domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (90)


LA MUERTE DEL PADRE (4 / 5)

Por la noche, en los Italianos, Rastignac tomó algunas precauciones para no alarmar a la señora de Nucingen.

-No se apure usted -respondió Delfina a las primeras palabras de Eugenio-, mi padre es fuerte, únicamente que esta mañana lo hemos disgustado un poco. Nuestras fortunas corren peligro. ¿Ha pensando usted en la extensión de esta desgracia? Si el cariño de usted no me hiciese insensible a todo lo que habría considerado un poco antes poco antes como una angustia mortal, ya no viviría. Hoy ya no temo otra desgracia que la de perder el amor que me ha hecho sentir el placer de vivir. Aparte de este sentimiento, todo me es indiferente; nada me interesa en el mundo. Usted lo es todo para mí. Si me halaga la idea de ser rica, es para agradarle más. Para vergüenza mía, en estos instantes me siento más amante que hija. ¿Por qué? No lo sé. Toda mi vida está concentrada en su amor. Mi padre me dio su corazón; pero usted lo hizo todo. Podrá vituperarme el mundo entero, pero no me importa con tal que usted, que no tiene derecho a quererme mal, me absuelva de los crímenes a que me condena un sentimiento irresistible. ¿me creerá usted una mujer desnturalizada? ¡Oh, no, es imposible dejar de amar a un padre tan bueno como el nuestro! ¿Podría yo impedir que él viese al fin las consecuencias naturales de nuestros deplorables matrimonios? ¿Por qué los ha permitido? ¿No le tocaba a él reflexionar sobre nosotras? Hoy ya sé que sufre tanto como nosotras mismas; pero, ¿qué podemos hacer para evitarlo? ¿Consolarlo? No lo lograríamos. El dolor que le causa nuestra resignación es mayor que el daño que le harían nuestros reproches y nuestras quejas. Hay situaciones en la vida en que todo es amargura.

Eugenio permaneció mudo, embargado por la ternura que le inspiraba la sencilla expresión de un sentimiento verdadero. Si las parisienses son, por lo general, falsas, vanidosas, personales, coquetas y frías, en cambio, cuando hablan de veras, sacrifican en sus pasiones más cantidad de sentimiento que las otras mujeres, se agrandan con sus pequeñeces y se hacen sublimes. Por otra parte, Eugenio estaba admirado del espíritu profundo y juicioso que despliega la mujer para juzgar los sentimientos más naturales cuando un cariño privilegiado la separa de estos. A la señora de Nucingen le llamó la atención el silencio que guardaba Eugenio y le preguntó:

-¿En qué piensa usted?

-Escucho aun las palabras que acaba usted de decir. Hasta ahora creía amarla más de lo que usted me ama.

Delfina se sonrió y procuró hacerse fuerte contra el placer que sintió, para dejar la conversación en los límites impuestos por las conveniencias. Aquella mujer no había oído nunca expresiones tan vivas de un amor joven y sincero, y con algunas palabras más no hubiera podido contenerse.

-Eugenio -dijo la baronesa cambiando de conversación-, ¿no sabe usted lo que pasa? Mañana todo París estará en casa de la señora de Beauséant. Los Rochefide y el marqués de Adjuda se han arreglado para que no se sepa nada; pero el rey firma mañana el contrato de matrimonio, y su prima ignora lo que ocurre. No podrá menos que recibir, y el marqués no estará en el baile. Esta aventura es hoy el objeto de todas las conversaciones.

-Y el mundo se ríe de una infamia y toma parte en ella. ¿Ignora usted que esto causará tal vez la muerte a la señora de Beauséant?

-¡Qué! -dijo Delfina sonriéndose-. Usted no conoce a esta clase de mujeres. Mañana todo París estará en su casa, y yo no fallaré. A usted le debo esta dicha.

-¿No será este algunos de esos falsos rumores que con tanta frecuencia corren en París? -preguntó Rastignac.

-Mañana sabremos la verdad.

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