Se
señala el cuadro de Edvard Munch “El grito” como una de las principales obras
que anuncian o directamente inician el período expresionista en el arte, en 1893.
Se sabe que la obra forma parte de una serie del mismo nombre que incluye otras
diferentes en la que el grito no parece como figura, sea en el oído de quien lo
oye o en el rostro de quien lo produce. Es entonces cuando invade una dimensión
que está más allá de las particulares marcas, la contorsión de la boca y la
molesta explosión del aire.
El
expresionismo desplazó la percepción y con ella la concepción del mundo que
había predominado por siglos. Berkeley las había unificado: la existencia de
una idea, sostuvo, consiste en ser percibida. Ver y pintar eran asuntos que se
venían transformando desde tiempos muy anteriores al expresionismo. Los
románticos dejaron que percepción y cosmovisión se perdieran en el espíritu,
pero, ¿qué es el espíritu? Para Kierkegaard es el yo, y el yo es una relación
que se refiere a sí misma, una luz que descubre la desesperación, como el
naufragio en las marinas de Aivazofsky. Para Schelling idea y realidad son una
síntesis que deja al descubierto esa misma luz que infunde el arte. El cedazo
de los impresionistas separa de ella la vibración al atrapar sólo lo que aparece, sin otro
trámite, como Brentano buscó atrapar la verdad hurtándole el mundo a los
sentidos. A partir de “El grito” la linterna apunta al interior oscuro donde se
oculta la existencia vacilante y temblorosa de Kierkegaard. Se tiene que elegir
bajo el dominio de la ansiedad y prorrumpir en silencio el alarido que Melanie
Klein descubre en la regresión al bebé. Pero el ritual que sobreviene después
del expresionismo no busca que todo entre, sino que todo salga.
Celebra
la liberación del ánimo y quiere espantar el terror y la angustia con desorden
y descontrol. Ingenuamente, cree bajar al fondo en que al fin se apoya la
conciencia. Se presta para celebrar tanto como para vilipendiar, porque la
visión y la concepción que lo caracterizan son las del mundo feliz.
Percepción, idea, conciencia, espíritu, yo: sólo papel maché con que se hacen
las máscaras, discurso gárrulo de novela río. El grito es el valor de una
variable vuelta constante; no hay que buscarla porque ya fue encontrada y hay
que garfiñarla a los demás. Al adquirir la forma de un mito, toma lo que está a
la mano y en acto, falso patrimonio de quien carece de imaginación. Es una
costumbre que quiere derogar las costumbres, es una pasión que quiere
emborrachar a las pasiones; es un acto solemne que quiere matar la solemnidad.
En su incontinencia expansionista se expresa con el horrendo timbre del salvaje
y la articulación desencajada del guerrero.
La
invasión del nuevo grito o rito coloniza el espacio acústico, símbolo por el
cual las fronteras de la coexistencia se declaran derogadas, por anticuadas y
caducas. Termina con los prejuicios que coartan la locura individual, ahora
liberada. Baco y Libertas juntos, en la compañía de Eros y Thanatos.
Embriaguez, amor y muerte, cuya fagocitosis, han dicho los analistas de la
posmodernidad, acaba con los cuentos de hadas, licúa las ideas, cansa y
debilita el pensamiento, somatizándose con desenfreno. Enfermedad insidiosa y
difícil de curar que produce la vida y la muerte a la vez, paradójica
ebullición del hielo y congelación del fuego, indagadas por el psicoanálisis.
La bataola anuncia la guerra al resto de la tribu y el fragoroso temporal lleva
al naufragio del excéntrico que navegue solitario. Allí donde se alberga la
esperanza, el arte, el mito, la creencia, donde el grito interno ahuyenta la
incertidumbre, allí mismo se levanta el obelisco sonoro de la destrucción. ¿Por
qué hay que echar el cielo abajo si se puede contribuir en el empeño de que
siga allá arriba, azul y silencioso?
El
pensamiento y los sentimientos no siguen el mismo rumbo; abandonan el exterior
para meterse en el interior en un viaje de lo sensible a lo insensible. Lo
imaginario (la raíz cuadrada de ‒1) y lo imposible (que haya verdades a medias)
encuentran aplicación en la matemática y en la lógica. La ciencia irrumpe en
los más imperceptibles interiores y en sus planos intermedios: la biología en
el genoma, la física en los mesones. La psicología presta más atención al
interior de las sensaciones que a aquello que las provoca. La historiografía
penetra en la notoriedad concreta de los hechos y desentraña la energía secreta
de las ideas. La pedagogía examina la mente del niño y abandona los cuerpos
sólidos, las regletas y los ábacos que están afuera de ella. La sociología se
fija en los hechos insignificantes, yendo de las relaciones grandes y fijas a
las pequeñas y cambiantes. Y se podría seguir.
La cultura
se marca un nuevo rumbo al girar hacia adentro. La religión muele en el mismo
mortero la fe siempre fresca y el pan de cada día que pronto endurece. Vuelve a
la tierra sin metafísica a hollar en ella la existencia aterida y miserable.
Dios y el hombre establecen una nueva relación a distancia, y la turbación se
impone sobre la contemplación. Si hay ciencias y saberes verdaderos en el
profesional, en el comerciante, en el empresario, en el obrero, ya no importa
si vienen de arriba o de abajo, porque tienen algo en común que no difiere,
cualquiera sea la forma de cultivarlas: lo que importa no son los sentidos sino
lo que los sentidos buscan para encontrar lo que importa.
Celebrar
quiere decir “alabar”, y alabar es función principal del mito. Debe ajustarse
con propiedad a su objeto, sin equívocos ni distracciones. La mitología es
condición necesaria de todo arte y tiene que respaldarse en una tradición de
vieja data y de todo un pueblo. Pero esta mitología no tiene arte, data ni
pueblo. No hay rito ni mito cuando la alabanza y el elogio no ensalzan nada que
se destaque por ser sagrado y universal. Y no se ve que la modernidad tenga al
ruido como una de sus mayores innovaciones. La más refinada tecnología,
recorriendo la dirección inversa, cada vez imprime menos ruido al motor a
explosión, a los artefactos eléctricos, a las grabaciones, a las transmisiones
de radio y televisión, disminuyendo hasta lo increíble aquello que en la
comunicación llamábamos “ruido”. Incluso está buscando cómo disminuir la
desagradable explosión con que los más veloces aviones rompen la barrera del
sonido. Pero la celebración y la música se han limitado al volumen, un meteoro
que se trasmite por aire y tierra y hace temblar todo lo que encuentra, carne u
hormigón. Para serenar las olas de una conciencia ganada por el alboroto, hoy
se sopla la caracola con la que Tritón serenaba las olas del océano. Pero esta
caracola, lejos de serenar, intranquiliza y enferma.
Abril de 2019
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