Agonía del Peludo (2)
En ocasiones -a veces ni
eso- el Peludo se sentía como si estuviera advirtiéndose dormir; dormir un
sueño cerrado por donde, entreabriéndoselo de golpe, se le venían las cosas. En
cierta oportunidad se le fue arriba un toro de guampas tamañas. Por suerte la
cornamenta le cruzó casi rozándole el cinto, pero no lo tocó. Después… Durante
esos días al Peludo le pasaron cosas que no tienen nombre. Ahora, ahora en el
momento que pasamos a narrar, un árbol se puso a mirarlo fijo. Era un tala seco,
que lo miraba y lo miraba como si tuviese algo con él. El Peludo atendía con
ahínco a lo que le sucedía. Estaba como a veinte pasos el tala; quieto, mirándolo
por todas sus espinas. Y, de repente, el pinchudo empezó a hacer como si fuera
un péndulo a revés, y a resollar que parecía estar realizando la maniobra con
grandes esfuerzos. Tuvo un sobresalto el Peludo, al principio. Pero enseguida,
con resolución, dispuesto a no aflojar saliera lo que saliera, él también se
puso a mirarlo sosteniéndole la vista… Y una luz cuadrada y otra redonda se
interpusieron, por suerte; por suerte, porque aquello ya no estaba pareciendo
nada para bien. Eran lindas las luces. Una, amarillenta; la compañera, azul
claro. Las dos daban idea de estar posadas sobre terciopelo o vidrio grueso. O
de ser vistas a través de un agua, mejor. Ellas sacaban sendas como espaditas
del color de cada cual y abarajaban, jugando. Tajo va, tajo viene… ¡Fea fue la
ocasión en que hicieron su llegada los ojos! Fea porque no venían en pares
aquellos ojos y, por eso, siendo bien redondos, cada ojo parecía deforme, lo
mismo. Salía un ojo de abajo de la tierra, lo miraba al Peludo, parpadeaba un
ratito, e iba a esconderse atrás del horizonte. Mas en seguida se aparecía un
ojo nuevo. Algunos ojos eran chicos. Pero otros ojos, más o menos del grandor
de una rueda de carreta. Esos ojos como un humo echaban al perderse… Y después,
casi en seguida, fue que se empezó a los ponchazos. No se veía quiénes
agarraban las prendas. Por tres de sus puntas ellos mismitos se daban a plomo
contra el suelo, levantando la polvareda. Y ¡paff! ¡paff!, los ponchos. Lo
cierto es que esto vino para bien. La oscuridad se disipó y él, entonces, dejó
de sentir la opresión y, ¡claro!, pudo levantarse con agilidad que daba gusto y
abandonó el dormitorio sin recordar nada, nada ingrato; nada, ni lo más reciente.
Entonces enderezó de mucho “vicuña” al mostrador de su casa de comercio, abrió
el cajón que mantenía bajo llave siempre, cargó de plata el cinto hasta dejarlo
hasta dejarlo buchón que no daba más. Entonces pasó otra vez para adentro, se
arregló bien el nudo de la golilla frente al espejo, satisfecho. Entonces,
siempre contemplándose, se puso a dos manos el flamante sombrero.
-Me voy, que ya he
trabajado bastante y ahora hay que pasear -se decía-. Que trabajen otros ahora,
que es lo que corresponde.
El de tan rico poncho, el
de las espuelas y alzaprimas doradas volvió a entrar volvió a entrar en el
salón de su pulpería, se perfiló, cogió por la copa el sombrero con la
izquierda y, manteniéndolo siempre junto al hombro en gentil ceremoniosidad fue
dando la diestra a todos, sin exclusiones, olvidando ofensas chicas y grandes,
muy contento.
-¡Adiós! ¡Adiós!
¡Adiosito! -decía-. Me voy y que trabajen otros… que ya les llegará también a
ellos el turno…
¡Qué feliz en la cama, con
los ojos bien cerrados, el Peludo! Los ufanos sostenes del antiguo dosel
parecía que estaban haciéndole la guardia, protegiendo tanta dicha.
-¡Adiós! ¡Adiós!
¡Adiosito!
¡Pero mire que había de
quienes despedirse en el trayecto de la pulpería a la enramada cuando, al fin,
apareció la puerta, aunque él no reconociera bien a ninguno! Es que hasta se
detuvo la taba por acudir a contemplar aquel chiripá floreado, aquella criba
del calzoncillo y los primores de aquel apero ceñido al piafante tordillo. Es
que, sin duda, se propaló la noticia, pues los coches, las jardineras, los
charrets y una carreta evidenciaban que habían acudido hasta familias.
-¡Qué barbaridad!
-exclamaba-. ‘Cuánta gente para la despedida.
En el fondo, estaba
orgulloso. Y, siempre el sombrero junto al hombro izquierdo, se inclinaba,
cumplido…
Uno de los ¡Adiosito! le llegó
a al Mulita y la enderezó en vilo. Miró aturullada a todos lados, sin atreverse
a acercar la vista a la cama, y enderezó como resorte a la salida. De golpe, al
final ya del estrecho pasadizo, el campo se le hizo más inmenso que nunca; el
cielo, de altura todavía mayor. Se encandiló. Y una soledad de empacado
silencio la puso rígida.
Así, como cuajada en
piedra, permanecía, cuando le acudió para librarla cierta idea consoladora.
Haciéndole caso fue que la Mulita volvió a entrar y a regresar con cojinillo y
freno; fue que corrió hasta el petiso overo atado a soga, y que enfrenó… fue
que, para poder montar en pelo, trepó una piedra, salió a galope hasta el bajo,
cruzó, salpicándose, el vado, enderezó dando talón por una sendita entre los
cardos…
¡Qué luz tan pura había!
Ante tamaña diafanidad… Pero ya no atendía como otras veces al trebolar ni a la
flor de los yuyos. Nos los veía. Es que cierta cosa acongojante se interponía
entre ella y el mundo. Más allá de la cabeza agachada del empeñoso overito,
como si él la llevase de tiro, la cama aquella con el bulto, el armatoste con
todo arriba se empecinaba en ostentarse y obligaba a la Mulita a posar los ojos
sobre du muda desolación.
Intensamente acogedora
era la luz. Todo, todito color, hasta el más tenue se ponía en acción y acudía…
Y la joven no veía, a su derecha (y, luego, cada vez girando más sus espaldas)
los distintos ombúes de la pulpería; tampoco veía el cardal coronado con tan
lindo lila, por el que entró siguiendo un sinuoso trillo que la desviaba así
hacia la izquierda; ni veía entre la asistente luz tanto tala aquí y allá, ni
coronilla. Mejor dicho: parecía que le surgían un momento a la luz, apenas si a
hacerle señas de la dirección que debía llevar, para al momento desaparecer de
su conciencia como si nunca, nunca hubiesen existido en tales pagos. Lejos y
cerca era lo mismo: todo se recortaba en íntegra forma. Todo estaba cabal
gracias a aquella luz. Y, como a la Mulita siempre le pareció feo montar a
horcajadas, era del lado del corazón que el sudoroso petiso sentía ya incesante
el azuzar de los dos talones, uno más arriba que el otro, talones que
detuvieron de golpe el repicar y se dejaron caer en tierra cuando la Mulita,
borrada la cama como el del mal encima, vio esplendiendo a la luz, a pocas
varas del mismo rancho en ruinas de la curandera, a un exigente Sargento, ¡el
Sargento Primero Cimarrón!, los frenéticos brazos en alto, cerrándole el paso.
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