El anciano pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han. Avanzaban lentamente, pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz.
Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por
una ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su discípulo Ling,
doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosamente
la espalda como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los
ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera
y del rostro de la luna de verano.
Ling no
había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apoderaba de
la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre era cambista de oro; su madre era
la hija única de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes
maldiciéndola por no ser un hijo.
Ling había
crecido en una casa donde la riqueza abolía las inseguridades. Aquella
existencia, cuidadosamente resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de
los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cumplió quince
años, su padre le escogió una esposa, y la eligió muy bella, pues la idea de la
felicidad que proporcionaba a su hijo lo consolaba de haber llegado a la edad
en que la noche sólo sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un
junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas.
Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de
morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de
su joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas
cada primavera.
Ling amó a
aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un espejo que no se empaña
nunca, o a un talismán que siempre nos protege. Acudía a las casas de té para
seguir la moda, y favorecía moderadamente a bailarinas y acróbatas. Una noche,
en una taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido,
para ponerse en un estado que le permitiera pintar con realismo a un borracho; su
cabeza se inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por medir la distancia
que separaba su mano de la taza.
El alcohol
de arroz desataba la lengua de aquel artesano taciturno, y aquella noche, Wang
hablaba como si el silencio fuera una pared y las palabras unos colores
destinados a embadurnarla. Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban
las caras de los bebedores, difuminadas por el humo de las bebidas calientes,
el esplendor tostado de las carnes lamidas de una forma desigual por los lengüetazos
del fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino esparcidas por
los manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió la ventana; el
aguacero penetró en la habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling admirase la
lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a las tormentas.
Ling pagó
la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía ni dinero ni morada, le
ofreció humildemente un refugio. Hicieron juntos el camino; Ling llevaba un
farol; su luz proyectaba en los charcos inesperados destellos: Aquella noche,
Ling se enteró con sorpresa de que los muros de su casa no eran rojos, como él
creía sino que tenían el color de una naranja que se empieza a pudrir. En el
patio, Wang-Fô advirtió la forma delicada de un arbusto, en el que nadie se
había fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer joven que dejara secar
sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el andar vacilante de una
hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling sentía por aquellos
bichitos se desvaneció. Entonces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de
regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al
anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.
Hacía años
que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el
laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para servirle
de modelo, pero Ling podía serlo, puesto que no era una mujer. Más tarde,
Wang-Fô habló de pintar a un joven príncipe tensando el arco al pie de un alto
cedro. Ningún joven de la época actual era lo bastante irreal para servirle de
modelo, pero Ling mandó posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después,
Wang-Fô la pintó vestida de hada entre las nubes de poniente, y la joven lloró,
pues aquello era un presagio de muerte. Desde que Ling prefería los retratos
que le hacía Wang-Fô a ella misma, su rostro se marchitaba como la flor que
lucha con el viento o con las lluvias de verano. Una mañana la encontraron
colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de la bufanda de seda que la
estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus cabellos; parecía aún más
esbelta que de costumbre, y tan pura como las beldades que cantan los poetas de
tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última vez, pues le gustaba ese color
verdoso que adquiere el rostro de los muertos. Su discípulo Ling desleía los
colores y este trabajo exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas
lágrimas.
Ling
vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su estanque para
proporcionar al maestro tarros de tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando
la casa estuvo vacía, se marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado.
Wang-Fô estaba cansado de una ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle ningún
secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos, maestro y discípulo, vagaron
por los caminos del reino de Han.
Su
reputación los precedía por los pueblos, en el umbral de los castillos
fortificados y bajo el pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos
inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía el poder de dar
vida a sus pinturas gracias a un último toque de color que añadía a los ojos.
Los granjeros acudían a suplicarle que les pintase un perro guardián, y los
señores querían que les hiciera imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a
Wang-Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo.
Wang se
alegraba de estas diferencias de opiniones que le permitían estudiar a su
alrededor las expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.
Ling
mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus éxtasis
para darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía
durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los
bosquecillos de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus
pinceles al suelo, él los recogía. Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su
avanzada edad, Ling le mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble;
cuando Wang-Fô estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo
humildemente.
Un día, al
atardecer, llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y Ling buscó para
Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se envolvió en sus harapos
y Ling se acostó junto a él para darle calor, pues la primavera acababa de
llegar y el suelo de barro estaba helado aún. Al llegar el alba, unos pesados
pasos resonaron por los pasillos de la posada; se oyeron los susurros
amedrentados del posadero y unos gritos de mando proferidos en lengua bárbara.
Ling se estremeció, recordando que el día anterior había robado un pastel de
arroz para la comida del maestro. No puso en duda que venían a arrestarlo y se
preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.
Entraron
los soldados provistos de faroles. La llama, que se filtraba a través del papel
de colores, ponía luces rojas y azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un
arco vibraba en su hombro, y, de repente, los más feroces rugían sin razón
alguna. Pusieron su pesada mano en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar
fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos. Ayudado
por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados, tropezando por unos caminos
desiguales. Los transeúntes, agrupados, se mofaban de aquellos dos criminales a
quienes probablemente iban a decapitar. A todas las preguntas que hacía Wang,
los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas le dolían y
Ling, desesperado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera
más tierna de llorar.
Llegaron a
la puerta del palacio imperial, cuyos muros color violeta se erguían en pleno
día como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear
innumerables salas cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba las
estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad,
las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras
emitían una nota de música, y su disposición era tal que podía recorrerse toda
la gama al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para
dar idea de un poder y de una sutileza sobrehumanas y se percibía que las más
ínfimas órdenes que allí se pronunciaban debían de ser definitivas y terribles,
como la sabiduría de los antepasados. Finalmente, el aire se enrareció; el
silencio se hizo tan profundo que ni un torturado se hubiera atrevido a gritar.
Un eunuco levantó una cortina; los soldados temblaron como mujeres, y el
grupito entró en la sala en donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su
trono.
Era una
sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de piedra
azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las
flores que encerraban sus bosquecillos pertenecía a una exótica especie traída
de allende los mares.
Pero
ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la meditación del Dragón
Celeste se viera turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en que
bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el interior del
recinto y hasta se había expulsado de allí a las abejas. Un alto muro separaba
el jardín del resto del mundo, con el fin de que el viento, que pasa sobre los
perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla, no pudiera
permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.
El Maestro
Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban arrugadas
como las de un viejo, aunque apenas tuviera veinte años. Su traje era azul,
para simular el invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro era
hermoso, pero impasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no
reflejara más que los astros y el implacable cielo. A su derecha tenía al
Ministro de los Placeres Perfectos y a su izquierda al Consejero de los
Tormentos Justos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas,
aguzaban el oído para recoger la menor palabra que de sus labios se escapara,
había adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja.
–Dragón
Celeste –dijo Wang-Fô, postrándose–, soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú eres
como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo no tengo
más que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos que
jamás te hicieron daño alguno.
–¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? –dijo el
Emperador.
Su voz era
tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha, que los
reflejos del suelo de jade transformaban en glauca como una planta submarina, y
Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de hallar
en sus recuerdos si alguna vez había hecho del Emperador o de sus ascendientes
un retrato tan mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues
Wang-Fô, hasta aquel momento, apenas había pisado la corte de los Emperadores,
prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los
arrabales de las cortesanas y las tabernas del muelle en las que disputan los
estibadores.
–¿Me
preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? –prosiguió el Emperador,
inclinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba–. Voy a
decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino por
nuestras nueve aberturas, para ponerte en presencia de tus culpas deberé
recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había
reunido una colección de tus pinturas en la estancia más escondida de palacio,
pues sustentaba la opinión de que los personajes de los cuadros deben ser
sustraídos a las miradas de los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los
ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-Fô, ya que habían
dispuesto una gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de
evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las agitadas
olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi puerta,
por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera hasta mí. Los
pocos y viejos servidores que se me habían concedido se mostraban lo menos
posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se
reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los
contemplaba cuando no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve
mirándolos todas las noches. Durante el día, sentado en una alfombra cuyo
dibujo me sabía de memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis
rodillas de amarilla seda, soñaba con los goces que me proporcionaría el
porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de Han en medio, semejante al llano
monótono hueco de la mano surcada por las líneas fatales de los Cinco Ríos. A
su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas
que sostienen el cielo. Y para ayudarme a imaginar todas esas cosas, yo me
valía de tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa
de agua extendida en tus telas, tan azul que una piedra al caer no puede por
menos de convertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como
las flores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento,
por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada
cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que
podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las puertas que
me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio a mirar las nubes, pero
eran menos hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por
los caminos, cuyo barro y piedras yo no había previsto, recorrí las provincias
del Imperio sin hallar tus jardines llenos de mujeres parecidas a luciérnagas,
aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros
de las orillas me asquearon de los océanos; la sangre de los ajusticiados es
menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos que hay en
los pueblos me impiden ver la belleza de los arrozales; la carne de las mujeres
vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los ganchos en las
carnicerías, y la risa soez de mis soldados me da náuseas. Me has mentido,
Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas,
lanzadas al vacío por un pintor insensato, borradas sin cesar por nuestras
lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el
Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú
penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Curvas y de los Diez Mil
Colores. Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve que
no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan. Y
por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos
sortilegios han hecho que me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear lo
que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único calabozo de donde no vas
a poder salir, he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang-Fô,
son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los
dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu
imperio, he dispuesto que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo
Wang-Fô?
Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un
cuchillo mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron.
El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:
–Y te odio
también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese perro.
Ling dio
un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro. Uno de los
soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca,
semejante a una flor tronchada. Los servidores se llevaron los restos y
Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su
discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde.
El
Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.
–Óyeme,
viejo Wang-Fô –dijo el Emperador–, y seca tus lágrimas, pues no es el momento
de llorar. Tus ojos deben permanecer claros, con el fin de que la poca luz que
aún les queda no se empañe con tu llanto. Ya que no deseo tu muerte sólo por
rencor, ni sólo por crueldad quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo
Wang-Fô. Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura admirable en donde
se reflejan las montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente
reducidos, es verdad, pero con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos
mismos, como las figuras que se miran a través de una esfera. Pero esta pintura
se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra no es más que un esbozo.
Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado en un valle
solitario, te fijaste en un pájaro que pasaba, o en un niño que perseguía al
pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los
párpados azules de las olas. No has terminado las franjas del manto del mar, ni
los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de
luz que aún te quedan a terminar esta pintura, que encerrará de esta suerte los
últimos secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus
manos, tan próximas a caer, temblarán sobre la seda y el infinito penetrará en
tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan
cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos
humanos. Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si
te niegas, antes de cegarte quemaré todas tus obras y entonces serás como un
padre cuyos hijos han sido todos asesinados y destruidas sus esperanzas de
posteridad. Piensa más bien, si quieres, que esta última orden es una
consecuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien tú
has acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar tus
últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hombre que va
a morir.
A una seña
del dedo meñique del Emperador, dos eunucos trajeron respetuosamente la pintura
inacabada donde Wang-Fô había trazado la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se
secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en
él atestiguaba una frescura de alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero
le faltaba, no obstante, algo, pues en la época en que la había pintado Wang,
todavía no había contemplado lo bastante las montañas, ni las rocas que bañan
en el mar sus flancos desnudos, ni tampoco se había empapado lo suficiente de
la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô eligió uno de los pinceles que le
presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar inacabado, amplias
pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies, desliaba los colores;
hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô echó de menos a su
discípulo Ling.
Wang
empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una montaña.
Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían sino
acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo
singularmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no advertía que
estaba trabajando sentado en el agua. La frágil embarcación, agrandada por las
pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El
ruido acompasado de los remos se elevó de repente en la distancia, rápido y
ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando, llenó suavemente toda la
sala y luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos
del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a quemar
los ojos de Wang se había apagado en el brasero del verdugo. Con el agua hasta
los hombros, los cortesanos, inmovilizados por la etiqueta, se alzaban sobre la
punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del corazón imperial. El
silencio era tan profundo que hubiera podido oírse caer las lágrimas.
Era Ling,
en efecto. Llevaba puesto su viejo traje de diario, y su manga derecha aún
llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser aquella
mañana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del cuello
una extraña bufanda roja. Wang-Fô le dijo dulcemente, mientras continuaba
pintando:
– Te creía
muerto.
– Estando vos vivo –dijo respetuosamente Ling–, ¿cómo podría yo morir?
Y ayudó al
maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua, de suerte
que Ling parecía navegar por el interior de una gruta. Las trenzas de los
cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza
pálida del Emperador flotaba como un loto.
–Mira,
discípulo mío –dijo melancólicamente Wang-Fô–. Esos desventurados van a
perecer, si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar
para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?
–No temas nada, Maestro –murmuró el discípulo–. Pronto se hallarán a pie
enjuto, y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el
Emperador conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no
están hechas para perderse por el interior de una pintura.
Y añadió:
–La mar
está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo sus
nidos. Partamos, maestro, al país de más allá de las olas.
–Partamos –dijo el viejo pintor.
Wang-Fô
cogió el timón y Ling se inclinó sobre los remos. La cadencia de los mismos
llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón.
El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas
verticales que volvían a ser columnas. Muy pronto, tan sólo unos cuantos
charcos brillaron en las depresiones del pavimento de jade. Los trajes de los
cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma
en la orla de su manto. El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre
una mesita baja. Una barca ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a
poco, dejando tras ella un delgado surco que volvía a cerrarse sobre el mar
inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la barca,
pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que flotaba
al viento.
La
pulsación de los remos fue debilitándose y luego cesó, borrada por la
distancia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera
delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era
más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro
se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a
una roca que cerraba la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra del
acantilado; borrándose el surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y
su discípulo Ling desaparecieron para siempre en aquel mar de Jade azul que
Wang-Fô acababa de inventar.
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