Arte y técnica escénica
PRIMERA ENTREGA
EL TEATRO MORTAL (1)
Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un
hombre camino por este espacio vacío mientras otro le observa, y esto es todo
lo que se necesita para realizar un acto teatral. Sin embargo, cuando hablamos
de teatro no queremos decir exactamente eso. Telones rojos, focos, verso libre,
risa, oscuridad, se superponen confusamente en una desordenada imagen que se
expresa con una palabra útil para muchas cosas. Decimos que el cine mata al
teatro, y con esta frase nos referimos al teatro tal como era cuando nació el
cine, un teatro de taquilla, salón de descanso, asientos con bisagra para
permitir libremente el paso del público, candilejas, cambios de decorado,
entreactos, música, como si el teatro fuera por propia definición esto y poco
más. Intentaré descomponer la palabra en cuatro acepciones para distinguir
cuatro significados diferentes, y así hablaré de un teatro mortal, de un teatro
sagrado, de un teatro tosco y de un teatro inmediato. A veces estos cuatro
tipos de teatro coexisten, uno al lado del otro, en el West End de Londres o en
Nueva York fuera de Times Square. Otras veces se encuentran separados por
centenares de quilómetros, el teatro sagrado en Varsovia y el tosco en Praga, y
en ocasiones son metafóricos: dos de ellos se mezclan durante una noche,
durante un acto. A veces, también, los cuatro se entremezclan en un solo
momento.
A primera vista el teatro mortal puede darse por sentado, ya que significa
mal teatro. Como esta es la forma del teatro que vemos con más frecuencia, y
como está estrechamente ligado al despreciado y muy atacado teatro comercial,
pudiera parecer una pérdida de tiempo extenderse en la crítica. No obstante,
sólo nos percataremos de la amplitud del problema si comprendemos que lo mortal
es engañoso y puede aparecer en cualquier lugar.
Al menos, la condición del teatro mortal es bastante clara. El público que
asiste al teatro decrece en todo el mundo. De vez en cuando surgen nuevos
movimientos, buenos escritores, etc, pero en general el teatro no sólo no
consigue inspirar o instruir, sino que apenas divierte. Con frecuencia, y
debido a que su arte es impuro, se ha calificado de prostituta al teatro, pero
en la actualidad dicho calificativo es cierto en otro sentido: las prostitutas
cobran y luego abrevian el placer. La crisis de Broadway, la de París y la del
West End son la misma: no es necesario que los empresarios nos digan que el
teatro es mal negocio, ya que incluso el público lo advierte. Lo cierto es que
si el público exigiera el verdadero entretenimiento del que tanto habla, casi
todos nos hallaríamos en el aprieto de saber por dónde empezar. No existe un
auténtico teatro de diversión, y no sólo es la obra trivial o la mala comedia
musical la que resulta incapaz de compensarnos el valor del dinero gastado,
sino que el teatro mortal se abre camino en la gran ópera y en la tragedia, en
las obras de Molière y en las piezas de Brecht. Y desde luego, este tipo de
teatro en ningún sitio se instala tan segura, cómoda y astutamente como en las
obras de William Shakespeare. Sus obras las interpretan buenos actores en forma
que parece la adecuada; tienen un aire vivo y lleno de colorido, hay música y
todo el mundo viste de manera apropiada, tal como se supone que ha de vestirse
en el mejor de los teatros clásicos. Sin embargo, en secreto, lo encontramos extremadamente
aburrido, y en nuestro interior culpamos a Shakespeare, o a este tipo de
teatro, o incluso a nosotros mismos. Para empeorar las cosas siempre hay un
espectador “mortal” que, por razones especiales, gusta de una falta de
intensidad e incluso de distracción, tal como el erudito que emerge sonriendo
de las interpretaciones rutinarias de los clásicos, ya que nada le ha impedido
probar y confirmarse sus queridas teorías mientras recita los veros favoritos
en voz baja. En su interior desea sinceramente un teatro que sea más noble que
la vida y confunde una especie de satisfacción intelectual con la verdadera
experiencia que anhela. Por desgracia, concede el peso de su autoridad a lo
monótono y de esta manera el teatro mortal prosigue su camino.
Cualquiera que esté al tanto de los éxitos que se producen cada año,
observará un fenómeno muy curioso. Se espera que el llamado éxito sea más vivo,
ligero y brillante que el fracaso, pero no siempre se da ese caso. Casi todas
las temporadas, en la mayoría de las ciudades amantes del teatro, su produce un
gran éxito que desafía estas reglas: una obra que triunfa no a pesar sino
debido a su monotonía. Después de todo, uno asocia la cultura con un cierto
sentido del deber, así como los trajes de época y los largos discursos con la
sensación de aburrimiento; por lo tanto, y a la inversa, un adecuado grado de
aburrimiento supone una tranquilizadora garantía de acontecimiento digno de
mérito. Naturalmente, la dosificación es tan sutil que resulta imposible
establecer la fórmula exacta: si es excesiva, el público se marcha; si resulta
insuficiente, puede encontrar el tema desagradablemente intenso. Sin embargo,
los autores mediocres parecen hallar de manera infalible la mezcla perfecta, y
así perpetúan el teatro mortal con insulsos éxitos, universalmente elogiados.
El público busca en el teatro algo que pueda calificar como “mejor” que la vida
y por dicha razón está predispuesto a confundir la cultura, o los adornos de la
cultura, con algo que no conoce aunque oscuramente siente que podría existir, y
así, trágicamente, al convertir algo malo en éxito lo único que hace es
engañarse.
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