho
incontrovertible, y es que durante los últimos años, fuera el Gobierno del
color que fuera, la asignatura de filosofía se ha visto puesta
en entredicho de una manera constante. Esto quiere decir,
irremediablemente, que los poderes establecidos la consideran, de un modo u
otro, prescindible. Y es precisamente eso lo que tenemos que poner en cuestión:
¿por qué tanto empeño en hacerla desaparecer de los planes de estudio de los
más jóvenes, e incluso intentar (como ya se ha hecho) que algunas Facultades de
Filosofía perezcan o dependan de otras?
La respuesta debe
ser contundente: la filosofía plantea el porqué, no deja al ciudadano
inerme, sino que lo dota de herramientas intelectuales con las que
pensar no sólo dónde, sino sobre todo cómo vive. Ese cómo, ese modo de hacer
las cosas, es lo que piensa fundamentalmente la filosofía, y su papel ha de ser
público, ha de estar en la plaza y en los lugares comunes. La filosofía no enseña a pensar, pues todos pensamos; sino que
invita a hacerlo de una forma irrenunciable, e invita a hacerlo con
(y a veces contra) el otro. La filosofía, por tanto, hoy, ha de ejercerse más
que nunca en la plaza pública, en los lugares comunes, en las librerías, en las
universidades, en las calles. Lo fundamental de la actitud filosófica no es
criticar gratuitamente (o, como muchos dicen, su vertiente crítica), sino
cuestionar, con fundamento, aquello que nos parece problemático. En esa común
discusión, en la plaza, en lo público, reside la filosofía y su auténtico
espíritu: en la sana confrontación de razones entre unos y otros. Por eso el
poder la teme tanto, porque la filosofía nunca calla e
invita a hablar, a discutir, a pensar y a conocer cuanto nos rodea:
cuestionándolo.
(El vuelo de la lechuza / 24-3-2019)
(El vuelo de la lechuza / 24-3-2019)
No hay comentarios:
Publicar un comentario