CÓMO ESCRIBÍ “SECRETO”
“Quién sos que no puedo salvarme
muñeca maldita, castigo de Dios,
ventarrón que desgaja en su furia
un ayer de ternuras, de hogar y
de fe…”
Yo, honradamente, no he vivido la letra de todas mis canciones, porque eso sería
materialmente imposible, inhumano, Pero las he sentido, todas, eso sí.
Brutalmente. Dolorosamente.
La historia de “Secreto” no me sucedió a mí, pero yo viví minuto a minuto
ese pequeño drama. Es el drama de un hombre. De un amigo, un fraternal amigo.
Era un hombre simple, sin problemas mayores. Ni rico, ni pobre. Maduro ya,
conoció y se casó con una mujer que no era ni linda ni fea. Una de esas mujeres
que nacieron para casarse y para tener hijos. Porque en esto, como en todo, hay
dos clases de mujeres: las que no se casan… y las que se casan siempre, aunque
no sean sensacionales, ni hermosas… ni nada… Yo creo que fueron felices en su
matrimonio, aunque es difícil asegurar dónde, cómo y cuándo son felices un
hombre y una mujer porque la felicidad no tiene normas ni puede definirse…
El caso de mi amigo era el de tantos. Tenía su mujer, su casa, sus hijos…
Vivía… Llegaba a nuestro grupo trasnochador muy de vez en cuando, pero se
retiraba siempre a una hora discreta. Tenía el pudor de no llegar tarde a su
casa. A mí, esa gente exageradamente discreta me asusta, porque el día que hace
una tontería la hace muy grande. Es como la gente que no tuvo infancia y que no
tuvo juventud: la naturaleza se lo cobra y siempre resulta trágico, además de
cómico, ver cómo la naturaleza le hace hacer cosas de chico a gente ya mayor…
Mi amigo era ese modelo de niño que en la escuela siempre sacaba “diez”…
que cuando empezó a trabajar le entregaba el sueldo íntegro a la madre y que
cuando se casó, alquiló una casita con fondo para no salir los domingos…
Todo fue bien, hasta que sucedió lo que tenía que acontecer. Es decir: lo
que no tenía que suceder. A mi pobre amigo le ocurrió lo peor: conoció a otra
mujer y se enamoró de ella como un cadete de tienda. Mi amigo nunca había
tenido problemas sentimentales. Jamás le conocimos amoríos ni aventuras, ni
siquiera a esa edad en que se justifican ambas cosas. Yo he conocido muchas
personas que viven con el reloj atrasado. Pero en mi amigo fue terrible. Maduro
ya, se encontraba en esa edad en que los hombres llevamos por la calle los
paquetes más absurdos y en que, por las noches, sacamos el perrito a caminar
por la cuadra. Y fue entonces, inexplicablemente, cuando conoció y se enamoró
de la otra mujer. Su vida “sagrada y sencilla como una oración”, se transformó
en “bárbaro horror de problemas”. Sobre todo, porque él no estaba preparado para
entenderlo, ni para superarlo. Y como todo lo profundamente dramático está casi
apoyando o rozando lo cómico, el aspecto ridículo lo daba su mujer, la
auténtica, porque ella -pobre ángel- ignorante de la tremenda tormenta en que
él se debatía, intentaba curarlo creyéndolo enfermo. Lo suponía embrujado.
Quemaba polvos y cosas raras. Le dejaba la camiseta colgada al sereno por la madrugada.
Le decía palabras absurdas… La única satisfacción -si así puede llamarse- la
única satisfacción de mi pobre amigo fue que durante ese terrible período su
mujer no llegó a sospechar nunca, ni por acaso, la razón de su mal.
Recuerdo que una vez fui con urgencia a verlo. Estaba dispuesto a matarse.
Hube de luchar a brazo partido para despojarlo del revólver y en ese instante,
mientras yo me enloquecía convenciéndolo de que su resolución era imperdonable,
la pobre señora, la auténtica, echaba frente a la puerta de la habitación donde
estábamos, unas bolitas como de naftalina… No sé si aquellas bolitas lo habrían
curado, pero sé que a mí casi me matan. Porque después de la interminable
escena que tuve con él, hasta que em entregó el revólver, salí atolondrado, las
pisé y fui a parar contra el piano que estaba a cinco metros…
Pero aquello no era embrujo capaz de ser ahuyentado con naftalina.
Yo creo que aquello era amor, simplemente amor. Distinto, rato, enfermizo,
pero amor al fin. No el amor detonante de Don Juan que se grita en voz alta en
las tabernas. Era el amor de Amiel, que no se dice, que se reza apenas…
“Secreto” nació así, amargo y doloroso como ese amor de mi amigo, que yo no
viví, pero que me dolió, me duele, como los versos al poeta:
“Cada vez me cuestan menos:
Por eso me duelen más…”
Notas
(11) Radio Belgrano, 27 / 11 / 47.
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