domingo

EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (22)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018

PARTE 1

9 (3)

Seguía tomando el último remedio que le había recetado el médico, una pastilla cada ocho horas, aunque lo hacía por costumbre, más que nada. Atrapado en las miserias de un mal anónimo y todavía sin nombre, dependía de su propia carne para saber lo que quería y lo que no, o lo que se hacía más o menos soportable. Era el cuerpo el que le imponía los límites a su voluntad, obligándolo a doblegarse rendido en una lucha en la que ya no tenía fuerzas para vencer. Y aunque él fuera su propio cuerpo, por lo menos reconociéndose en lo que había sido hasta el momento, sentía que la estructura carnal que siempre había reconocido como su yo ahora se negaba, y no sólo parecía tener autonomía propia sino que le imponía sus razones, llevándolo de un lado para otro o no llevándolo, forzándolo a replegarse en otro yo que no estaba más ahí y que era apenas una vaga memoria del anterior.

Y sin embargo, a pesar de todo, como si no supiera o no quisiera saber, el cuerpo continuaba. Exigía descanso, horas de sueño (pocas, cada vez menos) y aceptaba, aunque con evidente disgusto, comida, realizando (aunque más lentos y como distraídos) los procesos naturales. Por momentos pensaba que el mal estaba queriendo engañarlo, queriendo convencerlo de que todo seguía igual o bastante parecido a como era antes o como siempre había sido, y en realidad, pensaba él, lo que estaba haciendo era preparar su golpe, juntando fuerza, fortaleciéndose y creyéndolo cada día más distraído. “O acaso” pensaba, “es también el alma la que se enferma, y la agonía no es solamente la del cuerpo sino la de su sombra más escondida, el reflejo del resto que llevamos adentro y que no podemos ver, ni tocar ni separar de la carne ni eliminar de la sangre”. Y, no obstante, él levantaba una mano y era una mano normal como la de cualquiera, y entonces, con la mano todavía levantada frente a la cara, se decía que también era una mano muerta, muriendo. Y cuando se miraba en el espejo la muerte estaba ahí, la presentía en el brillo del ojo, formaba parte de la consistencia de la piel, se movía si hacía un gesto o una mueca, quedaba suspendida en el aire al respirar, persistía en el transcurrir de cada segundo mientras seguía mirándose al espejo. “Estás muerto” se decía, sin dejar de mirarse. “Estamos todos muertos y no lo sabemos o no lo queremos saber. Somos todos carroña y ni nos damos cuenta. Tan grande es el engaño en el que porfiamos en creer. Y después de lapsos que inventamos y en los que hipotecamos toda inocencia o ingenuidad (encuentros, besos, abrazos, placer y satisfacciones transitorias a las que acostumbramos llamar felicidad) al final sólo falta que nos metan en el agujero y nos tiren la primera palada de tierra encima. Y ya no parece importar que uno tenga su alma o no la tenga, que ella persista o pueda acabarse con el resto, porque la miseria del cuerpo es tanta, y tan pesada de cargar, que ya no nos importa más nada”. Tirado en la cama, entre las respiraciones altisonantes y desparejas de los otros cuatro resonando en el cuarto junto con la música dulzona de la radio, se dijo que nunca había pensando que algún día moriría. Acostado y moviendo los pies debajo de la gruesa frazada era imposible concebir la muerte, imaginar a su cuerpo llorado y definitivamente perdido en el tiempo. Y eso es lo que tiene de curioso la muerte, pensó. Que no es posible llorar por uno mismo después. Las lágrimas, cuando las hay, cuando hubo tiempo de derramarlas, deberían venir antes, por anticipado, porque después solamente estarán las lágrimas de los otros, que uno ya no ve y que por eso mismo ya no importan, pero que sabemos inevitables.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+