La Comisaría (3)
Mientras los veía
retornar y recibir la incorporación del que había caído:
-¡El Recluta! ¡No te
dije! ¡El Recluta! -el Tigre, así bramante, estaba calculando que, como toditos
sus milicos eran culpables, no iba a tener con quién mandarlos a las guascas.
-¡Si solito quedo yo en
libertá, esto no tiene fundamento!
Y se dio vuelta sin
esperar a los suyos para cruzar el patio, apagar y encender su fulguración al
pasar bajo el ombú, y atenuar definitivamente aquellos brillos cuando se metió
en la Mayoría a ganar su silla. Mas fue todo uno sentarse y quedar parado y
hecho arco.
-¡A que alguno se me alzó
anoche con el tintero!
De un manotazo levantó el
lindo quepis. Y se sintió duramente defraudado, porque apareció el tintero. Por
tal razón fue que exclamó:
-¡Chamuchina como esta,
jamás se ha visto!
En seguida el Sargento
Primero Cimarrón asomó, muy, muy cauteloso a la cabeza, trepidante por el
jadeo. Y la volvió a retirar como si le hubieran salpicado la cara con agua
caliente.
-¡Sargento Primero!
Ahora este se recortó de
cuerpo entero en la puerta, haciendo la venia y tartamudeando:
-¡A la orden, Mi Comisario!
Parecía que, de los
nervios, había quedado más chico. Pero lo que en realidad acontecía era que en
la corrida se le había bajado el cinto, y las rojas bombachas daban casi en el
suelo, como polleras.
-¡Mande formar, que voy a
pasar revista a la tropa!
Se hizo humo el Cimarrón.
Se oyeron voces de mando, ruidos de sables, otra vez. El Tigre se miró a los
pies y, regulando bien el paso, salió bajo esa vigilancia al patio, envuelto en
luz. Al aparecer, ya llevaba erguida la frente, pero tan crispada por la ira
que distinguía por entre los pelos. Con todo, se contuvo él en el marco de la
puerta. Así, dio humanamente tiempo a que los rezagados soldado Mao Pelada,
Tamanduá, Avestruz, el Asistente Macá y el todavía lleno de tierra Recluta
Carpincho se incorporaran a la fila.
Atrás, a los metros, uno
de los tremendos ombúes hacía vasto dosel al marcial cuadro.
Delante de la tiesa
milicada el Sargento Primero Cimarrón ponía la vista tan, tan fija en el filo
de su machete, que la mirada le salía de allí partida en dos.
El Jefe, marcando el paso
como si se lo regulara la banda lisa, empezó a recorrer la formación cortándole
el respiro al que le llevaba al lado. Pasó casi refregando -o los otros creían
que casi- a los Soldados Macá, Águila, Cuzco Overo, Cuzco Barcino, Gato Pajero,
Gavilán, Flamenco, Mao Pelada, Tamanduá, Avestruz, Recluta Carpincho,
(faltaban, en “comisión”, los Solados Carancho, Cigüeña, Carao) pasó frente al
Cabo Pato (faltaba, en “comisión”, el valeroso Cabo Lobo).
Estaban, como de palo,
por orden de estatura. Siendo de una misma medida los uniformes que nos mandan
de Montevideo, algunos servidores, los más petisos, parecían metidos hasta el
cinto dentro de un atado de ropa roja, de tan bajas que tenían las abollonadas
bombachas. Otros, el viejo Avestruz, y el Recluta y el Flamenco en la extrema
derecha -donde la línea de quepis daba un brusco salto hacia arriba- dejaban
asomar media canilla porque, para peor, estos tres servidores estaban con las
alpargatas de cuando abandonaron el lecho. Los sables de reglamento, iguales,
claro, todos, por relación allí cambiaban de tamaño hasta lo que se no se ha
visto nunca. Los del Avestruz, del Mao Pelada, del rechoncho Recluta, les pendían
como espadines. Y el Pato, los Cuzcos, el Gavilán, el Yacú, el Asistente Macá,
etc., de tan grandes que les quedaban parecían que andaban con armas de
monumento. Para la variante en los quepis no era la estatura lo que obraba sino
el grandor de las cabezas. Así, el Carpincho tenía que llevar el suyo a la nuca
porque no le entraba ni haciendo fuerza o si no sucedía la desgracia de un
planchazo. Y el Avestruz, el Cabo Pato, el Águila y otros tantos, sudaban a
ciegas pues, así como estaban, en posición de “firme”, no podían acomodárselos
y se les iba hundiendo hasta el pescuezo, en el jadeo.
Faltaba una chaquetilla,
que fue la que se quemó con el finado Cabo cuando el personal de la Comisaría
acudió a pagar lo poco que quedaba en el incendio del rancho de las Nutrias, en
Puntas del Estero. Por eso el Recluta Carpincho estaba de particular hasta la mitad.
Después de ir de punta a
punta, el Comisario había vuelto a situarse en el centro y de frente. Como el
sol le daba de lleno, medio cuerpo lo tenía en rutilaciones.
-¡Esto de que se pasen
todo el día de mucha guitarra y chupando caña, trae estos resultados!
El Tigre hizo un esfuerzo
por interrumpirse al sentirse impulsado a hollar el terreno de las
confidencias. Pero no pudo resistir.
-¡Sí, chupando caña, he
dicho! ¿O se creen que no me doy cuenta que toditos ustedes esperan que yo
empiece a pegar unos tragos por mi languidez de estómago y, cuando se aseguran
de que ya no les puedo sentir el olor, se prenden como mamones a la bebida?
Ahora que se me h acabado la pacencia, sepan que ustedes a mí no me engañan
jamás; que lo que hay es que he sido un padre para toditos. ¿Cómo fue que se
cayó al agua, a ver, el finado hermano de este, el finado Flamenco? ¡En tranca!
(cual si el que se ahogó fuera él, se estremeció el soldado Flamenco). ¿Cómo
fue que se incendió también él, en el incendio, el finado Cabo? ¡En tranca!
¿Cómo fue que te vinistes abajo del mangrullo vos, Mao Pelada, y no quedastes
como bosta de aplastao porque recién llevabas subida la mitad de los travesaños
¡En tranca, caray! ¿Cómo, sin estar en esas condiciones, se puede dejar, no
más, una plancha caliente que era un fuego arriba de la ropa?... Y, oiganlón
bien: ¿Para qué, Cuzco Overo, (casi se vino al suelo ese Soldado de tanto que
inclinó la cabeza, ya arrepintiéndose de todo lo que fuese a revelar el acusador),
para qué te ponés a chacotear como que me das serenatas por la ventana, y me
hacés quedar así adentro del cuarto, aprovechándote…?
Iba a continuar: “de que
soy loco por la música”, pero se contuvo y se sonrojó a pesar de la furia. Y
quedó con el pensamiento saltando sobre la última palabra pronunciada hasta que
desde ella obtuvo una transacción con las que debían seguir:
-¡…aprovechándote…
aprovechándote vos, sí, de que en ocasiones… a mí un poco me gusta la música!
Pues sí, m’hijito, me entretenés pa refrescar a alguno en el barril del agua o
para acostarlo, porque se le ha ido de más el codo. ¡Sepan, sepan al fin la
gran verdá! ¡Yo me daba cuenta de todo! ¡Yo te voy a dar música, de aquí en
adelante! ¡Cuando te vea otra vez con la guitarra en mi ventana, les voy a
registrar hasta abajo de los catres! ¡Y al que pesque durmiendo la mona lo voy
a hacer pasar por las armas, como no lo he hecho nunca aquí: en público y con
todas las formalidades, para ejemplo!
Los soldados respiraban a
escondidas, de “firmes” que se mantenían.
-Y ahora, de aquí voy a
destacar dos partidas, que han de salir para darme con la ladrona. Cuando
vuelva el Sargento Segundo Cuervo, él se va a poner al frente de un piquete. Y
usté, Sargento Primero, usté me va a tomar tres hombres: vos y vos y vos -y
señaló al Soldado Cuzco Barcino, al Soldado Avestruz y al Soldado Mao Pelada- y
me empieza desde ya la persecución.
Giró sin más sobre los
talones para volver a la Mayoría; pero, antes de adelantar un paso, ya con
vuelta contraria quedó otra vez de frente y mirando al rígido conjunto, con
ganas de patear en particular a cada uno. Y gritó, subiéndosele la sangre a la
cabeza, de la fuerza:
-¡Rompan filas!
Casi sobre las espuelas
de tanto que se había echado atrás, volvió a girar y, entonces, se topó con un
Charabón que, embobado, estaba hacía ratos contemplando el marcial espectáculo.
-¡Y usté qué pucha me
está haciendo aquí!
Se hizo un arco el interpelado
porque no pudo mover los tamangos para, aunque más no fuera, dar algún paso
atrás. Y cerrando los ojos quiso entregar algo, más muerto que vivo. Pero no
podía. Porque buscaba el bolsillo y lo único que hacía era refregar la ropa,
temblando. Al fin consiguió llegar a la carta.
-Aquí le mandan… de la
pulpería… “La Blanqueada”.
-¡Ah, usté es un propio!
-exclamó, serenándose, el Tigre. -Entonces, bueno, sigamé para el despacho.
Y se introdujo en la Mayoría
apagándosele las luces en su ropa.
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