EL TEATRO MORTAL (5)
En Nueva York, por
ejemplo, el elemento más mortal es sin duda el económico. Esto no significa que
sea malo todo trabajo que se hace allí, sino que una obra que, por motivos económicos,
no puede ensayarse más de tres semanas cojea desde el principio. Claro está que
la cuestión tiempo no es el objetivo supremo: no resulta imposible lograr un
sorprendente resultado en tres semanas. En el teatro, lo que de modo vago
llamamos oficio, o suerte, origina de vez en cuando una asombrosa energía, y la
capacidad inventiva se sucede en una relampagueante reacción en cadena. No
obstante, esto es raro: el sentido común nos dice que si de modo sistemático
los ensayos no pasan de tres semanas, la mayor parte de los elementos se
resienten. No cabe la experimentación ni es posible el verdadero riesgo
artístico. El director, al igual que el actor, ha de entregar la mercancía o lo
despiden. Cierto es que también se puede emplear mal el tiempo; cabe discutir y
preocuparse por una obra durante meses sin que dicho trabajo dé resultado
alguno. He visto en Rusia puestas en escena de obras de Shakespeare tan
convencionales que los dos años de discusión y trabajo de archivo no han dado
mejor resultado que el obtenido en tres semanas por cualquier compañía formada
al azar. Conocí a un actor que ensayó el papel de Hamlet durante siete años,
sin llegar a interpretarlo en público ya que el director murió antes de
finalizar su labor. Por el contrario, la puesta en escena de obras rusas
ensayadas durante años según el método Stanislavsky sigue manteniendo un nivel
interpretativo envidiable. El Berliner Ensemble emplea bien el tiempo,
libremente, dedicando unos doce meses a cada nueva obra, y durante años ha
montado un repertorio de espectáculos cada uno de los cuales es notable y capaz
de llenar el teatro. En términos capitalistas, se trata de un negocio más
fructífero que el teatro comercial, en el cual rara vez tienen éxito los
espectáculos montados de manera confusa y chapuceramente. Cada temporada en Broadway
o en Londres gran número de espectáculos se hunden al cabo de una o dos semanas
debido a su propio absurdo. No obstante, el porcentaje de fracasos no ha hecho
tambalearse al sistema y se mantiene la creencia de que finalmente dará
resultado. En Broadway el precio de las localidades aumenta continuamente y no
deja de ser paradójico que, cuando más desastrosa es una temporada, más dinero
produce la obra de éxito. Mientras que cada vez asiste menos público, cada vez
es mayor la suma recaudada, hasta que finalmente el último millonario que quede
pagará una fortuna por una representación que le tendrá a él como único
espectador. Es decir, que lo que es mal negocio para unos lo es bueno para
otros, todo el mundo se lamenta y, sin embargo, muchos desean que continúe el
sistema.
Las consecuencias
artísticas son graves. Broadway no es una selva, sino una máquina en la cual
muchas partes permanecen unidas. Pero cada una de dichas partes está
embrutecida: ha sido deformada para acoplarla y para que funcione suavemente.
Este es el único teatro del mundo en que todo artista -y en esta palabra incluyo
a diseñadores, compositores, electricistas, así como actores- necesita un
agente para su protección personal. Parece melodramático, pero lo cierto es que
en cierto sentido todos se hallan en permanente peligro; trabajo, reputación y
medio de vida están en equilibrio diario. En teoría esta tensión debería llevar
a un ambiente de temor, en cuyo caso se vería claramente su destructividad. Sin
embargo, en la práctica esta tensión lleva directamente al famoso ambiente de
Broadway, muy emotivo y que vibra con aparente cordialidad y buen ánimo. El
primer día de ensayos de House of Flowers,
su compositor, Harold Arlen, se presentó con champaña y regalos para todos
nosotros. Mientras abrazaba y besaba a los intérpretes, Truman Capote, autor
del libreto, me susurró: “Hoy todo es afecto; mañana será cuestión de abogados”.
Era cierto. Antes de que el espectáculo llegara a la ciudad, Pearl Bailey me
había entregado una provisión de 50.000 dólares. Para un extranjero todo era
(visto con mirada retrospectiva) divertido y excitante, todo quedaba protegido
y excusado con la expresión “negocio de espectáculos”, pero en términos
precisos el entusiasmo brutal guarda directa relación con la falta de finura
sentimental. En tales condiciones raramente se dan esa calma y seguridad en las
cuales uno se atreve a exponerse a sí mismo. Me refiero a la verdadera y no
espectacular intimidad que se derivan del largo trabajo y auténtica confianza
con otras personas que trabajan confiadamente juntas. Cuando los
norteamericanos dicen que envidian a los ingleses se refieren a esta peculiar
sensibilidad, a este desigual dar y tomar. A esto lo llaman estilo y lo
consideran como un misterio. Al hacer el reparto de una obra en Nueva York, si
le dicen a uno que un actor “tiene estilo”, por lo general significa que su
arte interpretativo es imitación de una imitación de un europeo. En el teatro
norteamericano la gente habla seriamente de estilo, como si fuera un modo que
pudiera adquirirse, y los actores, que han interpretado a los clásicos y la crítica
los ha adulado haciéndoles creer que “lo” tienen, hacen todo lo posible para
perpetuar la idea de que estilo es un rato algo que sólo poseen unos pocos
caballeros actores. Sin embargo, Estados Unidos podría tener fácilmente un gran
teatro propio. Posee todos los elementos; hay fuerza, valor, humor, dinero
constante y capacidad para hacer frente a las dificultades.
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