Cuando los
estudiosos se enfrentan a los mitos y analizan su posible significado o
estudian su estructura, dejan de lado, en la gran mayoría de los casos, el otro
aspecto del mito: su extraordinaria fuerza poética.
De la
asombrosa leyenda del héroe sumerio Gilgamesh sólo nos quedan algunas tabletas
de arcilla, escritas en caracteres cuneiformes. Allí no está el poema original,
sino su traducción al idioma akkadio. Las tabletas fueron halladas en las
ruinas del palacio de Asurbanipal, el último de los más famosos emperadores
asirios, quien reinó en Nínive, unos seiscientos años antes de Cristo.
El poema
primitivo era mucho más antiguo: fue escrito en idioma sumerio, en tabletas de
arcilla muy dañadas, unos dos mil años antes de nuestra era. Estamos, pues,
frente a uno de los más remotos rostros con los que se nos presenta la poesía,
tan antiguo como el de las pirámides egipcias. Sabemos que a sus propias
construcciones piramidales -los ziggurats- los sumerios no lograron hacerlas
durar cuatro milenios, por estar hechas de ladrillo. Sólo podemos imaginar cómo
serían, por ejemplo, esos grandiosos templos que adornaban la ciudad sumeria de
Uruk, en la que reinó Gilgamesh.
La
historia de este rey está totalmente trasmutada en fantástica leyenda, la que
le atribuye ser más que un semi-dios, pues era "tres cuartos divino y uno
humano". Entre las numerosas aventuras y hazañas que se relatan sobre él
sobresalen las que realiza con su compañero Enkidu, el primer mortal que se
atreve a amenazar y aún a atacar a un dios - nada menos que a la poderosa diosa
Ishtar- y recibe como castigo una muerte lenta, un descenso gradual al infierno
sumerio: la Casa de Polvo. Enkidu tiene tiempo de relatar lo que ve allí. En
ese lugar en penumbra todo está cubierto de polvo, especialmente los cerrojos
de las Grandes Puertas. Una densa capa de polvo las recubre, signo de que no se
han abierto en mucho tiempo. Lo más llamativo, más que la presencia de la reina
del infierno -Ehreskigal- con su escriba sentado frente a ella, más llamativo
que las coronas de los reyes, que se acumulan allí, polvorientas, a un lado de
la entrada, son -sorprendentemente!- las voces de esos mismos reyes, también
acumuladas y también cubiertas del mismo polvo que cubre todo el lugar.
La imagen
de estas voces, amontonadas y polvorientas, posee un claro valor poético que no
es necesario subrayar.
La idea
que está presente aquí es la de la muerte como gran igualadora y es muy común
en la historia de la literatura; recordemos a Luciano, bajo el imperio romano,
quien muestra la humillación a la que son sometidos los pasajeros de Caronte,
entre ellos varios reyes, quienes deben despojarse de sus coronas y deben
“arrojar su orgullo”, pues pesaría demasiado en la frágil barca...
Siglos
después, Manrique nombra: “Los reyes y emperadores, / los papas, los arzobispos
/ y prelados / así los trata la muerte/ como a los pobres pastores / de
ganados.”
Regresando
a la Casa de Polvo sumeria, la desaparición de Enkidu es motivo” para que el
héroe trate de escapar del mismo destino “polvoriento”. Cuando ya está por
lograrlo, por haber persuadido al único hombre inmortal (Upnapishtin) de que le
entregara el secreto de la inmortalidad, fracasa sin embargo en la prueba
previa: mantenerse despierto siete días y siete noches. El héroe está tan
fatigado, que cae dormido inmediatamente y duerme todo el tiempo que debió
velar.
Este es su
primer fracaso. Cuando consigue, en compensación, la Flor de la Juventud, a la
que debió ir a buscar al fondo del océano, teme, sin embargo, aspirar su
perfume. Teme haber sido engañado. Y prefiere esperar hasta llegar a la ciudad
de Uruk y hacerla probar a algún anciano. Pero otra vez el cansancio lo
traiciona: vuelve a caer dormido y la flor es devorada por una serpiente
Los
lamentos de Gilgamesh pueden considerarse como la primera vez que el hombre se
plantea el sin sentido del esfuerzo humano: "Para quién trabajé tanto,
para qué me esforcé tanto!"
Las
tabletas de arcilla están rotas, de modo que nos queda un fragmento final del
poema, en el cual Gilgamesh contempla el relato de sus propias hazañas grabado
en lapislázuli sobre las murallas de la ciudad.
El propio
héroe, como lo hará Helena en La Ilíada o como lo hará el Quijote en la segunda
parte, puede verse a sí mismo como personaje literario, como sobreviviendo,
digamos, en la memoria de los hombres.
La memoria humana pasa a ser entonces, trasmutada en
poesía, la que "desempolva" aquellas voces acumuladas en el más allá
y las conserva vivas.
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