1ª edición / Caracol
al Galope 1999
1ª edición WEB /
elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
PARTE
1
9
(3)
Seguía tomando el último
remedio que le había recetado el médico, una pastilla cada ocho horas, aunque
lo hacía por costumbre, más que nada. Atrapado en las miserias de un mal
anónimo y todavía sin nombre, dependía de su propia carne para saber lo que
quería y lo que no, o lo que se hacía más o menos soportable. Era el cuerpo el
que le imponía los límites a su voluntad, obligándolo a doblegarse rendido en
una lucha en la que ya no tenía fuerzas para vencer. Y aunque él fuera su
propio cuerpo, por lo menos reconociéndose en lo que había sido hasta el
momento, sentía que la estructura carnal que siempre había reconocido como su
yo ahora se negaba, y no sólo parecía tener autonomía propia sino que le
imponía sus razones, llevándolo de un lado para otro o no llevándolo,
forzándolo a replegarse en otro yo que no estaba más ahí y que era apenas una
vaga memoria del anterior.
Y sin embargo, a pesar de
todo, como si no supiera o no quisiera saber, el cuerpo continuaba. Exigía
descanso, horas de sueño (pocas, cada vez menos) y aceptaba, aunque con
evidente disgusto, comida, realizando (aunque más lentos y como distraídos) los
procesos naturales. Por momentos pensaba que el mal estaba queriendo engañarlo,
queriendo convencerlo de que todo seguía igual o bastante parecido a como era
antes o como siempre había sido, y en realidad, pensaba él, lo que estaba
haciendo era preparar su golpe, juntando fuerza, fortaleciéndose y creyéndolo
cada día más distraído. “O acaso” pensaba, “es también el alma la que se
enferma, y la agonía no es solamente la del cuerpo sino la de su sombra más
escondida, el reflejo del resto que llevamos adentro y que no podemos ver, ni
tocar ni separar de la carne ni eliminar de la sangre”. Y, no obstante, él
levantaba una mano y era una mano normal como la de cualquiera, y entonces, con
la mano todavía levantada frente a la cara, se decía que también era una mano
muerta, muriendo. Y cuando se miraba en el espejo la muerte estaba ahí, la presentía
en el brillo del ojo, formaba parte de la consistencia de la piel, se movía si
hacía un gesto o una mueca, quedaba suspendida en el aire al respirar,
persistía en el transcurrir de cada segundo mientras seguía mirándose al
espejo. “Estás muerto” se decía, sin dejar de mirarse. “Estamos todos muertos y
no lo sabemos o no lo queremos saber. Somos todos carroña y ni nos damos
cuenta. Tan grande es el engaño en el que porfiamos en creer. Y después de
lapsos que inventamos y en los que hipotecamos toda inocencia o ingenuidad (encuentros,
besos, abrazos, placer y satisfacciones transitorias a las que acostumbramos
llamar felicidad) al final sólo falta que nos metan en el agujero y nos tiren
la primera palada de tierra encima. Y ya no parece importar que uno tenga su
alma o no la tenga, que ella persista o pueda acabarse con el resto, porque la
miseria del cuerpo es tanta, y tan pesada de cargar, que ya no nos importa más
nada”. Tirado en la cama, entre las respiraciones altisonantes y desparejas de
los otros cuatro resonando en el cuarto junto con la música dulzona de la
radio, se dijo que nunca había pensando que algún día moriría. Acostado y
moviendo los pies debajo de la gruesa frazada era imposible concebir la muerte,
imaginar a su cuerpo llorado y definitivamente perdido en el tiempo. Y eso es
lo que tiene de curioso la muerte, pensó. Que no es posible llorar por uno
mismo después. Las lágrimas, cuando las hay, cuando hubo tiempo de derramarlas,
deberían venir antes, por anticipado, porque después solamente estarán las
lágrimas de los otros, que uno ya no ve y que por eso mismo ya no importan,
pero que sabemos inevitables.
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