domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (91)


LA MUERTE DEL PADRE (4 / 6)

Eugenio no fue a dormir a la Casa Vauquer por encontrarse sin valor para dejar de gozar de su nueva habitación. Si la víspera se había visto obligado a abandonar a Delfina a la una de la madrugada, aquel día fue Delfina la que lo dejó a eso de las dos para volver a su casa. Al día siguiente el estudiante durmió hasta tarde, y esperó hasta la una a la señora de Nucingen, quie fue a almorzar con él. Los jóvenes sienten tal avidez por gozar de estas pequeñas dichas, que Eugenio casi había olvidado a papá Goriot. Acostumbrarse a cada una de aquellas elegantes cosas que le pertenecían, fue para él un gran placer, sin contar con que la señora de Nucingen estaba allí realzando el valor de aquel lujo. Sin embargo, a eso de las cuatro, los dos amantes se acordaron de papá Goriot, al pensar en la dicha que este se prometía yendo a vivir a aquella casa. Eugenio advirtió que era necesario transportarlo inmediatamente a ella y dejó a Delfina para correr a la Casa Vauquer. Ni papá Goriot ni Bianchon estaban sentados a la mesa.

-Papá Goriot está derrengado -le dijo el pintor-, y Bianchon está a su lado. El buen hombre ha visto a una de sus hijas, a la condesa Restaud, quiso salir y su enfermedad empeoró. La sociedad va a verse privada de uno de sus más hermosos adornos.

Rastignac corrió precipitadamente hacia la escalera.

-¡Eh, señor Eigenio! ¡La señora lo llama! -gritó Silvia.

-Señor Eugenio -le dijo la viuda-, el señor Goriot y usted debían marcharse el 15 de febrero, y hace ya tres días que ha pasado el 15; estamos a 18. Tendrá, pues, que pagarme un mes por usted y por él, pero si usted responde de papá Goriot, me bastará con su palabra.

-¿Por qué? ¿No tiene usted confianza?

-¿Confianza? Si el buen hombre llegase a morir, sus hijas no me darían un céntimo, y todas sus ropas no valen diez francos. No sé por qué esta mañana se ha llevado sus últimos cubiertos. Se había vestido como un pollo, y estaba tan rejuvenecido que, ¡Dios me perdone!, yo creí que se había puesto colorete.

-Yo respondo de todo -dijo Eugenio temblando de horror y presintiendo una catástrofe.

Subió a la habitación de papá Goriot. El anciano yacía en su cama y Bianchon estaba a su lado.

-¡Buenos días, padre! -le dijo Eugenio.

El buen hombre le sonrió cariñosamente y le respondió fijando en él sus ojos vidriosos.

-¿Cómo está usted?

-Bien, ¿y usted?

-Bien.

-No lo fatigues -dijo Bianchon llevando a Eugenio a un rincón del cuarto.

-¿Qué hay? -le preguntó Rastignac-

-Sólo un milagro puede salvarlo. La congestión serosa se ha producido, le he puesto sinapismos y, afortunadamente, los siente; hacen su efecto.

-¿Puede transportárselo?

-Imposible; hay que dejarlo aquí, ahorrándole todo movimiento físico y toda emoción.

-Amigo Bianchon, lo cuidaremos entre los dos -dijo Eugenio.

-Ya mandé llamar al médico jefe de mi hospital.

-¿Y qué dijo?

-Mañana por la noche nos dirá si hay esperanza. Me ha prometido volver después de hacer sus visitas. Desgraciadamente, este maldito hombre ha cometido esta mañana una imprudencia, sobre la cual no quiere explicarse. Es testarudo como un mulo. Cuando le hablo, finge no oír y duerme para no responder, y si tiene los ojos abiertos, empieza a quejarse. Ha salido por la mañana, y ha ido a pie a no sé qué sitio de París, llevándose todas las cosas de algún valor que tenía. Sin duda ha debido hacer vaya a saber qué negocio. Vino una de sus hijas.

-¿La condesa? -dijo Eugenio-. ¿Una alta, morena, de ojos grandes y vivos, pie bonito y flexible talle?

-Sí.

-Déjame un momento a solas con él -dijo Rastignac-. Voy a confesarlo; a mí me lo dirá todo.

-Entretando, yo voy a comer; pero procura no agitarlo demasiado, porque aun hay alguna esperanza.

-No trengas cuidado.

-Mañana sí que van a divertirse, porque van a un gran baile -dijo papá Goriot a Eugenio cuando estuvieron solos.

-Pero. Papá ¿qué ha hecho usted esta mañana para estar tan agobiado y verse obligado a guardar cama?

-Nada.

-¿Ha venido Anastasia? -le preguntó Rastignac.

-Sí -respondió papá Goriot.

-Pues bien, no me oculte nada; ¿qué es lo que ha venido apedirle?

-¡Ah! -repuso el anciano haciendo un esfuerzo para hablar-, era muy desgraciada, hijo mío. Nasia no tiene un céntimo después de la cuestión de los diamantes, y para este baile había encargado un traje que debía sentarle a las mil maravillas. Su costurera, una infame, no quiso concederle crédito, y su camarera había pagado mil francos a cuenta del traje. ¡Pobre Nasia! ¡Haber llegado a ese extremo! Esto me desgarró el corazón. Pero la camarera, al ver que ese Restaud retiraba su confianza a Nasia, temió perder su dinero y se entendió con la costurera para que no le entregase el traje hasta que no le devolviese los mil francos. El baile es mañana, el traje está listo, y Anastasia, que está desesperada, vino a pedirme los cubiertos para empeñarlos. Su marido quiere que vaya a ese baile para enseñar a todo París los diamantes que aseguran que ella vendió.  Ahora bien, ¿puede acaso decirle ella a ese monstruo: “Debo mil francos, páguelos usted”? No, yo lo he comprendido así. Su hermana Delfina irá mañana a ese baile soberbiamente vestida, y Anastasia no debe ser menos que su hermana menor. ¡Qué triste estaba mi pobre hija! Me sentí ayer tan humillado al ver que no tenía los doce mil francos para sacarla de su apuro, que habría dado el resto de mi miserable vida para rescatar esa culpa. Mire usted, he tenido valor para soportarlo todo; pero es falta de dinero me ha lacerado el corazón. ¡Oh, oh! Me vestí inmediatamente, vendí cubiertos y pendientes por seiscientos francos, y empeñé por cuatrocientos, en casa de papá Gobseck, mis títulos de renta vitalicia. ¡Bah, comeré pan! Esto me bastaba cuando era joven, y lo mismo me ocurrirá ahora. Así, al menos mi pobre Nasia pasará una noche feliz. Tengo un billete de mil francos aquí, debajo de la almohada, y considerando únicamente que tengo aquí, debajo de mi cabeza, lo que ha de causar un placer a mi pobre Nasia, me siento revivir. Ahora podrá poner a la puerta a su camarera Victoria. ¡Habrase visto criados que no tienen confianza en sus amos! Mañana ya estaré bien. Nasia vendrá a las diez, y no quiero que me crean enfermo, porque no irían al baile y se quedarían a cuidarme. Nasia me abrazará mañana como a su hijo y sus caricias me harán revivir. ¡Qué! ¿No habría gastado mil francos en farmacia? Pues prefiero dárselos a mi curalotodo: a mi Nasia. Al menos podré consolarla en su miseria, y esto me absolverá de la culpa de haberme quedado sin dinero. Está en el fondo del abismo, y yo no tengo ya fuerzas para sacarla. ¡Oh, volveré a dedicarme al comercio, e iré a Odesa a comprar granos! Los trigos de allí valen tres veces menos que los nuestros, y si la importación de cereales en grano está prohibida, los hombres que han hecho las leyes no han pensado en prohibir las fabricaciones en que entra como elemento principal el trigo. ¡Oh! Esta mañana se me ha ocurrido esto, y creo que he de hacer un buen negocio con los almidones.

“Está loco”, se dijo Eugenio mirando al anciano. Y en voz alta:

-Vamos, cálmese usted, no hable más.

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