lunes

DE LA NECESIDAD DE RECUPERAR LOS ESPACIOS PÚBLICOS PARA LA FILOSOFÍA

por Carlos Javier González Serrano
“Ahora, di: ¿habría algo peor
para el hombre en la tierra, si no fuera ciudadano?”.

Dante, Divina Comedia, Paraíso, VIII, 115-116



Poder hablar en comunidad, dejando de las relaciones propias de “la casa”, de lo privado, se ha convertido en un privilegio en unos tiempos en los que lo cibernético ha ganado paso frente a lo propiamente humano. En la plaza pública es donde no “se habla por hablar”, donde existe un tiempo compartido con los otros y de donde se desprenden diversos efectos. Éste fue, en efecto, el espíritu primigenio de la polis griega. Lo fundamental es que la obediencia a la ley no se considere como algo irresistible, sino como una obediencia racional. Por eso apuntó Aristóteles que la inteligencia posee un carácter productor respecto al logos, respecto a la palabra y al discurso racional.

Siempre ha existido, y existirá, una tensión entre el deseo más puramente animal y la racionalidad. Cuando prima el primero de estos elementos se da la temida guerra de todos contra todos y es cuando, entonces, “el hombre es un lobo para el hombre”. Sin embargo, también como recordaba Aristóteles, hay que hacer que ese deseo se vuelva inteligente, racional, lo cual sólo se consigue cuando la razón dirige al deseo (Sócrates, Platón): así, de esta manera, es como nuestro deseo encuentra su auténtico y más propio lugar. Pero esto no se consigue sin una teoría política, sin que medie aquella polis, una ciudad en la que todos nos situamos ante la ley como iguales.

La ciudad es el lugar o espacio en el que hay que aceptar ciertas reglas: el espacio del sentido y de las leyes que garantizan que lo que se dice pueda ser comprendido pero, sobre todo, escuchado. En el lenguaje, decían los griegos, esperamos encontrar lo común (lo koinón), lo que a todos interesa porque a todos repercute: la economía, las propias leyes, las relaciones con otros pueblos, etc. Aristóteles proponía encontrar cierto hábito que nos condujera a la virtud por medio de la adecuada elección; la ética propone una forma de encontrarse con esa virtud y apropiarse –para compartirlo y sembrar la semilla– del bien. Aquí reside el poder de lo común y, en particular, el protagonismo de la filosofía como mediadora entre el deseo y la racionalidad.

Si los componentes de la ciudad, es decir, los seres humanos, no conservan este empuje hacia la virtud, hacia la justicia, se da entonces un progreso constante hacia su propia destrucción. La política, entendida en el sentido griego, es lo que permite que el ser humano alcance, precisamente, su humanidad, su condición más propia: somos animales sociales y políticos porque en la ciudad se gana el espacio donde las palabras y las acciones se dan cita acompañadas de racionalidad. Cuando el logos, la palabra racional, desaparece del escenario público, aparece, entonces, la barbarie, sea ésta económica, tecnocráctica o tecnológica, en el caso de nuestros días.

En palabras de Hannah Arendt, el poder no tiene que ver con la obediencia o la soberanía, sino con un tejido de acciones y de discursos: nadie posee el poder en propiedad. Todos albergamos ese poder al hablar sobre lo justo y lo injusto, al hablar pero sobre todo al actuar: el poder nos necesita a todos para poder constituirse, propiamente, como poder. El poder nunca es real si no es concedido por quienes se hallan bajo su dominio. De ahí que un poder auténticamente real, efectivo, no pueda nunca ser ejercido desde la violencia. El poder se convierte, entonces, en tiranía. Como dejó escrito Arthur Schopenhauer: “el derecho en sí mismo es impotente; por naturaleza impera la fuerza. Atraerla hacia el derecho, de manera que éste impere por medio de la fuerza, constituye el problema de la política, y es bien difícil”.

Resulta urgente recuperar los espacios públicos, las plazas, como lugar de reunión donde se comparten los asuntos a todos nos repercuten. El poder de la palabra pierde fuerza cuando no puede ser comunicada públicamente, cuando es incluso manipulada. Vivimos una época sujeta a una suerte de esquizofrenia social e individual: resulta imposible cambiar el sistema, el gobierno, las leyes, etc. sin estar inmerso en todo ello. Es decir, nos tenemos que llenar las botas de fango para poder cambiar las cosas. Mas sólo existe una manera de hacerlo, y es a partir de la colectividad, de la demanda social común, activa y libre. De ahí la importancia de la plaza y del espacio público como expresión de las necesidades sociales. Una sociedad son los individuos que la componen: si no existe la plaza, el lugar de reunión libre y accesible, se pierde nuestra condición humana, que no es más que la de seres sociales que desean vivir lo mejor posible.

Si los filósofos, a pesar de su necesario extrañamiento de la vida cotidiana y los asuntos humanos, han de llegar alguna vez a una verdadera filosofía política, habrán de convertir la pluralidad humana de la cual surge todo el ámbito de los asuntos humanos, con toda su grandeza y miseria, en el objeto de su thaumadzein [asombro] (Hannah Arendt).

Hay un hecho incontrovertible, y es que durante los últimos años, fuera el Gobierno del color que fuera, la asignatura de filosofía se ha visto puesta en entredicho de una manera constante. Esto quiere decir, irremediablemente, que los poderes establecidos la consideran, de un modo u otro, prescindible. Y es precisamente eso lo que tenemos que poner en cuestión: ¿por qué tanto empeño en hacerla desaparecer de los planes de estudio de los más jóvenes, e incluso intentar (como ya se ha hecho) que algunas Facultades de Filosofía perezcan o dependan de otras?

La respuesta debe ser contundente: la filosofía plantea el porqué, no deja al ciudadano inerme, sino que lo dota de herramientas intelectuales con las que pensar no sólo dónde, sino sobre todo cómo vive. Ese cómo, ese modo de hacer las cosas, es lo que piensa fundamentalmente la filosofía, y su papel ha de ser público, ha de estar en la plaza y en los lugares comunes. La filosofía no enseña a pensar, pues todos pensamos; sino que invita a hacerlo de una forma irrenunciable, e invita a hacerlo con (y a veces contra) el otro. La filosofía, por tanto, hoy, ha de ejercerse más que nunca en la plaza pública, en los lugares comunes, en las librerías, en las universidades, en las calles. Lo fundamental de la actitud filosófica no es criticar gratuitamente (o, como muchos dicen, su vertiente crítica), sino cuestionar, con fundamento, aquello que nos parece problemático. En esa común discusión, en la plaza, en lo público, reside la filosofía y su auténtico espíritu: en la sana confrontación de razones entre unos y otros. Por eso el poder la teme tanto, porque la filosofía nunca calla e invita a hablar, a discutir, a pensar y a conocer cuanto nos rodea: cuestionándolo.


(El vuelo de la lechuza / 24-3-2019)

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+